Cataluña, capital Lagos
La polis griega nos enseña una contradicción esencial entre la racionalidad (logos) y el mito (mythos). Si bien la razón se opone a la ficción de los mitos, los mitos también son necesarios para cohesionar cualquier espacio político. Tal como analiza Derrida en La Dissémination, para Platón el mito es una medicina o pharmakon que infecta al tiempo cura la república ya que sirve para contener el peligro constante de guerra civil o stasis. Es decir, toda comunidad política necesita mitos fundacionales que la pacifiquen, pero las diferentes apropiaciones de estos mitos generan luchas de poder, de manera que lo que hace posible la paz también engendra el riesgo de guerra interna.
En la modernidad, la relación entre mythos y logos se ha articulado a través del dualismo entre nación y estado. Todo estado constituido ha creado identidades nacionales que unifican un territorio y a la vez sirven para justificar cada una de las posiciones políticas opuestas. Todo el mundo, por decirlo así, tiene que hacer su lucha en nombre del pueblo y de la patria. Por ello, las mitologías nacionales deben hacer de imaginario aglutinador y al mismo tiempo deben ser suficientemente universalizables para que todos las puedan movilizar de maneras diversas.
La característica primordial de los mitos de la Cataluña moderna es que son suficientemente dúctiles para no tener que excluir otras identidades
El caso catalán, como nación que no acaba de convertirse en estado, es útil para ver los equilibrios que deben hacer las mitologías nacionales para llevar a cabo su función ideológica. Así, la característica primordial de los mitos de la Cataluña moderna es que son suficientemente dúctiles para no tener que excluir otras identidades y para que así la comunidad pueda habitar este espacio intermedio de nación sin estado o de nación dentro de otro estado.
Encontramos el primer punto ambiguo en la misma definición de la patria. La patria, el país o la tierra se refieren a un espacio simbólico definido, y a la vez, permiten que cada uno se las adapte al territorio que le plazca. En «La patria» de Aribau ya existe esta ambigüedad de una patria difusa que corresponde a Barcelona, pero que va desde el Montseny hasta «la mallorquina nave», o sea, la sierra de Tramuntana de Mallorca. O el caso de Pla es paradigmático, ya que «el país» se puede referir tanto al Empordà (la realidad vivida) como Cataluña (el proyecto) o España (todo lo negativo o el «embalse de mierda de unas proporciones generales fantásticas»).
El mito central de la lengua es un definidor también dúctil, porque permite combinar tanto la identidad con otras lenguas – el castellano – como incorporar nuevos hablantes a la comunidad. En este caso, sin embargo, la flexibilidad del mito genera mucha ansiedad porque el uso de otras lenguas implica el abandono de la lengua propia y, por eso, esta lengua, como sabemos, vive en un estado de alerta permanente. Otro mito positivo, pero con efectos también atormentadores, es el del trabajo. El famoso espíritu trabajador catalán y la economía que genera son un arma de doble filo. Por un lado, sirven para fortalecer la comunidad y darle un peso que no tendría si fuera pobre, pero, por otro, fuerzan a los catalanes a dedicarse a hacer dinero en lugar de conseguir poder político, por lo que Madrid pueda controlar el monopolio del estado y, además, beneficiarse de los impuestos sobre la productividad catalana.
Estos mitos pasaron a un segundo plano con la eclosión del independentismo en nuestro siglo. El proyecto de un estado propio ya no se presentaba como otro mito nacional, sino como una lucha sobre la soberanía, o sea, sobre el logos político
Encontramos una dialéctica similar en el mito de la sociedad civil y la ciudad. El fomento del sistema de relaciones comerciales, cívicas y familiares como símbolo de identidad refuerza la catalanidad y al mismo tiempo le niega el acceso a la esfera estatal. El novecentismo y el proyecto de la Cataluña-ciudad representan uno de los máximos esfuerzos para acoplar una sociedad civil catalana sin estado en un estado español sin sociedad civil. Finalmente, están los mitos que habían estado más vivos pero que actualmente se han debilitado mucho, como el del carácter catalán (las cuatro formas de vida de las que hablaba Ferrater Mora: la continuidad, la cordura, la medida y la ironía) o el mito de la raza o la sangre, que, a pesar de haber sido siempre más residual, se ha empleado dentro del inconsciente colectivo como mecanismo de autodefensa contra el españolismo étnico.
Estos mitos pasaron a un segundo plano con la eclosión del independentismo en nuestro siglo. El proyecto de un estado propio ya no se presentaba como otro mito nacional, sino como una lucha sobre la soberanía, o sea, sobre el logos político. La lucha política desplazó los temas identitarios e incluso la lengua dejó ser determinante. O, en términos griegos, pasamos del stasis al polemos – del conflicto civil sobre los mitos de la polis al conflicto sobre los límites territoriales de la misma polis.
La represión subsiguiente ha implicado, aparte de los encarcelamientos y la guerra judicial, el trabajo ideológico de convertir la posibilidad de un estado catalán precisamente en un mito. O sea, el trabajo de estado ha consistido en re-mitificar la independencia para mostrarla como la señal de identidad con la que una parte de los catalanes quieren excluir otra parte y engendrar la semilla de guerra civil. El efecto imprevisto es que esta transformación también la ha adoptado el llamado independentismo «procesista», que ha pasado de concebir la república como un acontecimiento concreto a proyectarla como un ideal o como un símbolo nacional.
La independencia no contiene la ductilidad de los mitos anteriores y, aunque sea suficientemente abierto como para justificar cualquier acción en nombre de «hacer república», mantiene demasiado viva la disputa sobre quién es el sujeto político en Cataluña
En este contexto, sin embargo, el mito de la independencia no se ha añadido simplemente a la constelación de mitos heredados de la tierra, la lengua, el trabajo, la sociedad civil o la cordura. La independencia no contiene la ductilidad de los mitos anteriores y, aunque sea suficientemente abierto como para justificar cualquier acción en nombre de «hacer república», mantiene demasiado viva la disputa sobre quién es el sujeto político en Cataluña. De hecho, todo indica que, en la situación irresuelta del conflicto, ninguno de los mitos del catalanismo u otros que puedan surgir podrán tener otra vez una función cohesionadora eficaz. La imposibilidad de pacificar el territorio no solo hace difícil el desarrollo de un imaginario hegemónico, sino que, además, convierte la misma mitología en un campo abierto de batalla, por lo que los mitos que deberían suturar actúan como munición atomizadora.
Una hipótesis posible es que esta situación de inestabilidad post-hegemónica expresa una lógica de la gobernanza del mundo global. El teórico Achille Mbembe, en un ensayo sobre la necropolítica, explica que, si uno busca las razones de la violencia en África contemporánea, no encontrará las narrativas modernas de las luchas nacionales, socialistas o postcoloniales, sino que topará con «escombros de conjuntos de conocimiento» que van desde venganzas étnicas hasta combates religiosos o anti-corrupción. Así, dado que la globalización ya no opera como vía moderna de progreso sino más bien como proceso de desmembración y africanización (¡el centro ya no es París, sino Lagos!), parece que los mitos nacionales han entrado también en una fase de fragmentación conflictiva. Esto no quiere decir que la política no sirva para nada. Al contrario: en el caso de todos aquellos a quienes se nos sigue interpelando la catalanidad, la situación nos obliga a politizarse de manera más militante que nunca.