La Barcelona europea
Barcelona no es una ciudad europea. Barcelona es Europa con todas sus contradicciones y mutaciones. Es la Europa vertebrada a través del territorio, la cultura, la historia y los movimientos de población. Ciudad de intersecciones donde se replican debates, necesidades y transformaciones europeas. Barcelona es un nodo de atracción e interrelación. Es el norte del sur o el sur del norte. Pero también, y de algún modo, es la Mitteleuropa de Claudio Magris, un territorio de tensiones, rivalidades y lenguas, donde la “identidad también está hecha de los lugares, de las calles donde hemos vivido y donde hemos dejado una parte de nosotros”.
Barcelona es Europa casi como un acto inconsciente que la historia ha ido articulando, más allá de los que la querían capital de una Catalunya que en 1986 “volvió a casa”, como dijo Jordi Pujol en Aquisgrán, o los que lanzaron la idea de la Barcelona metropolitana, como espacio de más de 3 millones de personas que se abría al mundo para jugar en la liga de las grandes conurbaciones urbanas y las redes de ciudades con voluntad global –el sueño de Pasqual Maragall–. Dos identidades que se conectaban a través de la cooperación europea, en un tejido de redes transfronterizas: de la Eurorregión, a los Cuatro Motores y una retahíla de acrónimos más. Nombres relegados del vocabulario político, pero no de las agendas de trabajo.
Reivindicación de la subsidiariedad
En un momento de repliegue y de cuestionamiento del multilateralismo, de pandemias globales y riesgos compartidos que se pretenden combatir con el retorno de las fronteras y el fortalecimiento del estado-nación, Europa –aunque a veces no lo parezca– se sigue construyendo desde la proximidad, desde la voluntad de ser y de cooperar, desde las múltiples escaleras territoriales, y desde redes civiles que se escapan del control de Bruselas. Sólo en los últimos años Barcelona ha tomado la palabra en varias ocasiones para coordinarse con otras ciudades europeas ante la UE y reclamar más valentía y generosidad en la financiación local, la acogida de refugiados (liderada en 2015 por Ada Colau y Anne Hidalgo, alcaldesa de París) o el derecho a la vivienda ante una mercantilización que está transformando el paisaje urbano europeo.
En esta UE que ha recuperado el concepto de soberanía con objetivos y agendas políticas distintas –y a veces contradictorias–, el poder local se reivindica desde la subsidiariedad, pero también desde la voluntad de internacionalización ante una realidad global compartida.
En una Unión con grandes ciudades y áreas metropolitanas que tienen más habitantes que algunos estados miembros, el poder local no tiene voz propia y con capacidad real de decisión en la arquitectura institucional comunitaria. En esta UE que ha recuperado el concepto de soberanía con objetivos y agendas políticas diferentes –y a veces contradictorias–, el poder local se reivindica desde la subsidiariedad, pero también desde la voluntad de internacionalización ante una realidad global compartida. A principios de marzo, veintidós ayuntamientos de ciudades europeas, de Barcelona a Amsterdam, Atenas, Berlín, Londres o París, reclamaron conjuntamente a la Comisión Europea una regulación mejor de las plataformas de alquiler turístico. El mundo local conectaba así con una de las reformas más polémicas, a nivel internacional, que Bruselas se ha comprometido a presentar a finales de año: la actualización de la directiva de comercio electrónico del año 2000, que ya enerva a las grandes plataformas tecnológicas y, con ellas, a la administración Trump.
Debates continentales
Barcelona es parte de los grandes debates europeos, desde su voluntad de ser la capital global del humanismo tecnológico, precisamente cuando la transición digital anunciada como una de las prioridades de la nueva Comisión Europea pone el acento, entre otros, en la superación de las desigualdades digitales entre ciudadanía y territorios, y garantizar la ética de la inteligencia artificial. Ante el reto de este nuevo orden tecnológico global, la Unión Europea y Barcelona se reencuentran en la voluntad de posicionarse, de defender una regulación necesaria, de prepararse para la robotización del trabajo y la economía digital. Del largo y doloroso proceso del corredor mediterráneo y las conexiones ferroviarias transeuropeas a la nueva realidad virtual, que de momento ya ha situado a la capital catalana entre los cinco principales hubs tecnológicos de Europa.
La UE está hecha de estas dicotomías: de las dos velocidades que separan la conectividad ferroviaria de la digital, o de la distancia política que crece entre una UE, que como experimento de gobernanza compartida desafía la orden del siglo XIX, y el retorno del iliberalismo a algunos gobiernos europeos. Barcelona no es ajena a las múltiples crisis de gobernanza, de transformación de escenarios políticas y en las fracturas sociales que han sacudido la UE durante los últimos años.
Y, a pesar de eso, hay un vínculo real con Europa, que se articula también desde la desconexión institucional; a través de redes civiles desvinculadas de Bruselas, de movimientos ciudadanos que se manifiestan en las calles y plazas de las grandes ciudades europeas. Desde las protestas contra la guerra de Iraq en 2003 a las movilizaciones del 15M que se replicaron por todo el continente. Hay una voluntad de ser europeos, que también se manifiesta de vez en cuando ante la sede de las instituciones europeas en Barcelona: concentraciones independentistas, caceroladas para denunciar la violencia contra los refugiados o contra la política migratoria de la UE. Ulrich Beck se declaraba europeo para huir de los errores del pasado y hallar nuevas respuestas a los riesgos del presente. Pero también hay europeos descontentos con estas respuestas que reclaman una UE distinta.
Hay una Barcelona solidaria que se hermanó con Sarajevo, tras los acuerdos de Dayton, que nunca entendió la guerra de los Balcanes como un conflicto exterior, sino como el retorno del genocidio a una Europa incapaz y desunida. Y a pesar del debilitamiento de la credibilidad de aquella Unión, Barcelona estableció un undécimo distrito en la Sarajevo postbélica para contribuir a la reconstrucción de una ciudad masacrada, que hoy sigue atrapada en el bloqueo político. Fue una maragallada que articulaba el compromiso y la cooperación; un vínculo reparador de una derrota europea. Una alianza real y concreta que a Barcelona le valió el título de “ciudad humanista”.
Hoy la UE vuelve a fracasar. Asustada ante la incertidumbre, retorna a las fronteras reales o imaginarias, que limitan la Europa transitable de George Steiner. La Europa de Barcelona también es la de las ciudades que se pueden recorrer, paseando por calles con nombres cargados de historia, porque todo es abarcable, todo es de talla humana. Y el humanismo deber seguir marcando la relación de la ciudad con Europa. Desde la ética de los algoritmos a la de los derechos de las personas.