Soberanía política, soberanía económica
La idea de que el autogobierno ejercido a través de mecanismos democráticos convive de manera conflictiva con el funcionamiento de la economía de mercado no es nueva. Para muchos, la creciente internacionalización de los mercados y los procesos de concentración empresarial han hecho que esta difícil convivencia se haya agravado, estrechando extraordinariamente la capacidad de los ciudadanos y sus gobernantes de llevar a cabo políticas alternativas.
El orden globalizado exige a los países que expongan a productores y trabajadores a competir con procesos productivos, legislaciones y regímenes impositivos extraños a ellos, y por supuesto no decididos democráticamente por sus ciudadanos. En la versión más extrema de este argumento, los intentos por proteger a los ciudadanos de esta mayor exposición indeseada acaban siendo contraproducentes, pues reducen la competitividad internacional limitando la capacidad de la economía de generar recursos. Si las reglas del funcionamiento de nuestras economías pasan a estar de facto decididas fuera de nuestro sistema democrático, ¿de qué nos sirve poder decidir que tenemos soberanía sobre ellas?
Dos líneas
Existen dos líneas argumentales en contra de este fatalismo: la primera, que existe un amplio abanico de intervenciones “democráticas” en el ámbito económico que son compatibles con las restricciones que imponen la globalización y el capitalismo. Nada hace pensar que las decisiones de una economía abierta y globalizada tendentes a reorientar el gasto público hacia la construcción de infraestructuras en determinadas regiones, una mejor educación o un sistema sanitario más eficiente tengan como consecuencia necesaria una pérdida de la competitividad de sus empresas.
En todo caso, si las presiones por alinear las políticas públicas nacionales con las restricciones internacionales crecen, el abanico decisorio del que disponen los políticos (y sus votantes) puede devenir cada vez más estrecho, y provocar que la ciudadanía perciba que su capacidad de elegir entre diferentes opciones de política económica sea cada vez más irrelevante.
Los países que dependen en menor medida de lo financiación exterior son menos vulnerables a las presiones de los mercados
Una derivada de este argumento es que si los mercados y las reglas que los gobiernan son globales, disponer de Estados grandes es hoy menos atractivo que en el pasado. Es la tesis de El tamaño de las naciones. La globalización permite crear unidades políticas más pequeñas capaces de atender más diferenciadamente las preferencias de los ciudadanos, siempre que no interfieran con los mercados.
El segundo argumento contra la idea de que la globalización implica una pérdida total de soberanía es que no existe un orden económico “natural” independiente de la esfera de la política, sino que los procesos que definen los contornos del capitalismo son políticos: las regulaciones de los mercados nacionales, los regímenes fiscales, los mercados de trabajo y hasta las instituciones que gobiernan la globalización son en última instancia creaciones de los Estados. Todos ellos son susceptibles de ser alterados si las presiones democráticas así lo exigen. Conviene recordar también que los mercados no son un actor unitario, sino la suma de múltiples actores con intereses no siempre coincidentes y cuya influencia deriva de ser capaces de coordinar demandas y presiones.
Presión y contexto
¿Pero son todas las presiones ciudadanas igual de efectivas en todos los lados? ¿No importa en qué contexto nacional se articulen? ¿Es igual de “soberana” (influyente) una mayoría de ciudadanos alemanes que de letones? ¿O la del electorado norteamericano que la de los latinoamericanos? ¿De qué depende la variación en las capacidades de las ciudadanías y de sus representantes para influir sobre el diseño del orden económico en el que viven?
En general, es esperable que los países con economías que ocupen posiciones más centrales en las cadenas de producción global dispongan de un mayor margen de maniobra. Igualmente, también sa-bemos que los países que dependen en menor medida de la financiación exterior son menos vulnerables a las presiones de los mercados.
En nuestro contexto, el peso de estas dos variables, tamaño de la economía y posición acreedora, es especialmente visible. Como hemos podido comprobar, en una unión monetaria sin unión fiscal, los países acreedores gozan de un enorme poder de negociación a la hora de repartir los costes del ajuste cuando llegan las crisis. Y el proceso de toma de decisiones en la UE, pese a su complejidad y al creciente peso de las instituciones supranacionales, continúa confiriendo un enorme poder a los gobiernos nacionales, y en concreto a aquellos que siguen siendo centrales a la hora de sacar políticas comunes adelante. Así pues, desde esta perspectiva, que la internacionalización económica imponga unas soberanías siempre limitadas y compartidas no quiere decir que todas esas soberanías sean equivalentes.
Demandas transnacionales
La internacionalización económica es compatible con la fragmentación del poder político, siempre y cuando la soberanía que las unidades políticas conserven esté cada vez más restringida a ámbitos no económicos. Pero si aspiramos a una soberanía con componente económico, con una ambición de modular el tipo de capitalismo en el que operan nuestras sociedades, la cuestión del tamaño de nuestras unidades políticas seguirá siendo relevante, y el camino para que las ciudadanías puedan disponer de dosis mayores de influencia pasará por seguir recorriendo el tortuoso camino de la articulación de de-mandas a escala transnacional.