No somos de otro planeta
Una mañana de la primavera de 1871 una joven de diecisiete años iba a hacer historia. Vivía con sus padres, un veterinario y una maestra de escuela, con sus tres hermanos y una hermana pequeña en la calle Sant Pau, en el barrio del Raval de Barcelona. Helena Maseras había nacido en Vila-Seca y tras varias mudanzas por pueblos de Tarragona, la familia acabó por instalarse en Barcelona. El caso es que, no se sabe a santo de qué, aquel día se dirigió al Instituto de Secundaria con la intención de matricularse. Quería sacarse el bachillerato para poder ir a la universidad. Josep Llausàs, el director, no sabía qué decirle. Podría haberla tachado de loca, despedirla sin más, nadie hubiera dado un duro por aquello, pero se la tomó en serio y una vez se fue, se puso a escribir al rector de la universidad para preguntarle. Antonio Bergnes de las Casas se quedó como el otro, así que escribió al Ministro y de ahí la cosa llegó hasta el entonces rey de España, Amadeo I de Saboya, que acabó por dar su visto bueno al asunto. Helena se matriculó en la Universitat de Barcelona, en la facultad de medicina, aunque con una condición: no debía asistir a clase. En medicina forzosamente hay que aprender anatomía, es decir, mirar cuerpos desnudos. En aquel tiempo, algunas mujeres asistían a esas clases para sacarse el título de comadronas. Pero para eso había que ser casada o viuda, vamos, que tenían que haber visto antes y al amparo de la moral apostólica y romana un cuerpo desnudo. Dos años después, Dolors Aleu, una barcelonesa que vivía no muy lejos de Helena, en la calle del Carme, también hizo lo propio, aunque ella sí iba a asistir a clase. Un grupo de médicos encabezados por el Doctor Giné i Partagàs, que se habían propuesto importar las nuevas corrientes de investigación médica basadas en la experimentación y el microscopio, no despreciaron la oportunidad de un experimento que ellos sí sabían histórico. Si tanto se discutía sobre la capacidad intelectual de las mujeres, decidieron zanjar el asunto poniéndolas a las dos en el aula y a ver qué pasa. En 1877 se matriculó una tercera, Martina Castells, de Lleida.
El mérito de Helena, Dolors y Martina no se reduce a que estudiasen medicina (…) Su mérito fue abrir las puertas de la universidad, de la educación superior, del mundo académico, del ámbito profesional a las mujeres
No sé por qué existe la tendencia a hacer pequeñita cualquier pica en Flandes puesta por una mujer en la Historia. El mérito de Helena, Dolors y Martina no se reduce a que estudiasen medicina, porque al final, de las tres, solo Dolors se forjó una carrera profesional. Su mérito, y sobre todo el de Helena Maseras, fue abrir las puertas de la universidad, de la educación superior, del mundo académico, del ámbito profesional a las mujeres y con su decisión hasta pusieron sobre el tapete la discusión de su participación política. Tuvieron que esperar años hasta poder conseguir sus títulos porque el problema, que se llegó a plantear en las Cortes españolas, era si, como profesionales, se les había de dar también el derecho a voto, entre otros. Tras ellas el goteo incesante de mujeres matriculándose en las universidades dejó claro ya de una vez por todas que no había marcha atrás. Estudiaron medicina porque, ayer como hoy, siempre ha habido carreras y profesiones de moda. En los años setenta del siglo XIX, la medicina era lo más, como era lo más ser aviadora en los veinte o político ya en plena Segunda República.
Pepa Colomer nació el mismo año en que murió Dolors Aleu, en 1913. Adolescente de familia rica venida a menos, creció en un mundo en que a pesar de que todavía las mujeres profesionales eran muy pocas, su horizonte vital se había ampliado. De carácter más aventurero que intelectual, encajó de lleno en el espíritu de los años veinte y treinta cuando ser joven y moderno, romper las normas y rebelarse contra los padres era casi deber moral. En los veinte, Aurora Bertrana tocaba con su banda de jazz en locales de Suiza y en los treinta Remedios Varo se lo pasaba en grande experimentando con sus collages por allá en la plaza Lesseps con el grupo logicofobista. En medio, Pepa se enfrentaba a una madre que le era casi una extraña, eterna víctima de un marido que no valía ni para marido ni para padre. Tomó sus clases de vuelo a escondidas con la ayuda económica de aquel hombre que pronto iba a abandonarlas. Asumió convertirse en la principal fuente de ingresos de casa, trabajando como piloto, y lo hizo hasta que el final de la guerra la llevó a exiliarse al Reino Unido.
No son otra historia. Son la nuestra, la de este país. No hay dos historias como no hay dos (o más) países a razón de género
Participaba en competiciones de aviación, repartía autógrafos a diestro y siniestro, y también pilotaba vuelos de recreo. Lluís Companys era uno de sus asiduos. Se presentaba acompañado de sus amigas a las que le encantaba impresionar mientras Pepa seguía mirando al frente cómplice de la nueva moral. El fundador de ERC y presidente de la Generalitat había dado cancha a una miembro del partido que ambicionaba una carrera política y que era una fiera de los mítines. Dolors Bargalló había nacido en el Raval. La Segunda República, la República de trabajadores como la definió su Constitución, que por primera vez reconocía la igualdad entre hombres y mujeres, añadió al reto de género el de clase. Dolors Bargalló había estudiado corte y confección. No provenía de una familia rica como la brillante Ana Maria Martínez Sagi, poeta divina, deportista, que llegó a ser directiva del Barça y causa de escándalo intrafamiliar por su affaire con una mujer inglesa. Dolors encajó no pocos reveses que le llegaron de su propio partido. El primero vino del mismísimo Francesc Macià que en el último momento decidió que Aurora Bertrana encajaba más para diputada a Cortes, más discreta, más callada, más metida en sus cosas y con menos ambición. Con Companys, las cosas cambiaron y Dolors llegó a ser representante de la sección catalana en el Comité Mundial de Mujeres contra la Guerra y el Fascismo. Asistió a su Congreso Mundial en agosto de 1934 y volvió varias veces a París para formarse; el antifascismo europeo fue su escuela. Acabada la guerra no dudó en poner contra las cuerdas a sus colegas de partido para que le reconocieran el derecho a percibir una pensión al igual que ellos mientras estaba en Francia a la espera de embarcar rumbo a México. Ya de mayor, sus vecinos solían invitarla a casa y ella explicaba entonces, con sus grandes gestos, sus días de gloria, un pedazo de la historia de Europa narrado por alguien que la vivió en primera fila.
No son otra historia. Son la nuestra, la de este país. No hay dos historias como no hay dos (o más) países a razón de género. El día en que Helena Maseras se levantó con la idea de matricularse en el Instituto acabó con una discusión política en las Cortes y a saber cuántas de las reformas o leyes que se sucedieron no guardarán alguna relación con ello. Las mujeres no son una parcela del saber cómo el arte, las matemáticas o el feminismo. Son ciudadanía, agentes de cambio histórico. Una historia que no las contemple siempre será una historia a medias, tuerta y torpe, que dejará fuera a más de la mitad de un país. Simplemente, no somos de otro planeta.