Las promesas y los retos de la manipulación genética de humanos
Los humanos estamos sujetos a las normas de la evolución, como todos los seres vivos, pero lo que nos diferencia es que hemos encontrado el modo de no tener que seguir los dictados de la biología. Hemos aprendido a vencer las enfermedades, para alargar así la esperanza de vida hasta conseguir que la vejez sea algo habitual, y no una excepción. Tampoco tenemos que temer a los depredadores que tendrían que mantener nuestra población en equilibrio, porque hemos encontrado la manera de crear un ecosistema protegido al que no pueden acceder. Tenemos armas incluso para parar a nuestros peores enemigos, los microorganismos patógenos, que han sido la principal causa de mortalidad del ser humano desde el principio de los tiempos.
Últimamente, hemos dado un paso más allá. Los conocimientos actuales nos permiten, al menos sobre el papel, perfeccionar la humanidad, individuo a individuo, sin tener que esperar los millones de años que la evolución tarda en hacer su trabajo. Ya no se trata sólo de sobrevivir o de ir frenando las enfermedades que nos atacan: ahora podríamos mejorarnos utilizando los avances científicos, introducir cambios físicos e intelectuales que nos den poderes que la naturaleza no ha previsto. Hemos pasado de ser meros espectadores de los procesos biológicos a poder intervenir en ellos.
Eso es posible gracias al dominio de las técnicas de manipulación de ADN. La edición del material genético es esencial desde hace tiempo en muchas líneas de investigación. Ha posibilitado, por ejemplo, el desarrollo de organismos transgénicos. Aunque hace décadas que somos capaces de modificar los genes de una gran variedad de seres vivos, desde plantas a mamíferos, las particularidades biológicas de los humanos hacían imposible pensar en aplicarnos las tecnologías a nosotros mismos. Eso cambió en el 2012 cuando se presentó una nueva herramienta de edición genética llamada CRISPR/Cas9. El impacto que tuvo en el mundo de la investigación fue inmediato, porque simplificaba los procedimientos habituales de muchos laboratorios. Desde entonces, las aplicaciones han ido aumentando, hasta el punto de que hoy el término CRISPR se puede leer con regularidad en la prensa, sobre todo por su potencial médico.
Barcelona puede jugar un papel central en la coordinación de todas estas sensibilidades en nuestro territorio. Tendríamos que aprovechar su posición actual como hub científico, tecnológico y cultural del sur de Europa, ganada a pulso después tras muchos años de trabajar intensamente, para organizar uno de los focos de discusión sobre el futuro de la humanidad.
Efectivamente, el abanico de posibilidades que se abre es inmenso. En animales y plantas permite crear transgénicos de manera más rápida y barata, que tendrán un gran valor para la investigación y quizá acabarán encontrando su lugar en la cadena trófica. En los seres humanos, las aplicaciones terapéuticas son las más obvias. Las primeras pruebas clínicas se llevaron a cabo ya en el 2016, en concreto para tratar el cáncer de pulmón.
Los límites bioéticos de la edición genética
La aplicación más polémica del CRISPR/Cas9 es, sin duda, la de mejorar las características de los humanos. La manipulación genética aplicada a adultos podría eliminar enfermedades o hacernos resistentes a ellas. Ahora bien, lo que es realmente radical es hacerlo en embriones, porque nos permitiría elegir ciertas cualidades de las personas antes de que nacieran. Por un lado, podría evitar problemas de salud que vienen determinados por la herencia, pero a la vez abriría la puerta a modificar características básicas del ser humano por motivos alejados del ámbito estrictamente clínico.
Por este motivo, la aparición del CRISPR/Cas9 activó de inmediato un intenso debate en la comunidad científica. En marzo de 2015 fueron los propios descubridores de la técnica quien propusieron una moratoria a todos los experimentos. La idea era reflexionar sobre su alcance e implicaciones sociales. Las discusiones duraron unos meses, pero no tardaron mucho en romper la tregua: en abril de ese año se publicaba el primer trabajo en el que CRISPR/Cas9 se usaba para modificar un embrión humano. En aquel caso, el embrión no era viable y no hubiera sobrevivido si se hubiera implantado en un útero. Eso fue sólo el prólogo de los famosos experimentos del doctor He Jiankui, que en noviembre del 2018 anunció el nacimiento de los primeros individuos modificados genéticamente, dos gemelas a las que se les había suprimido el gen CCR5 para, teóricamente, hacerlas resistentes a una posible infección por el VIH.
