Creciente malestar urbano y protestas sociales el 2021
El mundo en 2021, después de haber sido atravesado por una pandemia global que aún no hemos superado, verá crecer el malestar social como consecuencia de una importante profundización de desigualdades ya existentes. Este malestar se manifestará de manera especialmente intensa en las ciudades, donde se han concentrado más del 90% de las muertes por COVID-19, según Naciones Unidas. El espacio urbano, trastornado por el impacto de la pandemia, pasará de tener sus espacios públicos vacíos, calles desiertas, comercios cerrados o lugares de trabajo abandonados, a mostrar las heridas que se han ido configurando tras décadas de un urbanismo funcionalista, un progresivo desmantelamiento del Estado del bienestar y la irresponsabilidad institucional frente al cambio climático.
Estas heridas se manifiestan de múltiples formas: segregación territorial, exclusión social, precariedad en la vivienda, falta de igualdad de oportunidades, discriminación, desigualdades de género, brecha digital, contaminación… Las sociedades urbanas, frágiles aún después de la crisis de 2008, difícilmente podrán hacer frente a las consecuencias de la crisis social y sanitaria causada por la COVID-19 sin unas políticas públicas que contribuyan a superar algunos de sus peores impactos, ni tampoco sin la implicación del tejido vecinal y comunitario.
Si las instituciones no dan continuidad a las medidas de emergencia adoptadas durante el 2020, al tiempo que trabajan para desarrollar políticas post-pandemia que contribuyan a dar una respuesta a largo plazo a las vulnerabilidades dinamitadas por COVID-19, difícilmente será posible contener el malestar social
Durante la primera ola de la pandemia, las instituciones gubernamentales (locales, regionales y nacionales) adoptaron una serie de medidas que permitieron contener los primeros efectos de la crisis. Se prohibieron cortes de servicios básicos, detener desahucios, asegurar canastas básicas de alimentos, ofrecer ayudas al sector económico y cultural… Con estas medidas ha sido posible dar una primera respuesta a las necesidades de los diferentes colectivos. Pero, una vez transcurrido el primer estadio de emergencia y finalizado el periodo de vigencia de estas medidas, acabamos el año con todos los ingredientes necesarios para que se produzca un estallido de protestas sociales. Los problemas quedaron congelados durante unos meses, pero en 2021 se manifestarán con toda su plenitud. Si las instituciones no dan continuidad a las medidas de emergencia adoptadas durante el 2020, al tiempo que trabajan para desarrollar políticas post-pandemia que contribuyan a dar una respuesta a largo plazo a las vulnerabilidades dinamitadas por COVID-19, difícilmente será posible contener el malestar social.
Si bien es cierto que el 2020 también vio proliferar algunas protestas, estas estuvieron impulsadas principalmente por movimientos de extrema derecha que se negaban a aceptar las restricciones derivadas de la pandemia. En el otro extremo del arco ideológico, también se produjo una nueva ola de protestas urbanas vinculadas al movimiento #BlackLivesMatter en ciudades como Portland, Chicago, Londres, París o Berlín contra la discriminación hacia las personas afrodescendientes. A diferencia de estas manifestaciones, marcadas por su carácter ideológico o identitario respectivamente, en 2021 predominarán las protestas motivadas por necesidades de carácter material.
La pandemia ha puesto de manifiesto la interrelación entre el derecho a la vivienda y el derecho a la salud (tener una casa ha sido la condición indispensable para poder confinarse y protegerse de contagios) y ha evidenciado la centralidad de la vivienda en la posibilidad de tener una vida digna
El ámbito que probablemente verá un incremento más significativo de protestas en los próximos meses será el protagonizado por los activistas a favor de una vivienda digna. En 2021 se iniciarán cientos de procesos de desahucio en todo el mundo que reactivarán un movimiento que, desde la crisis del 2008, ha ido ganando cada vez más fuerza política. La pandemia ha puesto de manifiesto la interrelación entre el derecho a la vivienda y el derecho a la salud (tener una casa ha sido la condición indispensable para poder confinarse y protegerse de contagios) y ha evidenciado la centralidad de la vivienda en la posibilidad de tener una vida digna. Según la OCDE, uno de cada cuatro europeos destina más del 40% de sus ingresos a sufragar los gastos del hogar. Esta realidad tiene implicaciones muy importantes para las personas con respecto a los barrios donde podrán vivir, los equipamientos y servicios a los que tendrán acceso, el tiempo que tardarán en ir al trabajo y la capacidad para hacer frente a otros tipos de gastos indispensables para el desarrollo humano (educación, cultura, deportes, ocio). Durante la pandemia, gobiernos de diferentes lugares del mundo han coincidido en la adopción de medidas dirigidas a proteger el derecho a la vivienda (suspensión de desahucios, albergue para las personas sin hogar, moratorias para el pago del alquiler o las hipotecas, prolongación de los contratos de alquiler…). Su suspensión generará enormes dificultades de supervivencia y dará pie a nuevas oleadas de movilizaciones a favor de la vivienda.
