¿Cuánta democracia queremos?
A comienzos de 2017, en la reunión del Foro Económico Mundial se presentaba el habitual informe Edelman sobre el estado de la confianza en el mundo. El contenido era tan honesto como inquietante: vivimos una época de pérdida de confianza global en el sistema. Nos atenazan los miedos al cambio tecnológico, la inmigración o la globalización. Y allí donde baja la confianza, decía, se produce una respuesta social.
Tras la crisis, ¿qué soberanía nos queda? En Una Europa alemana, el sociólogo Ulrich Beck explica la nueva distribución de poder dentro de la Unión Europea. Alemania ya impone su política económica a cambio de continuar financiando la deuda de los países de la eurozona y de disciplinar a los derrochadores. Por primera vez el mantra igualitario desaparece del marco de la Unión y se hace visible la jerarquía. El impacto sobre la confianza de los socios con el proyecto común es inevitable.
Romper los huevos
Si pensamos en el resultado de las políticas de austeridad viene a la mente el chiste de Žižek sobre el escritor que, en los años treinta, visitó la URSS. Cuando este preguntó por la razón de la brutal represión, su anfitrión soviético le respondió que una tortilla no se puede hacer sin romper los huevos. Muy bien, dijo el escritor, los huevos rotos ya los veo, pero, ¿dónde está la tortilla? Lo que de manera diversa recorre las democracias es la tensión creciente entre poder y legitimidad en su uso. Sin solidaridad, sin contrato social y sin esperanza, lo que queda es el sentido de comunidad.
Lo que el ciudadano ve es la desigualdad creciente, la precarización de las condiciones de trabajo y la distancia entre el programa votado y las políticas observadas. Un artículo reciente en Science mostraba cómo la gente, cuando se siente amenazada, pide normas sociales más severas. Las personas buscamos seguridad y el miedo es el motor eficaz que sirve, por ejemplo, para justificar la tortura; para llevar a cabo una reforma constitucional un caluroso día de agosto del 2011; o bien para activar mecanismos de represión inauditos ante la amenaza de ruptura de un Estado.
Cuando se siente amenazada, pide normas sociales más severas
Impotencia, humillación y dignidad suelen ir de la mano. Así, es sintomático que uno de los caballos de batalla de las negociaciones de Syriza con la troika, en 2015, será el relativo al perfil político de los hombres de negro. El orgullo griego pide, suplica, no negociar con funcionarios con mandatos cerrados, sino con políticos elegidos que mantengan, al menos, la apariencia de una negociación política. Toda política tiene pues un componente emocional.
Lo interesante es preguntarnos quién determina el grado de emoción admisible en política. Churchill u Obama galvanizaban a las masas. Por el contrario, los indignados de Occupy NY, los del 15-M o los de la plaza Syntagma realizaban una ocupación cuestionable del espacio público. Constatamos lo obvio: el debate público sobre el impacto social de la automatización y el fin del trabajo; la fractura del sistema de pensiones; las noticias sobre los suicidios de pensionistas griegos o el de la madre desahuciada también generan emociones.
Reducir la discusión
En otras palabras, ¿cuánta democracia puede soportar la democracia? La despolitización de ámbitos políticos enteros permite llamar grupo de deplorables a los partidarios de Trump; irracionales a los votantes del Brexit; o abducidos, supremacistas y golpistas al independentismo en pleno. El patrón común es expulsar del espacio público debates importantes para una parte significativa de nuestra sociedad. Reducir el alcance de lo discutible. En este contexto, la tensión entre representatividad política y lógica de estado se vuelve cada vez más problemática. Estadismo es ir a la guerra de Irak con un 90% de la población en contra; o invisibilizar los dos tercios de catalanes que quieren más soberanía y el 48% que desearían la independencia (CEO 2017, 3.ª ola). Y la consecuencia de la despolitización es la crisis de legitimidad del sistema.
Pluralismo democrático
Tenemos un ciudadano empoderado para el consumo digital, autónomo y crítico, al que pretendemos negar la capacidad de debatir políticamente sobre lo que le preocupa. Expulsar el conflicto político del espacio público, seamos conscientes de ello, comporta además herir de muerte el pluralismo democrático.
Así pues, ¿quién se ha llevado mi pluralismo?
La crisis de la democracia hay que verla en paralelo a la reducción del alcance de lo que en política es discutible. Este es el medio natural del antielitismo, para el que las élites son deshonestas, corruptas y utilizan los resortes del sistema en beneficio propio. En la periferia europea las evidencias son conocidas. El miedo a la fractura social. Una corrupción sistémica ni corregida ni aceptada. Un marco institucional donde la distribución de recursos entre capas sociales es rígida. Y, por supuesto, la demostrada incapacidad de las élites políticas de escuchar las demandas de los ciudadanos bajo una capa de soberbia injustificada.
La respuesta al liberalismo sin democracia es, pues, el auge de la democracia iliberal, el nacionalismo de Estado y el autoritarismo. Miremos a Polonia. El poder tolera la existencia de opositores políticos pero utiliza todos los medios posibles, legales e ilegales, para polarizar la vida política y socavar la meritocracia de funcionarios y periodistas. Más cerca del lector encontraríamos la confusión entre los ámbitos privado y público, el falseamiento de títulos universitarios utilizando los resortes del poder o bien la promoción de jueces a partir de criterios de afinidad ideológica y no de profesionalidad.
Cambio y resistencia
En Ruptura. La crisis de la democracia liberal (2017) Castells anuncia cómo la nueva posdemocracia se conforma alrededor del neoliberalismo económico y el autoritarismo político. Históricamente corregir estas tendencias solo ha sido posible mediante la protesta y el activismo, partiendo de los movimientos sociales y las revoluciones políticas. Ante este envite aparecen los dos bandos conocidos: los promotores del cambio y los resistentes. Cuando se produce la resistencia al cambio, se da la transformación. Y es en la falta de capacidad para revertir esta tendencia que el peligro anunciado por el ministro Borrell cuando habla de la crisis catalana se convierte tanto latente como real: el de la ruptura del Estado.