Los cimientos de la reconstrucción
El julio de 1914 Franz Kafka está preparado. Ha roto definitivamente la promesa de casarse con Felice Bauer y ha anunciado ya a su padre, por carta, siempre por carta, que renuncia a su falta de autonomía. «El único efecto positivo de la falta de autonomía es que te mantiene joven». Consiguientemente anuncia al temible Hermann Kafka que se dispone a dejar el trabajo anodino que lo encadenaba al Instituto de Seguros de Accidentes Laborales de Praga para lanzarse de una vez por todas a construir su carrera literaria lejos de allí, y establecerse en la metrópoli, en Múnich o en Berlín, donde Musil ha prometido ponerlo bajo su protección. Dispone de unos ahorros de 5.000 coronas y calcula que le permitirán ir tirando como mínimo durante dos años. Pasado este tiempo ya debería valerse de los ingresos provenientes de su producción literaria. Franz, por fin, parece ir en serio. Impresionante. Una mente tan brillante como diletante, confusa, contradictoria y pasiva, se pone en marcha y se otorga una oportunidad de cortar amarras y aventurarse a tantear la suerte por los caminos estrechos de la literatura profesional. Menos de quince días después, el 2 de agosto, Kafka anota en su diario la famosa entrada: «Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, Escuela de Natación». Por la mañana estalla la gran Guerra, por la tarde todos sus planes se han ido al garete.
El estallido de la guerra disuelve los planes emancipatorios de Kafka, y cuatro años de guerra dificultan las relaciones con su editor, Kurt Wolff, que a diferencia de Kafka no fue declarado inútil para sostener un fusil y que dejó a cargo de la editorial a un hombre que… en fin. La historia editorial de Kafka, desde entonces, fue como mínimo accidentada y confusa.
Ejercicio de catarsis
Por algún motivo, desde el viernes 13 de marzo del 2020 pienso a menudo en el 2 de agosto de 1914. Kafka, acodo en sus historias y por muy inverosímil que nos parezca, no previó nada, no olfateó el conflicto, no escuchó ruido de sables. Nada. Como nosotros, cuando el coronavirus nos ha llegado no tanto como una pandemia sino como un tsunami bestial que en cuestión de días se lo ha llevado todo por delante. La crisis del 2011 fue una lenta agonía. La de ahora ha empezado como un puñetazo inesperado en la cara. Y después otro, y otro. De golpe, el PIB español disminuirá un 9%, y el PIB mundial, un 4. Poca broma.
El paso necesario para poder hablar a fondo de la renovación del sector es explicar por qué conviene tener una industria potente y diversificada, si es que queremos tener autores y autoras que puedan vivir de su escritura y editoriales poderosas que puedan competir entre ellas y así, de rebote, mejorar la economía de los autores que se disputan, como empezaba a pasar antes del corona.
No soy gurú ni ningún predicador, ni querría parecer un farsante o dármelas de concejal. Empecemos confesando que me han pedido que responda a una pregunta que a día de hoy no sé responder: ¿cómo saldrá adelante el sector editorial en catalán de este desastre? Si que puedo hablar de estas últimas semanas durante las que hemos visto movimientos y propuestas desesperadas con el fin de salvar el Sant Jordi, o posponerlo o reinventarlo o lo que sea. Si no fuera porque todo eso es trágico, podríamos decir que casi ha sido ridículo. Propuestas bienintencionadas, contradictorias, algunas incluso contraproducentes (que incluso parecen pensadas por alguna mente perversa de Amazon), campañas inteligentes en la medida que benefician a su promotor tanto como benefician al resto del sector, campañas pensadas simplemente en beneficio de quien la promueve: hemos visto de todo. La confusión, desesperación y profusión de campañas y propuestas es un buen indicador de la gravedad del problema que tenemos enfrente. No hay consenso y nadie sabe qué hacer. Y si alguien parece que sí que lo sabe, es un charlatán y un aprovechado.