Si la crisis financiera de 2008, de raíces marcadamente urbanas, afectó especialmente la clase media y baja y expresarse a través de la vivienda, el malestar originado por la COVID-19 será más transversal y podría conducir potencialmente a protestas más amplias protagonizadas por diversos colectivos. Habrá que esperar al próximo 8 de marzo para ver si el movimiento feminista es capaz de articular demandas concretas después de un año especialmente intenso para las mujeres, que han tenido un papel clave durante la pandemia asegurando la economía de los cuidados en el ámbito sanitario, doméstico y de limpieza. Que han visto incrementar el riesgo de ser sometidas a situaciones de violencia de género durante el confinamiento. Y que han quedado atrapadas en la lógica de un teletrabajo incapaz de garantizar la ya difícil conciliación familiar.
El movimiento ecologista, representado en buena medida actualmente por la plataforma de base #FridaysForFuture, también encontrará argumentos en la crisis de la COVID-19 para reforzar sus protestas a las 7.500 ciudades donde tiene grupos de apoyo. Hay estudios que apuntan al vínculo entre las prácticas humanas de alteración del medio ambiente y el incremento de pandemias. Después de un año de importante descenso de protestas ecologistas por las restricciones existentes, el 2021 puede ser un momento idóneo para exigir políticas y compromisos institucionales que permitan avanzar hacia una mayor justicia climática. Otros sectores, como el sanitario, el económico o el cultural, también podrían canalizar su descontento en movilizaciones sociales o acciones de presión después de meses de pérdidas económicas y sobrecarga profesional. Pero no es probable que estas acciones tengan el alcance global de las expresiones anteriores.
El mundo el 2021 ofrecerá un escenario de reconstrucción que debería permitir revisar políticas para salir de la crisis de la COVID-19 dotados de mayor resiliencia colectiva. Y, mientras las demandas sociales se articulan de forma diversa, las instituciones deberán calibrar bien las necesidades de los diferentes colectivos para priorizar la construcción del bien común
Es de esperar que, en cada uno de estos casos, las estrategias utilizadas para hacer llegar las demandas a las instituciones diverjan significativamente. Mientras que, en algunos casos, las calles serán el espacio de expresión fundamental, en otros, la posibilidad de dialogar de manera directa con los responsables políticos sustituirá el debate público para negociaciones bilaterales. Paralelamente, en los barrios y espacios urbanos históricamente huérfanos de suficientes políticas públicas, las dificultades sociales llevarán a reforzar dinámicas de auto-organización comunitaria y el fortalecimiento de la solidaridad vecinal.
En cualquiera de estos casos, el mundo el 2021 ofrecerá un escenario de reconstrucción que debería permitir revisar políticas para salir de la crisis de la COVID-19 dotados de mayor resiliencia colectiva. Y, mientras las demandas sociales se articulan de forma diversa, las instituciones deberán calibrar bien las necesidades de los diferentes colectivos para priorizar la construcción del bien común. Del mismo modo, será primordial velar para que las voces de aquellos colectivos o grupos de individuos que no siempre tienen condiciones para organizarse políticamente (personas sin hogar, migrantes -especialmente las mujeres-, vendedores de la economía informal, personas con trabajos precarizados…) sean tenidas en cuenta en la definición de las políticas post-pandemia.
Ser capaces de prestar atención a las vulnerabilidades que, incluso en un contexto de crecientes protestas, seguirán sin articular una voz propia es probablemente uno de los mayores retos del 2021 y de los años que seguirán.