La desintermediación política
Hay algo de paradójico en la percepción que tenemos de los partidos políticos. Existe un sentimiento negativo contra su aparentemente excesivo músculo en las instituciones y su colonización del Estado. Al mismo tiempo la crisis de los partidos es una idea recurrente, que en algunos casos conduce a la tesis de su desaparición inminente. Hoy su apoyo, nunca espléndido, está bajo mínimos. En 2012 la Encuesta Social Europea reflejaba una caída sustancial de la confianza en los partidos en todas las democracias de la UE. Junto a Italia, España es el país con mayor desconfianza: el 42,1 % les otorgaba un cero de credibilidad. En septiembre de 2018, el CIS recogía que alrededor de uno de cada tres ciudadanos los veían como el principal problema. En el trasfondo de la radiografía, antes que colonización o desaparición, lo que se manifiesta es más bien un proceso de desintermediación de la política democrática que alcanza también a los partidos. Desintermediación: proceso de adelgazamiento y pérdida del monopolio del papel mediador entre el Estado y la sociedad ejercido por partidos, sindicatos, patronales, organizaciones de intereses, medios de comunicación tradicionales, entre otros, en beneficio de una relación más directa entre gobernantes y ciudadanos. Y con ello, se diluye el peso de algunos de los rasgos más visibles de los partidos: programa, congresos internos, agrupaciones territoriales, sedes físicas en pueblos y ciudades.
Organizaciones virtuales
En los últimos años se ha prestado atención a las consecuencias que esta desintermediación producía en la relación entre los partidos y la sociedad: proliferación de primarias y referendos internos, personalización de las campañas electorales, presencia de los representantes en las redes, etc. La campaña de Jair Bolsonaro o la organización cuasivirtual de partidos como Podemos o Movimiento 5 Stelle son claros exponentes de esa mutación, que muchos interpretan como un ocaso.
La desintermediación también produce consecuencias en la relación entre los partidos y las instituciones del Estado. En general, muchos observadores y agentes políticos siguen instalados en el esquema mental de lo que Manuel García Pelayo denominó el Estado de partidos. En él los partidos se erigen en los protagonistas absolutos de la vida pública y monopolizan el acceso y la conexión entre la ciudadanía, los parlamentos y, sobre todo, los Gobiernos.
Pero ese monopolio dejó hace tiempo de ser realidad. ¿Con qué implicaciones?
Reclutar ciudadanos
De entrada la principal función de los partidos tiene que ver con el reclutamiento de ciudadanos para alcanzar cargos públicos. La fuerza que antaño habían tenido, gracias a la solidez de sus anclajes sociales, les había permitido operar como canales de acceso al gobierno para los dirigentes más relevantes. Pero el declive de su legitimidad les está llevando a utilizar el poder de realizar nombramientos para promocionar también personas externas al partido que aporten una legitimidad carismática debido a su reputación en espacios distintos de la política: periodistas y comunicadores, activistas de causas sociales y humanitarias, artistas o deportistas.
Como señala Steve Richards en The Rise of the Outsiders, el declive de la política convencional ha abierto la puerta del poder a novatos sin apenas entrenamiento en los gimnasios de los partidos. A menudo, estos diputados, ministros y altos cargos sin pasado político resultan más atractivos que los denostados funcionarios de partido.
Jueces, tecnócratas o apelaciones plebiscitarias pueden convertirse en canales de decisión que permitan a los políticos evadir su responsabilidad
Pero también vamos descubriendo que su falta de experiencia política tiene que ser suplida con una formación acelerada en el ejercicio del cargo, de modo que la responsabilidad de gobierno pasa a convertirse en la etapa de educación política de estos nuevos representantes. Nos queda por ver hasta qué punto la traducción de las instituciones en espacios de formación de élites políticas in-progress va a permitir su renovación, o por el contrario favorecerá una mayor subordinación de las palancas del poder ante estos políticos sin pasado.
Redes clientelistas
Otro aspecto crucial tiene que ver el empleo del patronazgo, referido a la capacidad de los partidos de generar redes clientelistas mediante la distribución de favores, ayudas, adjudicaciones o nombramientos en entidades autónomas. Se trata de un aspecto que varía enormemente entre países, y que en muchos casos está conectado con prácticas irregulares (como han explicado Dahlström y Lapuente en Organizando el Leviatán).
Sin embargo, los cambios en los partidos plantean nuevos interrogantes en este aspecto. Si en el pasado los partidos podrían utilizar estos favores para el despliegue de su programa o el reforzamiento de su base, el uso del patronazgo por parte de líderes con partidos más débiles puede favorecer el empleo de estos recursos al servicio de lealtades personales y no de partido. De hecho, en Party and Democracy Piero Ignazi aporta evidencias de que estas prácticas ya no se limitan a los casos de partitocracia tradicional, como Austria, Italia o Bélgica.
El último aspecto se refiere al impulso de las políticas públicas. Es cierto que ya hace tiempo que sabemos que los partidos políticos tienen, en realidad, poca influencia sobre la agenda de los Gobiernos. Ya sea por las restricciones que imponen las relaciones internacionales o la globalización, o por la incapacidad de los propios pa tidos, debido a su falta de recursos materiales e intelectuales, el diseño y calendario de las políticas lo deciden ministros y altos cargos. La desintermediación puede acentuar el efecto perverso de esta dinámica: allí donde hay una elevada funcionarización de estos cargos, como sucede en España, son ellos quienes acaban decidiendo la orientación programática en la mayoría de políticas de los partidos. Más que colonización del Estado, una estatalización de los partidos.
Que decidan otros
Las implicaciones de estos cambios pueden ir más allá de lo que nos pensamos. En este sentido, el debilitamiento de los partidos provoca que los líderes gobernantes se sienten cada vez más inseguros y vulnerables para tomar decisiones difíciles que puedan poner en riesgo sus cargos públicos. Por ello, pueden preferir desviar la responsabilidad de tomar esas decisiones a otras instancias, alejadas del foco representativo de la política tradicional. De este modo, jueces, tecnócratas o las apelaciones plebiscitarias pueden convertirse en nuevos canales de decisión que permitan a los políticos evadir su responsabilidad. Como dijo una vez Juncker, “los políticos sabemos lo que hay que hacer; lo que no sabemos es cómo volver a ganar las elecciones si lo hacemos”. No se me ocurre una fórmula mejor para sintetizar el horizonte de la desintermediación.