Refrescar la mirada
La relación con Barcelona varía según el punto de partida y el punto de llegada. Como tantas otras cosas es una cuestión de posición. Si en los años setenta se reivindicaba la existencia de varias Barcelonas, hoy esta complejidad se ha trasladado a la corona metropolitana. Hay que dejar de mirarla como una mole homogénea. Las Barcelonas de Vázquez Montalbán, reeditadas este año, o el barrio a barrio de Huertas Clavería y Jaume Fabre –y el relevo tomado por Marc Andreu– invitan a hacerlo. No es cuestión de poner un espejo barcelonés para espolvorear más estereotipos, sino de reconocer flujos de relaciones y fenómenos singulares.
Existen varias áreas metropolitanas, con sus anillos, repliegues y espacios en blanco. Son espacios indefinidos y quizá por eso a punto para que se haga tabla rasa y sean convertidos en otra cosa. Tomamos un compás y trazamos media circunferencia. A media hora o tres cuartos –en coche o tren– de Barcelona, las realidades que encontraremos serán absolutamente diferentes. Opuestas. Y todas ellas estarán a la misma distancia de la punta del centro del círculo.
Encontraremos grandes extensiones de polígonos junto a pueblos pequeños con mayoría de casas o planta baja y pocos pisos; iremos a parar a ciudades dormitorio con bloques como cajas de cerillas y a algunas reservas de campos donde una nueva hornada de campesinos intenta ganarse la vida; toparemos con polígonos ahora abocados a la logística o el ocio y, con un poco de suerte, con alguna fábrica –en el sentido productivo del término– que aún conserva un turno de noche; urbanizaciones agrietadas por los baches y por carteles de venta; lugares donde se oye mayoritariamente el castellano o en buena parte todavía el catalán o bastante amazig o chino… Esta vuelta “a media hora de Barcelona” es muy diferente según donde paremos. No lo digo para hacer un canto a la diversidad relativa. Es por rehuir el cliché.
La periferia –dentro de la ciudad, muy cerca o a media hora de ella– está llena de realidades que escapan del rodillo de la estadística y, en este caso, afortunadamente, del lugar común.
Un poso caciquil
En las elecciones municipales de 2003 me tocó recoger resultados en cuatro pueblos diferentes del Vallès Oriental. Los datos no se contaban con la rapidez de ahora con internet así que, solo con un vetusto móvil y con mi madre de taxista, fui a Montmeló, Montornès, Vilanova y Vallromanes: cuatro pueblos de tamaños y perfiles sociológicos desiguales, en los que ganaron tres candidaturas distintas. Y a pesar de las diferentes opciones políticas, en todos ellos palpitaba un poso caciquil con dejes de paternalismo que no estaba tan lejos de lo que se ha practicado durante años en distritos de Barcelona.
La distancia de media hora no es nada más que la que impone la mirada, el gesto de colgar una llufa y no haber de contemplar complejidades. Esta distancia es de ida y vuelta, en el sentido de que las llufes se han colocado por todos lados. Ahora bien, quien más ha podido comandar el relato –que se escribe allí donde se encuentran los centros de poder– demasiadas veces ha lanzado una mirada homogeneizadora hacia el área metropolitana (de los extremos del país, ya ni hablamos). Y diría que esta mirada se ha repetido dentro de la misma ciudad.
¿Qué saben muchos barceloneses de La Sagrera o Bon Pastor? ¿O qué saben otros barceloneses de Sarrià o Vall d’Hebron? Es nombrarlos y comprobar que de alguno de ellos ya cuelga el tópico o alguna imagen más o menos desajustada. De otros no viene nada, quizá porque, en el fondo, las fronteras invisibles de la ciudad son las peores: aquellas corrientes y condicionantes que te llevan a unos lugares y no a otros, a relacionarte con una gente y no otra.
Diseño contra raíces
Volvemos a hacer el viaje de ida y vuelta, y nos detenemos de nuevo en Montornès: es un pueblo con un pasado de veraneo, con torres que suben a la sierra de Marina y un barrio –Montornès Nord, conocido como El Polígono– crecido en los años sesenta a partir de la creación del polígono Riera-Marsà y la inmigración del resto del Estado. Todo se encuentra allí mismo, un poco más comprimido. Se mantienen las distancias, pero las paradojas están más a mano. En el instituto es posible que se mezclen. Y aquí quizás resida la diferencia con las fronteras más macizas de Barcelona. No es que sueñe imposibles ni en un mundo feliz donde todos tengan al alcance todas las posibilidades. Pero hay que saber que las fronteras están –se palpan–, y hay que saberlo para que los sitios se abran al tráfico (figurado) y a las oportunidades de un ascensor social que a veces parece atascado.
Desde alguno de estos pagos de frontera periférica, la gente acude a bocanadas a Barcelona: para salir de noche, para ir a la universidad, para comprar, para una visita médica, por trabajo… Y se lleva su impresión. Y a todos ellos es muy fácil etiquetarlos: que si son de pueblo o casi rurales (en sentido peyorativo), que si son poligoneros, pobrecillos o acomodados… Cada uno de los que pone los pies en diario –o bastante a menudo–, extiende su mirada sobre Barcelona y al mismo tiempo una serie de prejuicios que, si todo va bien, poco a poco irán cayendo. En definitiva, el punto de partida los condiciona, y a la vez es objeto del desconocimiento de Barcelona.
Durante años hice información municipal de Barcelona y eso me ofreció una sorpresa divertida. Algunos de aquellos barrios periféricos de la ciudad me recordaban El Polígono. O la vida de barrio de Sant Andreu la de mi pueblo. A veces hay un sentido muy barcelonés de pensar que la ciudad es la primera en anunciar los problemas que vendrán, o que es la punta de lanza en prever el último grito de las dificultades sociales. Y que alrededor no pasa nada más. Y ese mirarse el ombligo –ciertamente un ejercicio universal– tiene un punto ingenuo. Porque lo que haría falta es mirarse. Hacer un F5 como una catedral y refrescar la mirada.
Si en los años setenta se reivindicaba la existencia de varias Barcelonas, hoy esta complejidad se ha trasladado a la corona metropolitana