Teoría de la inacción hiperdemocrática
Al comienzo de El contrato social, nos dice Rousseau que, si se atreve a hablar de política, es porque él no la practica: “Si fuera príncipe o legislador, no perdería mi tiempo en decir lo que hay que hacer; lo haría, o me callaría”. Es obvio que las cosas han cambiado: príncipes y legisladores se dedican menos a hacer lo que hay que hacer que a explicar lo que harían si pudieran. Pero el caso es que no pueden, o no les dejan; a veces, tampoco quieren. De aquí resulta una crisis de decidibilidad que atraviesa las democracias liberales. Se vuelve evidente en esa Gran Bretaña que se enreda con el Brexit, en la resistencia a las reformas de Macron, en la sucesión de legislaturas estériles en España o Italia: sociedades complejas donde las reformas no llegan o encuentran una contestación social que enseguida las diluye. Ahora bien, sería un error buscar fuera de la democracia las razones de su relativa impotencia. Esta crisis de decidibilidad tiene su origen en la propia democracia. O sea, en la radicalización de la lógica inherente al principio democrático y la profundización de los procesos sociales y culturales que ella misma pone en marcha. En lugar de una deliberación racional que acaba con una decisión colectiva, la democracia se parece a una apasionada discusión donde nada termina de decidirse. Y este fenómeno no responde a una única causa, sino a una combinación de varias.
Auge de la protesta
Lo primero que llama la atención es el auge –y prestigio– de la protesta. Por más que se haya acusado a los regímenes representativos de tener en cuenta al ciudadano solo cuando toca votar, lo cierto es que las democracias liberales han visto ensancharse notablemente los cauces informales para la expresión de demandas. Manifestaciones, campañas, happenings: no pasa un día sin que algún colectivo o movimiento defienda una causa o se oponga a ella, en la calle y las redes. A menudo, los propios partidos se suman a la protesta o la impulsan directamente, contribuyendo así al desbordamiento institucional de la democracia. Esta dinámica aumenta la fuerza negativa de lo que Rosanvallon llama “poderes contrademocráticos de veto”: coaliciones de bloqueo que multiplican el coste electoral de cualquier acción reformista. Si das un paso, te quieren pisar.
Se perfila un pluralismo agresivo que socava la capacidad de decisión de los regímenes democráticos
Súmense a ello los efectos de la digitalización del espacio público. Los líderes políticos ya pueden dirigirse a los votantes sin mediación alguna, lo que presta a nuestras democracias una tonalidad plebiscitaria que contrasta con la creciente fragmentación partidista: el disenso agresivo que domina la campaña electoral permanente complica los consensos parlamentarios. Y si la estrategia comunicativa de los partidos se dirige a excitar las emociones de os votantes, estos convierten la polarización en un entretenimiento gratuito vía smartphone. Invocar la verdad tampoco sirve de mucho: hemos dejado de creer en ella o, mejor dicho, solo creemos en la nuestra. ¿Qué infalible autoridad podría convencernos de lo contrario? Para colmo, cualquier causa dispone de su experto. Se perfila así un pluralismo agresivo que, si bien satisface las necesidades expresivas de los distintos grupos sociales, socava la capacidad de decisión de los regímenes democráticos.
Vaya por delante que el exceso de democracia es preferible a la ausencia de democracia. ¡Faltaría más! Pero una democracia incapaz de tomar decisiones eficaces puede ver mermada su legitimidad. Es entonces cuando aparece la tentación decisionista: la promesa de acabar con la cháchara democrática dando un puñetazo en la mesa. No será fácil revertir este proceso. Pero intentemos, al menos, acertar con el diagnóstico: ya que no podemos decidir, al menos comprendamos.