El vacío que llena
Nos preguntamos si tenemos una Catalunya vaciada y cuáles son los motivos de las migraciones desde las geografías menos densamente pobladas de nuestro país. ¿Por qué donde hay poca gente todavía hay menos que años tras? ¿Por qué los polos de atracción de las ciudades siguen absorbiendo buena parte del talento y las motivaciones de las nuevas generaciones? ¿Por qué no somos capaces de poner en valor todo lo que nos llena cuando el campo es el paisaje de nuestro balcón?
La realidad es que los territorios rurales pierden población, ya sea hacia las grandes ciudades o hacia las capitales de comarca. El atractivo de vivir en entornos tranquilos, sin colas en la carretera o con pocas personas en la acera, no es suficientemente goloso como para ser una opción de vida y de trabajo. El mundo rural aún no es lo bastante sexy como para adentrarse en él sin miedo. Las ciudades ganan la batalla del dinamismo y los espacios fuera de la contaminación lumínica buscan faros donde reflejarse para no caer en la incuria del olvido.
Y las instituciones se preguntan qué hacer. ¿Cuál es la receta mágica, si es que se puede cocinar alguna alquimia que invierta la melodía? Y la ciudadanía responde. Sale a la calle y reclama servicios y más cosas. Grita porque se siente menospreciada. Señala a los cargos electos y reclama necesidades básicas. ¿Los pueblos pequeños se mueren? ¿Tenemos alimento que calme este malestar territorial?
El hecho de que las explotaciones agrarias ya no pasen sólo de padres a hijos, sino que cada vez haya un abanico más amplio de incorporaciones al sector agrario, facilita que las nuevas generaciones de campesinado tengan una mentalidad más abierta. Además, el papel de la mujer es cada vez más determinante y visible.
No tengo fórmula alguna que resuelva la incógnita, pero sí que sé que hay un ingrediente fundamental en la salud del mundo rural: el campesinado. El elemento estructurador de las dinámicas saludables de los espacios que se alejan de las urbes son las personas que producen alimentos. Si el sector primario tiene una salud de hierro, el mundo rural en el que habita se contagia de un estado sublime. Si, en cambio, el campesinado flaquea, todo el sistema agrorural decae en cascada. Y esta, intuyo, es la realidad en buena parte de los territorios que quedan vacíos de contenido. Se pierde lo esencial y se borra la capacidad de renovación.
Las dinámicas socioeconómicas de los últimos decenios han forzado al campesinado a convertirse en algo muy alejado de lo que le es inherente. Ha dejado de ser un oficio y ha pasado a ser una fábrica al aire libre, una actividad residual o directamente nada. Las pequeñas y medianas empresas agrarias se han visto condenadas a desaparecer o a reinventarse desde las cenizas. La realidad hoy es que los payeses y payesas de los pueblos pequeños se cuentan con los dedos de la mano, y que las grandes empresas agroindustriales destierran aquello que daba vida al campo. Fagocitan, absorben, destruyen, invaden, dañan. El resultado, espacios llenos de materia inerte.
Las consecuencias del modelo de producción y consumo global llegan sin escrúpulos a las montañas y a los valles. Cuando el mercado marca el ritmo y la dirección, lo que tiene sentido desde una mirada coherente y local, deja de tenerlo en un marco sin límites territoriales y sin miramientos sociales. ¿Si es más barato producir a miles de kilómetros, por qué se tiene que hacer en casa? Bajo esta lógica es muy difícil llenar los campos de alimentos que dignifiquen a los profesionales del sector. Y sin sector agrario es muy difícil que haya mundo rural.
Este es el marco general y la voz de alarma de unas ondas que no llevan buenas nuevas. Pero siempre que hay desajustes, renacen aires nuevos que desafían el orden impuesto. Cuando parece que todo se ha acabado, siempre hay quien grita que no es el final. Y mira por dónde, el campesinado tiene ese don. Levantarse por dignidad. Trabajar la sazón desde el corazón. Reinventar las miradas para no perder la esencia. Plantar cara al más fuerte.
Nueva agricultura
Hoy en Catalunya renace una parte del campesinado de raíz. Muchas personas pequeñas, que en lugares pequeños, hacen cosas enormes. Frente a la desidia del modelo intensivo de producción y consumo, se hacen visibles iniciativas nuevas que hablan de esperanza, de futuro y de vida. Algunas de las generaciones mayores y buena parte de las más jóvenes están apostando por una manera nueva de relacionarse con el campo. Se están rescatando prácticas del pasado para mirar hacia el futuro. Una nueva agricultura más social, comprometida y justa está cogiendo fuerza para llenar de alimentos, y muchas otras cosas más, los espacios que hoy mal denominamos vacíos.
La emergencia de un nuevo campesinado se hace patente por todo el territorio con experiencias agrarias que apuestan por el producto local y ecológico como una manera de relacionarse con los espacios de consumo de “tú a tú”. Las relaciones de confianza ganan terreno en un sector que se está reivindicando como imprescindible, frente a una sociedad que empieza a entender que sin campesinado próximo no es posible alimentarse de manera saludable. Se empieza a hablar de políticas alimentarias desde las ciudades y cada vez hay más demanda de producto con nombres y apellidos. Y, curiosamente, son los centros más poblados los que quieren alimentarse de las zonas menos densamente pobladas.
Las voces de los que reclaman un diálogo abierto entre lo rural y lo urbano son diversas. El hecho de que las explotaciones agrarias ya no pasen sólo de padres a hijos, sino que cada vez haya un abanico más amplio de incorporaciones al sector agrario, facilita que las nuevas generaciones de campesinado tengan una mentalidad más abierta. Además, el papel de la mujer es cada vez más determinante y visible. Las mujeres jóvenes que toman las riendas de las empresas agrarias tienen, en la mayor parte de casos, una vocación social y ambiental muy clara. Apuestan por producciones sostenibles, próximas y llenas de valor.
Son estas generaciones las que llenan el vacío que resuena todavía. El eco que en algunas aldeas se oye puede ser transformado gracias a miradas más ecológicas hacia lo agrario y más integrales hacia lo rural. El compromiso del nuevo campesinado es uno de los ingredientes imprescindibles para llenar aquello que ahora parece vacío. La apuesta por un mundo rural vivo y activo es del campo y de la ciudad. Si los polos de consumo compran de manera consciente aquello que los polos de producción les ofrecen, empezaremos a rehacer las relaciones en base a una alimentación comprometida.
Comer es una acción directa de política agraria. Cuando la sociedad asume su rol de actor activo, las dinámicas se ven alteradas. Cuando una persona decide que compra producto local de una manera cotidiana y normalizada, está llenando los espacios rurales de aquello que les es propio. Cuando el gesto de bolsillo en la cesta de la compra está dirigido a quién llena los espacios vacíos, estamos haciendo justicia. Un hábito perdido que necesitamos recuperar si queremos que los espacios rurales mantengan al campesinado como eje axial. No es justo que hablemos de la Catalunya vaciada y lo vivamos como algo ajeno. Cada día que nos sentamos en la mesa con conciencia de país, estamos llenando el territorio que nos necesita.