Paradojas de un concepto
Soberanía: lo que todo el mundo reclama y nadie quiere ceder. Es un concepto vertebrador del mundo político moderno que emergió tras las guerras de religión de los siglos XVI y XVII. Todavía hoy uno de los conceptos centrales del debate político.
Soberanía proviene del latín superanus, y significa la autoridad que está por encima de todo y de todos. En el mundo medieval el Creador (Dios) ostentaba la soberanía y las autoridades mundanas lo eran por gracia divina. La Epístola a los Romanos marcaba la pauta: “que todo el mundo se someta a las autoridades que ejercen el poder, porque toda autoridad viene de Dios, y las que tenemos de hecho han sido establecidas por Él”. Y Pablo añadía: “quien se enfrenta a la autoridad se rebela contra el orden querido por Dios y los rebeldes se buscan su propio castigo”.
Aquella Europa medieval estaba compuesta por varios regna: islas de autoridad política identificadas con una zona concreta y sus habitantes nativos (natio deriva de nasci, “nacer”). Asimismo el Regnum Anglicum o el Regnum Gallicum, por mencionar dos, formaban parte de una comunidad más amplia: la Res publica Christiana comandada por el Papa. Los reyes de cada reino eran, por tanto, autoridades intermedias que recibían la bendición del verdadero soberano, Dios, por medio del Papa.
Con el paso de los siglos, sin embargo, el poder civil creció y las tensiones entre la autoridad civil y la papal se hicieron insostenibles. El caso de Enrique VIII, rey de Inglaterra, es paradigmático. Excomulgado en 1533 para casarse en segundas nupcias con Ana Bolena, el rey decidió romper definitivamente con la autoridad de Roma. El monarca se convirtió en jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra, convertida en una Iglesia nacional independiente.
Absoluta y perpetua
Unos años más tarde, en Los seis libros de la República (1576), Jean Bodin sistematizaba el concepto de soberanía. La definía como absoluta y perpetua porque a su juicio no la limita ninguna fuerza. El poder político de un estado, entendido como una marca geográfica, pasaba así a ser soberano, sin más restric-ciones que la ley natural, o divina, como todavía reconocía Bodin.
Desde entonces la titularidad de la soberanía se ha convertido en el bien más preciado de la lucha de los Estados-nación europeos. Ha pasado de los monarcas a los dirigentes políticos y de éstos a las naciones y a los pueblos. Y en todos los casos se ha producido lo que el jurista Carl Schmitt –uno de los principales ideólogos del Movimiento Revolucionario Conservador alemán de los años veinte– apuntaba en su Teología política (1922): Dios es reemplazado por un naturalismo inmanentista positivista que hace del poder político algo de carácter superlativo y trascendente.
Con el paso de los siglos, el poder civil creció y las tensiones entre la autoridad civil y la papal se hicieron insostenibles
En el debate político actual a menudo se hace mención de la soberanía en este sentido, como si el hecho de obtenerla o de atesorarla garantizara el acceso a un horizonte de acción completamente nuevo. ¿Cuántas veces no hemos escuchado que hay que recuperar soberanía ante la Unión Europea, por ejemplo, o, por el contrario, que el fortalecimiento del proyecto europeo pasa precisamente por la cesión de soberanía?
De consideraciones de este tipo se desprende que la soberanía siempre es condicional: nunca se alcanza o se tiene del todo porque, si se ha de proteger o se puede transaccionar, es que no es inmutable ni impermeable. En consecuencia, la dimensión relacional de lo que somos como humanos hace que la de reconocimiento sea la categoría principal en política. Aunque sostuvo que la soberanía pertenece a un pueblo o una nación –conceptos que son convenciones, y por tanto revisables– la efectividad de esta pretendida soberanía depende del reconocimiento de la comunidad ciudadana: la propia y sobre todo la ajena.
Semántica teológica
Cuando se dice que un colectivo es soberano, lo que se significa es que se trata de una entidad con un poder de autodeterminación pleno. Pero en un mundo globalizado y secularizado como lo es el nuestro, esta concepción ha quedado obsoleta. La semántica teológica a la que remite ya no vertebra la razón política y, por tanto, deja paso a otros conceptos que puedan significar “capacidad de gestión política”: gestión “interna”, de la propia comunidad ciudadana, y gestión “externa”, es decir, en relación con el entorno. Una capacidad, por tanto, dinámica y relativa.
Ya queda lejos la ilusión de estar ante un comodín que todo lo puede o que todo lo legitima. Lo que queda más bien al descubierto es la voluntad o la aspiración comunitaria de un reconocimiento mayor de la propia capacidad de gestión, una voluntad o aspiración que anhela ser respetada.
La deuda griega
El caso de la crisis de la deuda griega es un ejemplo de cómo es pluridimensional la casuística política. Ostentar el gobierno de un Estado y disponer de un apoyo ciudadano sustancial no garantizó la ejecución de ninguna soberanía en el sentido apuntado del término. Pero es que la llamada troika –la tríada formada por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional– tampoco goza de autonomía de acción plena. Depende también de otras instituciones y remit a otros condicionantes. Ningún ente político, ninguna institución, ningún colectivo, por muy poderoso que el contexto lo haga ser, dispone incondicionalmente de una autonomía plena de gestión.
¿Qué hacer, pues, con la idea de soberanía en el siglo XXI? Tal vez concebirla como una noción negativa (no-limitación, no-subyugación, no-restricción) que, más que un ideal posible, refleja lo que nunca se alcanzará plenamente. Nadie, en sentido estricto, será soberano porque nadie es omnipotente.
Esto no quiere decir que problemáticas como las de Catalunya no tengan sus razones y no se tenga que querer y poder ejercer la capacidad de decisión sociopolítica que se nos presupone como ciudadanos. Pero la realidad relativa, plural e intersubjetiva de la política y las relaciones sociales hacen que todo lo relacionado con ellas tenga que dirimirse en el terreno dialógico y contractualista, es decir, en el ámbito de la democracia y el Estado de derecho. Siempre puede discutirse cuál es el demos activo y pasivo de esta gestión y porqué hay que delimitarlo de una manera y no de otra. Pero, cualquiera que sea el consenso que se acuerde, no debería apelar a la soberanía. La esfera pública ha de remitir a categorías no teológicas, sino antropológicas.
La llamada troika –Comisión Europea, Banco Central Europeo y Fondo Monetario Internacional– tampoco goza de autonomía de acción plena