La respuesta de rechazo a estos experimentos fue unánime, porque implicaba la aplicación de una técnica todavía experimental, sin suficientes garantías de seguridad, para abordar un problema que puede resolverse de maneras más sencillas. Además, los efectos secundarios de la manipulación genética de aquellas niñas no estaban claros. El doctor He había roto los principios éticos más básicos de la investigación médica y el alboroto ocasionado por la noticia provocó un endurecimiento de las leyes en muchos países. Será difícil ver experimentos similares en un futuro próximo, y eso se debe considerar un hecho positivo: hace falta una comprensión más profunda de la técnica para poder aplicarla en humanos. Es más, tenemos que discutir antes si este es realmente el resultado que deseamos.
El CRISPR/Cas9 tiene la capacidad de redefinir a los humanos del futuro. Es necesario que empecemos a pensar, desde hoy, qué tipo de sociedad tendremos si abrimos la puerta al perfeccionamiento de la humanidad gracias a la edición genética. Nos podríamos hacer resistentes al cáncer, vivir ciento cincuenta años, eliminar enfermedades como el Alzheimer… pero también diseñar un futuro donde todos fuéramos altos, rubios y con los ojos azules. Uno de los riesgos, pues, es acabar homogeneizándonos si sacrificamos la riqueza que representa la variedad humana en nombre de cualquier moda aleatoria. Dejar la posibilidad de tomar este tipo de decisiones en manos de la población general puede tener consecuencias inesperadas que no siempre se pueden anticipar. Además, permitir la modificación de embriones lleva a plantearse hasta qué punto los padres tienen el derecho moral a decidir rasgos tan esenciales en nombre de sus hijos.
Otro problema ético es que, como en todos los avances médicos, si el perfeccionamiento genético fuera factible y legal, al principio su disponibilidad estaría limitada. Sólo quienes se lo pudieran permitir −individuos o, a la larga, sistemas sanitarios públicos− se beneficiarían de ello, lo que incrementaría las diferencias entre países ricos y pobres. Eso podría llegar a crear dos poblaciones diferenciadas: una sin enfermedades y quizá con más de cien años de vida por delante, y la otra todavía luchando contra las infecciones que hacen que la esperanza de vida media no supere los 40 años.
Barcelona, capital de la diplomacia científica
Este avance puede cambiar la manera como organizamos las sociedades, y se tendría que desarrollar de manera planificada, porque la posibilidad de ampliar las desigualdades y originar crisis socioeconómicas irrecuperables es alta. No tenemos que pensar necesariamente que sería imposible superar una transición tan radical, ya que la historia nos enseña que los humanos tenemos una gran capacidad de adaptación. Pero sí que tendría que asegurarse de que contamos con las máximas garantías para evitar entrar en el terreno de las distopías.
¿Cómo nos podemos enfrentar a este reto? La única manera de no caer en las múltiples trampas que tenemos enfrente es anticiparnos. Eso sólo se conseguirá creando mesas de discusión, paneles de expertos internacionales con representación de todas las líneas de pensamiento, éticas y entornos culturales. Hace falta empezar a fomentar este debate primero en cada país, poder después construir conclusiones a nivel mundial y diseñar un plan de acción al que se puedan adherir todos los gobiernos. Esta es una tarea monumental, quizá única en nuestra historia, porque requerirá la participación de expertos de muchos ámbitos diferentes. Es una discusión que tiene que estar liderada por científicos, como representantes del conocimiento técnico, pero debe incluir también a políticos, sociólogos, filósofos, humanistas en general y a todos aquellos profesionales que pueden contribuir con ideas significativas.
En este sentido, la diplomacia científica será un instrumento clave, porque permitirá superar esta barrera que existe entre el laboratorio y el “mundo real” e implicar a toda la población al decidir hacia dónde donde debe avanzar el ser humano. La ciencia tiene que conseguir infiltrar todos los ámbitos del tejido social para proporcionar las herramientas necesarias para tomar este tipo de decisiones, y eso sólo se conseguirá fomentando una influencia política que hoy es todavía débil.
En este contexto, Barcelona puede jugar un papel central en la coordinación de todas estas sensibilidades en nuestro territorio. Tendríamos que aprovechar su posición actual como hub científico, tecnológico y cultural del sur de Europa, ganada a pulso tra muchos años de trabajar intensamente, para organizar uno de los focos de discusión sobre el futuro de la humanidad.
Tenemos la oportunidad única de integrar ciencia y humanismo para guiar lo que puede ser una transformación radical. Una transformación que, bien gestionada, puede hacer que la segunda mitad del siglo XXI se acerque a las mejores utopías de la ciencia ficción. Pero también corremos un peligro nada despreciable si esta transición casi inevitable no se produce de manera razonada y bien regulada. Por ello hay que empezar a definir las bases de este futuro ahora que todavía estamos a tiempo, y aprovechar el empuje de la diplomacia científica catalana para asumir el liderazgo. Si no lo hacemos, podemos acabar convertidos en simples espectadores de una revolución que puede cambiarlo todo para siempre.