La realidad española reclama posiciones maduras

Es Catedrático de Geografía Humana. Ha centrado su actividad académica en el campo de la Gobernanza territorial y Geografía Política. Es miembro de la Cátedra Alfons Cucó de Reflexión Política Europea y de la Escola Europea de Pensament Lluís Vives de la Universitat de València.

Una Commonwealth mediterránea, un Benelux para España… son términos que últimamente se han vuelto a sugerir como vía para superar y salir de nuestro atasco político y de bloqueo que corre el riesgo de hacerse crónico. Critican el modelo radial, el efecto capitalidad y el madrileñismo político y plantean un modelo en red e inspirado en la tradición federal basado en el equilibrio entre autogobierno y gobierno compartido. Si lo que quiere decirse con ello es que tiene que abrirse camino una idea distinta de las Españas del siglo XXI y que tendríamos que ser capaces de tejer acuerdos y nuevas alianzas en torno a una agenda centrada en la defensa de intereses comunes concretos y retos colectivos compartidos, en una forma distinta de entender y ejercer el poder territorial, desde el respeto mutuo de todos los actores concernidos, garantizando el principio de equidad, con vocación de ir mucho más allá del eje mediterráneo, estoy de acuerdo.

No creo que sea cuestión de nombres, sino de voluntad política para querer explorar nuevas vías para tejer esos acuerdos. Me temo que la vía por la que se ha de transitar es muy estrecha, está llena de obstáculos y en algunos casos ni siquiera está trazada todavía. Pero valdría la pena intentarlo. Los tiempos excepcionales que vivimos lo exigen con urgencia como nunca antes en décadas. Albert O. Hirschman, en su obra monumental Retóricas de la intransigencia, reclamaba ya en 1991 la necesidad de “una posición madura” como tercera vía.  Tres décadas después también estoy de acuerdo con aquella llamada a las bondades de la moderación. Del potencial de las zonas templadas frente a los polos. De hecho, creo que ser moderado es la única forma de ser radical. La única forma de conseguir avances y mejoras irreversibles, de entender la democracia en sociedades complejas, fracturadas, replegadas y con identidades compartidas, de dar pleno sentido a la gobernanza y de entender la gobernabilidad en nuestras democracias.

Necesitamos “posiciones maduras” en mitad de tanta polarización. Reconstruir puentes, aunque sean frágiles pasarelas, será mejor que mantener trincheras y empalizadas

Eso obliga a atreverse a salir de las respectivas zonas de confort cultural y político, pensar en nuestra realidad económica y social, abandonar la estéril estrategia política de la polarización, comprender la diversidad profunda de nuestras sociedades, recuperar el principio de lealtad y reconocer la distribución real de poder en sociedades crecientemente heterárquicas, en palabras de Innerarity. Son, a mi juicio, condiciones necesarias. Dependerá, básicamente, de la voluntad, de la visión estratégica y de la capacidad de liderazgo de los actuales actores políticos. Porque será la praxis política, el acuerdo y el pacto permanente, lo que hará posible abrir un nuevo tiempo en esta España que está dejando de ser el mejor ejemplo de lo que el proyecto europeo significa, para convertirse en uno de sus mayores problemas. Sé que ese no es nuestro cometido, pero desde ámbitos académicos y desde la propia sociedad civil organizada también se puede acompañar a los actores políticos y contribuir a la discusión. Nos va mucho en ello.

Necesitamos “posiciones maduras” en mitad de tanta polarización. Reconstruir puentes, aunque sean frágiles pasarelas, será mejor que mantener trincheras y empalizadas. La guerra de posiciones de la Primera Guerra Mundial, fue devastadora y la vida en las trincheras, el desgaste físico y emocional, fue terrible para todos. Nosotros, valga la metáfora, corremos el riesgo de mantener una guerra de desgaste y seguir en las trincheras otros cuatro años más. Será un tiempo perdido -ya sería una década perdida- que no recuperaremos. Ni España en su conjunto ni cada una de las nacionalidades y regiones por separado. Porque en este mundo globalizado, en este siglo del Pacífico, nadie nos va a esperar. Y muchas de nuestras regiones económicas pierden posiciones a la vez que ven reducido su margen de maniobra. Posiciones maduras para ocuparse de millones de personas, atrapadas en una especie de mundo “comprimido en el presente”, sin utopías, sin “horizonte de espera” en palabras de Enzo Traverso. Y en esta temporalidad el futuro genera miedos. La precariedad, la inseguridad, la incertidumbre, la ausencia de horizonte, la sensación de humillación, puede erosionar, aún más, la comunidad política, consolidar bloques en torno a la identidad, aumentar la desafección política o impulsarles a abrazar opciones que no traerían nada bueno para nuestras sociedades.

