La trampa del Brexit
Cuando el estratega Dominic Cummings fue contratado para la campaña del Brexit, lo primero que hizo fue cambiar el eslogan. Había apostado por Vote leave, go global, pero sabía que era un marketing contraproducente. No movilizaría a millones de votantes poco sofisticados que podían decidir el resultado. Cummings apostó por una idea potente: Take back control. Ganó.
Ese giro, decisivo para inclinar la balanza, ilustra bien el contenido de las ideas soberanistas que hoy avanzan en muchas democracias. El lema es simple: no hay que mirar con confianza al exterior y con optimismo al futuro, sino hacerlo con aprensión –con miedo incluso–. Invocan un anhelo de protección y prometen regresar a un ayer idealizado en el que la nación era feliz sin interferencias. La redención estaría en casa, pero no aquí y ahora, sino en una versión que recrea un pasado añorado capaz de adaptarse al mundo de mañana.
El contenido implícito en ese lema no está presente solo en el Brexit. También se encuentra en la nostalgia por el milagro de la posguerra que anima en Francia o Italia a populistas, en el Make America great again y, a su modo, en el historicismo más remoto de quienes postulan la secesión de Catalunya. Un deseo común les recorre a todos: los males de la patria acabarán cuando se vuelva a ejercer la soberanía perdida.
Izquierda-derecha
El esquema sirve, además, para erosionar las fuertes identificaciones de la ciudadanía con la división izquierda-derecha y para reducir el prestigio de las ideas liberales o progresistas. Ahora es posible unir bajo una misma bandera a las clases medias tradicionales que votan conservador con simpatizantes de la vieja socialdemocracia, incluyendo una parte de la clase trabajadora que se siente amenazada. Una amalgama de grupos sociales y políticos a quienes les separaba todo salvo el temor –legítimo– a perder raíces, estatus y certidumbres en un mundo cosmopolita.
Pero las personas no solo odian perder. También disfrutan buscando culpables. Culpables que serían tanto enemigos externos –estén en Bruselas y Berlín, en Pekín y el G20, o en Madrid– como cómplices internos presentados como traidores al pueblo.
Se consigue esconder bajo una apariencia respetable objetivos más egoístas
Y es que ahí reside otra razón adicional del éxito del mensaje soberanista: permite defender lo que antes era denostado; en vez de un antipático no a Europa –que en otros contextos sería un no al euro, a la globalización, o al Estado del que independizarse– se anima a algo en teoría inatacable como que el pueblo tenga el poder frente a una casta lejana. Y, de paso, se consigue esconder bajo una apariencia respetable –el empoderamiento de los ciudadanos– objetivos más egoístas: controlar el dinero y destinarlo al propio bienestar, controlar las fronteras y no permitir que la identidad se diluya.
Pero lo más extraordinario de todo es la facilidad con la que se promete conseguir ese proyecto proteccionista convenientemente disfrazado de ropajes a primera vista democráticos. El paraíso perdido se alcanzaría de manera rápida e indolora. Basta con rebelarse contra las élites, tomar el control y disfrutar del amanecer en la patria de nuevo libre. El problema es que la realidad resulta ser justamente eso: real. Una cosa es jugar con las debilidades de la psicología política y otra distinta, transformar un mundo complejo con postulados simplones.
Promesas y práctica
Casi todas las promesas que ilusionaron a los votantes del Brexit y de los demás populismos soberanistas se evaporaron cuando hubo que llevarlas a la práctica. Cummings, que hizo soñar con recuperar el control, reconoce hoy que el país está partido en dos, que nadie al mando tiene la menor idea de qué rumbo tomar y que el puerto al que se llegue no será más próspero, ni más seguro, ni más democrático. Eso sí, el material del que están hechos los sueños parece más resistente de lo que habíamos pensado. No será fácil convencer a los soñadores de que todo ha sido un fiasco.
Casi todas las promesas que ilusionaron a los votantes del Brexit se evaporaron cuando hubo que llevarlas a la práctica