En todo caso, ahora parece que será necesario hacer un ejercicio de catarsis y aprovechar para replantear el sector completo, empezando por el Sant Jordi mismo. Confieso que tengo sentimientos contrapuestos, porque no sé hasta qué punto los agentes del sector quieren enfrentarse a ciertas verdades y paradojas que la propia idiosincrasia de la industria cultural ahoga. Principalmente porque la industria cultural quiere ser industria sin parecerlo. Sant Jordi es un invento exitoso para crear la necesidad de comprar al menos un libro al año a un porcentaje elevado de la población que no siente la necesidad de comprar ni uno más. Es muy feo decirlo así, pero no es un día para festejar «la cultura», sino «la industria». Es la mona de Pascua, los turrones de Nadal, los petardos de Sant Joan. Compras obligatoriamente y con alegría. El sueño húmedo de cualquier departamento de marketing. Entiendo que esta verdad (revelada desde el primer día, Sant Jordi no ha engañado nunca a nadie) ofende a los propensos a hacerse los ofendidos y decepciona a quienes quieren a la decepción, pero que participan de ella igualmente porque el dinero ese día no apesta. Eso causa problemas morales y hunde discursos de amor a los libros y odio eterno a la industria, ya lo entiendo.
A los lectores que leen sin poner el ojo en el calendario les da igual, Sant Jordi. De hecho, puede llegar a ser un día muy fastidioso. ¿Sant Jordi podría durar quince días como la Feria del Libro de Madrid? Que se estudie, yo qué sé. Pero Sant Jordi es la punta del iceberg. La catarsis, la limpieza, tiene que ser a fondo, dicen. Pero para hacer limpieza, hay que saber hacerla. Desmontar un coche sin saberlo volver a montar después es arriesgado. Me parece que cada eslabón de la cadena de la industria del libro posee una gran conciencia de sí misma, pero lo ignora todo de los equilibrios de los otros, provocando que no haya idea ni sentimiento de pertenecer a una industria, y que esta jamás pueda ser tratada como un todo y así obtener la fotografía completa.
Renovación del sector
Cuando desde la torre de marfil eslabones exquisitos de la cadena claman por reducir drásticamente el número de títulos —que no suelen ser nunca los suyos—, ¿hablan a favor de sus pequeños negocios,o a favor de las decenas, centenares o miles de lugares de trabajo que se perderían? ¿O quizá piensan que reduciendo la oferta aumenta la demanda? Y vaya por anticipado que estoy a favor de racionalizar, e incluso he visto con mis ojos que es posible hacerlo. ¿Todos estos discursos románticos, fáciles, místicos e infantiles sobre el mundo de los libros y de las librerías, van a favor de averiguar la verdad del sector, o actúan como un muy sofisticado discurso de marketing para diferenciarse del vecino y adquirir una especie de capital intangible para convertirse en el más respetado o temido prescriptor del cementerio?
El paso necesario para hablar a fondo de la renovación del sector es explicar con toda la paciencia, claridad y espíritu divulgativo cómo funciona todo: el precio del libro, la distribución, los libros pagados en firme, los que quedan en depósito, las devoluciones, las liquidaciones a los autores, todos los intereses comunes y divergentes de los agentes del sector. Explicar por qué conviene tener una industria potente y diversificada, si es que queremos tener autores y autoras que puedan vivir de su escritura y editoriales poderosas que puedan competir entre sí y así, de rebote, mejorar la economía de los autores que se disputan, como empezaba a pasar antes del corona. (Si me hubieran invitado a tratar este mismo tema hace un mes, habría cargado contra esta hiperinflación de adelantos tan propia de la opulencia artificial de los años 1990). En resumen, basta ya de creerse la propia propaganda. Si queremos resucitar el sector, aprendamos todos cómo funciona TODO el sector, desde todos los puntos de vista, comprendiendo los intereses contradictorios, abrazando la complejidad. Sólo así cerraremos el paso a charlatanes y aprovechados y podremos empezar a poner los cimientos de la reconstrucción.