Mejor un entendimiento precario que un desencuentro estéril o un conflicto congelado. Y para ello es necesario partir del reconocimiento de nuestra realidad. Nuestra historia, nuestras historias, son las que son. No las que algunos hubieran querido que fuesen y nunca lo fueron ni la que algunos querrían que fuesen y nunca serán. Son las historias, me decía Pasqual Maragall en nuestras conversaciones allá por 1998, de pueblos que se sienten diferentes y que tal vez podrían caminar juntos. De ahí que me hiciera el encargo de impulsar una Historia de las Españas, que pude cumplir con mi colega Antoni Furió, pero que ya no llegó a tiempo de poder leer, con el objeto de proporcionar argumentos para disponer de una visión de las Españas más acorde con nuestra compleja y diversa realidad. La que intentan defender, sin éxito, algunas elites no responde a la realidad profunda de las Españas, ni de 1978 ni de 2021.

Decía Ernest Lluch en Las Españas vencidas del siglo XVIII que los pactos que dieron lugar a la Constitución de 1978 era lo más parecido a la realidad de las Españas desde los tiempos de monarquía compuesta. Bien mirado, la actual composición del parlamento español es lo más parecido a la realidad de las Españas actuales. Juan Linz, en 1973, reclamaba una claridad conceptual para entender una realidad evidente: que para la mayoría de los españoles España es un Estado-nación, pero que “para importantes minorías España es su Estado pero no su nación, y por lo tanto no es su Estado-nación. Puede que esas minorías que se identifican con una nación catalana o, especialmente vasca, sean pequeñas, pero demuestran el fracaso de España y sus elites a la hora de construir una nación, sea cual sea el grado de éxito en la construcción del Estado”.

Será mejor un entendimiento, aunque frágil, que el desencuentro y el bloqueo permanentes. Ha de ser desde el pacto político desde donde se podrán encontrar soluciones que nunca serán definitivas, porque nuestro sistema descansa en la negociación y el pacto permanente

Casi medio siglo después ya sabemos que las naciones existen y resisten. También en las democracias liberales. Que como dice el conocido proverbio, “los Estados tienen el reloj, pero las naciones tienen el tiempo”; que España es un Estado en el que coexisten distintas naciones y varias regiones con identidad más o menos fuerte; que puede hablarse de éxito apreciable en el proceso de construcción de un Estado compuesto, aún lejos de lo que entendemos por federal, en el que se ha avanzado mucho en el plano del autogobierno y muy poco en el plano del gobierno compartido; que todos sabemos dónde radica el mal llamado “problema territorial” que no puede reducirse a “un problema de convivencia”; que ese “problema” ni remite ni se ha diluido, como reconoce Álvarez Junco; que al inicio de la tercera década del siglo XXI, coincido con Núñez Seixas, se mantienen un delicado equilibrio entre  un nacionalismo español que no es hegemónico y unas naciones internas que tampoco lo son en sus respectivos territorios de referencia; que la tentación recentralizadora no es una opción, y finalmente, que las soluciones asimétricas para acomodar identidades nacionales no serían fácilmente aceptables por actores políticos que han conformado identidades regionales fuertes. Esta es nuestra ecuación histórica ahora.

Juan Linz reclamaba en 1973 un entendimiento, aunque fuese  precario. El mismo que yo reclamo para este tiempo nuevo. Porque será mejor un entendimiento, aunque frágil, que el desencuentro y el bloqueo permanentes. Ha de ser desde el pacto político desde donde se podrán encontrar soluciones que nunca serán definitivas, porque nuestro sistema descansa en la negociación y el pacto permanente. Un pacto político que requiere mucha sofisticación democrática, que sea capaz, de una parte, de reconocer la diversidad profunda y de encontrar vías de acomodo, y de otra, de acordar y proyectar desde las periferias, un tercer espacio, un nuevo relato más federal, una idea más afectiva de las Españas, en el que no todo ocurra ni pase por Madrid. Tampoco solo por Madrid y Catalunya o por Madrid y el País Vasco. Ni una ni otra idea de España nos interesa a muchos. Y dudo que fuera posible. De modo que Commonwealth, Benelux… cualquier denominación puede servir si existe voluntad y posibles opciones pactadas. No es cuestión de nombres.

Todos sabemos de qué estamos hablando. Dejemos de hacernos trampas al solitario. Es el tiempo de las posiciones maduras.

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