¿Capital del Mediterráneo?
Barcelona se ve a sí misma como una ciudad mediterránea. Pero va más allá y también reclama la capitalidad. Capital de un espacio de fronteras difusas, que no es sólo el de las ciudades y territorios costeros, sino que, como dijo el historiador francés Fernand Braudel, empieza en el norte cuando se avistan los primeros olivos y termina en el sur cuando desaparecen los palmerales. Un Mediterráneo que asociamos a imágenes evocadoras de convivencia, vitalidad y creatividad, pero también de conflictos y refugiados.
Antes de debatir si Barcelona está o no en disposición de ejercer dicha capitalidad informal, tendríamos que preguntarnos por qué aspira a ella. Y no hay una respuesta única sino que se debe a la suma de, como mínimo, cuatro factores.
El primero: el peso de la historia. Concretamente el hecho de que el momento de esplendor de la ciudad esté vinculado a la expansión mediterránea de la Corona de Aragón, a los consulados de mar como embrión diplomático y al establecimiento de un tejido comercial que conectaba Barcelona con todos los grandes puertos mediterráneos y, a través de ellos, con el resto del mundo. El segundo factor es que Barcelona es una ciudad de unas dimensiones considerables –en riqueza y población–, pero no capital de Estado. Es natural, por tanto, que las élites económicas, políticas y culturales hayan buscado marcos geográficos alternativos y más amplios que el perímetro de Catalunya, por ejemplo el Mediterráneo, sobre los que reclamarse capital.
Si el Mediterráneo recupera su espíritu de lugar de paso, no sólo entre las dos orillas sino entre Europa y el continente africano y entre estos y China, si del conflicto se pasa a la reconstrucción y a la reconciliación, si se concibe como un laboratorio para resolver grandes retos globales, entonces las perspectivas para Barcelona son mucho más prometedoras.
El tercer factor es mucho más reciente y tiene que ver con la transformación urbanística de la propia ciudad. A principios de los 90, con los Juegos Olímpicos, una ciudad que había vivido de espaldas al mar recuperó su frente marítimo y el Mediterráneo se hizo mucho más presente en la cotidianidad y el imaginario de la ciudad. Y el cuarto arranca también en los años noventa aunque es menos conocido por el gran público. En noviembre de 1995 se celebró un gran encuentro internacional en Barcelona, se reunieron los ministros de los países europeos y los de las riberas sur y este del Mediterráneo. Empezó lo que se conoce como el Proceso de Barcelona. La gran novedad era que palestinos e israelíes se sentaban en torno a una misma mesa y que el resto de países se arremangaban para explorar vías de diálogo y cooperación. Esta herencia, el recuerdo del espíritu de Barcelona y el hecho de que todas las administraciones remaran entonces en la misma dirección, ayudaron a que la ciudad fuera elegida en 2008 para acoger la sede de la Unión por el Mediterráneo, que desde entonces tiene su secretariado en el Palau de Pedralbes.
Esta es la historia y los reflejos políticos de la ciudad. Pero Barcelona no está sola. Hay otras muchas ciudades del Mediterráneo que podrían disputarle ese papel. Sin embargo, Barcelona parte en una posición de ventaja. ¿Por qué?
Posición ventajosa
Antes que nada porque algunas de las ciudades mayores han construido su posición internacional sobre otros marcos geográficos. Es el caso de todas las capitales de Estados que no necesitan jugar la liga de las capitales alternativas. O Estambul, que tiene un potencial enorme pero que se ve a sí misma como el centro de un espacio que desborda el Mediterráneo y aborda todos los territorios del antiguo Imperio Otomano. Tel Aviv tampoco puede aspirar a esa capitalidad si no se resuelve antes el conflicto árabe-israelí. Beirut, que a pesar de ser capital de Estado, ejerce una influencia que va más allá de su país, tiene todavía marcadas las heridas de la guerra y arrastra el lastre de las disfunciones políticas e institucional que hicieron bien visibles con las protestas del año pasado. Quedan Marsella, Tánger, Génova, Nápoles, Izmir, Alejandría, Tesalónica, València o Málaga. Alguna de estas ciudades tiene una dimensión parecida o incluso superior a la de Barcelona pero ninguna la supera en volumen económico ni dispone de una conectividad equiparable a la de la capital catalana.
