El líder como icono, marca y producto (polarizante)
¿Y si las sociedades occidentales contemporáneas hubieran hecho del presente continuo su tiempo, tratando de vivir intensamente, como si no hubiera un mañana (ni un ayer), con un entorno que o bien conecta emocionalmente o no recibe ni un instante de nuestra procrastinada atención? En este contexto se explicaría cómo han acabado emergiendo un tipo de liderazgos políticos, más allá de los oficialmente tachados como populistas, que tienen como primera misión salir en el mapa, no dejar indiferente. Unos liderazgos políticos que resumen proyectos, gobiernos o causas que asumen, de base, que sin emoción no hay atención. Y en unos jefes de partido, de gobierno o de Estado que se convierten en los iconos y los arietes de las estrategias de ataque o de defensa que diariamente bombardean, en clave de elección (no sólo de campaña) permanente. Polarizando.
Christian Salmon ha descrito este momento nuestro como «la era del enfrentamiento» (2019) y William Davies ha señalado los «estados nerviosos» (2018) que esto dibuja de punta a punta del globo: un mapamundi que muestra, con tan solo echarle un vistazo, la transformación radical de un panorama político donde las emociones y no la razón marcan el terreno de juego y dictan unos términos del debate claramente polarizados. “Siento, luego existo”, parece la versión del clásico, el individuo contemporáneo, el del tiempo que el periódico es sustituido para muchos por el minutario de las redes sociales digitales como Twitter. Este atropello de los tiempos implica que, para conseguir este sentir, cada vez es necesario más impacto, más choque, más polos opuestos, también en política.
En este contexto, el líder pasa a asumir formas de icono, de marca y de producto en un mercado político abocado a explotar al máximo las técnicas marketiniana
Es, en este sentido, que unos políticos a menudo demasiado adictos a la «tecnopolítica» y a la profesionalización de su espacio de actuación entendido erróneamente como simple herramienta mercadotécnica, pasan a convertirse en la principal arma arrojadiza de unos partidos y de unas instituciones convertidos en trincheras, y muy a menudo percibidos, en conjunto, más como sinónimo de problemas que de soluciones, más como elementos crispadores que como constructores de consensos. Así, por ejemplo, se explica que datos como los de la reciente encuesta del Instituto Catalán Internacional para la Paz (ICIP) digan que los ciudadanos de Cataluña perciben partidos y medios de comunicación como mucho más polarizados que la sociedad.
Un ecosistema, entre otros, consecuencia de una política que ha adoptado el lenguaje publicitario que triunfa y sus tres principales características definitorias, para tratar de conectar con unas sociedades y una ciudadanía concebida, más que como votantes, como públicos objetivos a aguijonear para mover a la acción en clave consumista. Personalización, simplificación e impacto (emocional). En este contexto, el líder pasa a asumir formas de icono, de marca y de producto en un mercado político abocado a explotar al máximo las técnicas marketinianas de promoción, en una competencia encarnizada al escaparate, a la vista de todos.
Otro dato clave de la encuesta del ICIP dice que aquellos más polarizados ideológicamente y electoralmente no son necesariamente los más polarizados emocionalmente
Buscan posicionar su oferta mucho mejor que la dura competencia y lo hacen, además, en una constante y cruda competición por estar siempre presentes y el máximo de bien posicionados posible ante audiencias con atención (y por tanto memoria) de más corto recorrido. De ahí la batalla permanente. De ahí la necesidad de poner el acento en el factor emocional, para tratar de traspasar la gruesa capa de indiferencia con que se han recubierto unos ciudadanos constantemente bombardeados con estímulos informativos y publicitarios. El caso catalán, en este sentido, ha sobresalido durante el procés en este proceder que, por supuesto, no es exótico en el mundo que vivimos. Los datos de la encuesta mencionada muestran como la polarización electoral o partidista es alta y está alineada con el conflicto territorial y, sin embargo, la comparación europea demuestra que no es una dinámica especial de Cataluña.
Pero no pensáramos que un contexto con creciente emocionalización del discurso político pasa sólo por una polarización en clave emocional. El homo sentimentalis conceptualizado por Milan Kundera se caracteriza por ser especialmente sensible a que apelen a su razón a través de la emoción, ciertamente, pero las emociones y los sentimientos que estas provocan son entendidos en la política del presente como herramientas al servicio de marcar frame, para marcar terrenos de juego. A partir de aquí, que ruede la pelota. Y así es como otro dato clave de la encuesta dice que aquellos más polarizados ideológicamente y electoralmente no son necesariamente los más polarizados emocionalmente. La polarización emocional aparece más de la sensación de amenaza que de las posiciones ideológicamente o electoralmente extremas. En el caso catalán, con todo lo que implicó el espíritu del «tenemos prisa» es evidente que a una amenaza identificada con un Estado español descrito como «demofóbico» y que impedía un referéndum para la autodeterminación, se suma un contagioso y potente sentimiento de impaciencia, ante lo que se dibujó como una ventana de oportunidad única para pasar página de este statu quo.
Aquello tuvo el impulso de un liderazgo muy focalizado en el entonces presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, en su fase álgida. Él resumía bien no sólo una causa política sino también un sentimiento. «O referéndum o referéndum». Y pasó a ser dibujado y utilizado como elemento polarizador del debate. Para sus adversarios pasó a ser el enemigo número 1 a batir, mientras que para sus más firmes defensores se convirtió en un presidente identificado con la institución y con el pueblo. Nada de extraordinario, en todo caso, que no hayamos visto de punta a punta del planeta, adaptado a cada contexto, en cada momento y en cada caso, con multitud de ejemplos de exceso o de acierto en la dosis de emocionalización del discurso que se aplica en todas partes.