Esta Cataluña, mitos para la nación
«Las naciones, para dotarse de sentido, necesitan algún tipo de pasado acordado», dice Jill Lepore en This America. The Case for the Nation (Norton, 2019). En este breve ensayo, la profesora de la Universidad de Harvard habla de aceptar, pero a la vez revisar, los mitos fundacionales y no abandonar el estudio de la historia nacional de los Estados Unidos. Ella ya lo había hecho con These Truths. A History of the United States (Norton, 2018). Un volumen para contrastar si el experimento americano ha cumplido las ideas de los padres fundadores de la nación americana y que Thomas Jefferson llamó «estas verdades» -las ideas de igualdad política, los derechos naturales y de soberanía popular-.
No es un tema menor. A Lepore es el trumpismo quien la lleva a escribir estos tratados. Las naciones y estados europeos afrontan una situación paralela. Y es que en ningún lugar está escrito que la erosión o manipulación de los componentes que sostienen una nación, sus vigas maestras, no puedan carcomer el estado que la delimita y que, de paso, este termine también desmigado, fallido. En Cataluña esta posibilidad es plausible. Desde hace una década el afán por conseguir un estado ha hecho olvidar la construcción de la nación, en el sentido de promover unos parámetros de cohesión de la sociedad. Fiándose todo al mañana se ha reinterpretado el pasado a conveniencia. Ponte al revés. ¿Es posible estabilizar un estado y afrontar los retos ingentes más inmediatos sin un mínimo común denominador entre sus habitantes?
¿Le quedan al catalanismo mitos inclusivos, transversales, con réditos tangibles para encontrar este mínimo común denominador? Es probable que pocos, pero algunos sí
El nacionalismo -patriotismo incluido- nace de la elección de unos elementos del pasado y de su reformulación en mitos para proyectar la nación y aquellos a quienes considera miembros hacia el futuro. Con este propósito en Cataluña se han usado un puñado de mitos, como detalló el profesor de la Universidad Rovira y Virgili, Magí Sunyer, en Los mitos nacionales catalanes (Eumo, 2006). ¿Pero sirven todavía hoy al catalanismo -incluyendo el independentismo- como podían hacerlo hace un siglo y pico? ¿Cómo resuenan en la ciudadanía los episodios medievales, els Segadors, en 1714, la industrialización del siglo XIX o la Solidaridad Catalana de 1906? De manera desigual y hasta contradictoria.
¿Le quedan al catalanismo mitos inclusivos, transversales, con réditos tangibles para encontrar este mínimo común denominador? Es probable que pocos, pero algunos sí. Por ejemplo, los edificados sobre las instituciones de autogobierno modernas, la Mancomunidad (1914-1925) y la Generalitat republicana (1931-1939). Dos administraciones que, en conjunto, en solo diecinueve años, demostraron la voluntad y la capacidad de los catalanes de autogobernarse. Mitos, a veces contrapuestos por derechas e izquierdas -en el inicio de la Transición, por ejemplo-, pero también con una continuidad entre ellos posible.
El mito presenta la Mancomunidad como el organismo del que se obtienen frutos ideales a través de la capacidad de trabajo y de la unión de figuras de diferentes tendencias políticas en el logro de un objetivo: el progreso de Cataluña. A pesar de que buena parte de sus actuaciones se concretaron en el mandato de Josep Puig i Cadafalch (agosto 1917 – diciembre 1923) es la etapa inicial (abril 1914 – 08 1917) de Enric Prat de la Riba la que encarna esta imagen.
La institución era solo una pseudoautonomía, sin parlamento, ni hacienda propia al margen de la unión de los presupuestos de las cuatro diputaciones. Prat tenía más intención política para cumplir sus objetivos y los de la Liga Regionalista, que lo que se le supone. Su Mancomunidad, en cambio, se proyecta aún hoy como la de un captador de talento que pone a trabajar las mejores piezas en cada área – Rafael Campalans, August i Carles Pi i Sunyer, Carles Riba, Lluís Nicolau d’Olwer, Ferran Soldevila, Pere Coromines, entre otros-, sin pensar de dónde vienen, sino en lo que pueden conseguir.