La constatación de que otras ciudades se reclaman mediterráneas puede llevar a Barcelona a competir o, incluso, a pensar que ostenta una posición de preeminencia natural sobre ellas. Precisamente porque Barcelona parte de una posición privilegiada, la estrategia ganadora pasa por sumar esfuerzos y construir una red mediterránea en la que, de forma natural, será uno de los nudos más potentes. Eso implica ajustar el marco mental y el lenguaje a dicha voluntad articuladora. Barcelona ya no sería la capital del Mediterráneo sino una capital mediterránea.
Por último, el significado o el valor de ser una capital mediterránea no dependerá sólo de las capacidades de la ciudad o del reconocimiento de su liderazgo que pueda hacer desde ciudades hermanas, sino de qué suceda en este espacio.
A lo largo de su historia el Mediterráneo en ocasiones ha sido sinónimo de comercio, intercambio, mezcla y cosmopolitismo, pero también de conflicto, éxodos y repliegues identitarios. Y estamos en un momento en que los dos escenarios son posibles, pero los riesgos de caer en el segundo se han acrecentado. De consolidarse esta tendencia, estaríamos ante noticias muy malas para Barcelona. En clave geopolítica, querría decir que la ciudad se situaría en una línea de frontera, una especie de ciudad arrinconada en los márgenes de un continente europeo fortificado y temeroso. Si en cambio, el Mediterráneo recupera su espíritu de lugar de paso, no sólo entre las dos orillas sino entre Europa y el continente africano y entre estos y China, si del conflicto se pasa a la reconstrucción y la reconciliación, si se ve el Mediterráneo como un laboratorio para resolver grandes retos globales como el cambio climático o la desigualdad, entonces las perspectivas para Barcelona son mucho más prometedoras. Barcelona ya no se situaría en los márgenes sino en el centro de un espacio de prosperidad e innovación.
Ejercer la capitalidad
Llegados a este punto, es evidente que Barcelona no tiene las herramientas para cambiar las dinámicas geopolíticas, económicas y sociales del Mediterráneo. Pero tampoco puede ignorarlas y hacer como si no fuera con ella. Por tanto, una vez ha reclamado el papel de capital mediterránea, toca ejercerlo. Y eso significa generar ideas innovadoras, construir o reforzar plataformas desde donde surjan acciones transformadoras y construir alianzas entre distintos niveles de gobierno, con otras ciudades mediterráneas y con el tejido social, cultural y empresarial para remar en una misma dirección. Reclamarse mediterránea implica también poner en valor la hibridación cultural y prestar atención a la creación artística o a los movimientos sociales que surgen en los países del sur. Y no, no se hace lo suficiente.
Esto que es válido para cualquier momento, aún lo es más en este 2020. Si la emergencia sanitaria global lo permite, a finales de noviembre se conmemorará el 25 aniversario de la primera conferencia euromediterránea, del lanzamiento del Proceso de Barcelona. De hecho, la pandemia del COVID-19 es un poderoso recordatorio de que vivimos en un mundo interdependiente y en lo que muchos fenómenos no se detienen en las fronteras ni en el mar. También nos recuerda como lo necesaria de la solidaridad en tiempos de miedo y repliegue. En estos momentos extremadamente críticos, tanto en el norte como en el sur de un mar compartido, lo que se espera de una capital mediterránea como Barcelona es que no solo conmemore sino que también apueste por transformar. Sola no podrá hacerlo, pero sin ella será mucho más difícil.