Por su parte, el mito presenta la Generalitat republicana como la herramienta del progreso de Cataluña en su variante más social. Presenta las ganancias y calla las sombras. Entre abril de 1931 y julio de 1936, por ejemplo, hubo tres años y medio de gobierno efectivo de las izquierdas y por el mismo periodo, con capacidad legislativa desde diciembre de 1932, solo dos años. Con el añadido de una imagen que se resiente del episodio de los hechos de octubre de 1934, que llevó a un año y medio de alteraciones en todos los órdenes.
La Generalitat era un autogobierno completo -con un Estatuto de autonomía, un parlamento y una hacienda-, aunque con muchos traspasos inconclusos. Y, sin embargo, su actuación, también durante la Guerra Civil, es inapelable. Si la Mancomunidad había puesto escuelas, bibliotecas, teléfonos e infraestructuras, la nueva administración les dio vida, multiplicándolas y poniéndolas al alcance de cada vez más ciudadanos. Si la primera había hecho eclosionar Pompeu Fabra, la segunda difundió su obra y le dio cotidianidad.
Hacer de constructor de mitos, como en su día Víctor Balaguer o Antoni de Bofarull, no es tarea sencilla por más dinero y publicidad que se vierta. El mito debe resonar en la cabeza, pero también en los corazones de la ciudadanía
La institución posibilitó reformas legislativas, expandir la educación y la cultura, renovar la pedagogía, dotar a la mujer de un creciente protagonismo, y lograr ganancias laborales, sociales y sanitarios para los segmentos de población más desfavorecidos. Es el mito de esta Generalitat lo que perduró durante cuarenta años de dictadura porque Cataluña quería tener una nueva oportunidad.
Hacer de constructor de mitos, como en su día Víctor Balaguer o Antoni de Bofarull, no es tarea sencilla por más dinero y publicidad que se vierta. El mito debe resonar en la cabeza, pero también en los corazones de la ciudadanía, que cada vez es más diversa. Los combinados de la Mancomunidad y la Generalitat republicana -que en esencia son dedicados a la mejora de la vida de la gente- resultan útiles para afianzar el autogobierno, atraer recién llegados en su defensa y ampliarlos en la medida y momento que sea posible.
Es responsabilidad de los dirigentes políticos no equivocarse en la elección de los mitos a promover. Y es responsabilidad de los académicos «estudiar el pasado para abrir la prisión del presente»
Encontrar mitos transversales y mantenerlos es costoso, como han comprobado en los últimos meses en los Estados Unidos. Cuando se dispone de mitos, erosionarlos los puede tener consecuencias pésimas. Las sociedades para avanzar, mejorar y resolver con reformas sus carencias necesitan un pegamento invisible que mantenga unido su espesor. Necesitan este tipo de pasado acordado del que hablaba la historiadora de Harvard. Un pasado que Cataluña tiene en sus instituciones de autogobierno y que se ha de perfilar, desmentir y enmarcar porque, paradójicamente, los propósitos que plantean sus mitos -del buen gobierno, de la acción cultural, laboral y social-, sirviendo de ejemplo tengan más fuerza y puedan alcanzarse.
Es responsabilidad de los dirigentes políticos no equivocarse en la elección de los mitos a promover. Y es responsabilidad de los académicos «estudiar el pasado para abrir la prisión del presente», como escribe Lepore, porque «el pasado es una herencia, un regalo y una carga que no se puede soslayar». Pero, sobre todo, porque si los ciudadanos no obtienen de estos últimos una explicación rigurosa y satisfactoria, «la obtendrán los demagogos». Y este camino ya sabemos dónde nos lleva.