Un instrumento que va más allá de la ciencia
Sir Humphry Davy fue un químico inglés que, a principios del siglo XIX, protagonizó varios avances en el mundo de la electroquímica, disciplina de la que se le considera iniciador junto con Volta o Faraday. Las crónicas de la época le certifican como un gran conferenciante y su currículum científico (y una cierta habilidad política) le valió incluso la presidencia de la Royal Academy. A él se le atribuye una frase que me ayudará bastante a centrar este artículo: «Nada impulsa tanto el avance del conocimiento, como la aplicación de un nuevo instrumento».
Se puede seguir la historia de la ciencia y darse cuenta de cómo de cierta es esa frase. De los primeros astrolabios en la antigua Grecia a los modernos y gigantes telescopios, de los microscopios de finales del siglo XVI a los últimos sincrotrones de luz. La física, la química, la biología y muchas otras áreas de la ciencia se han visto aceleradas con la aparición de nuevos instrumentos que han permitido responder antiguas preguntas y, sobre todo, plantear otras nuevas.
Un supercomputador es uno de esos instrumentos que permiten grandes avances en la ciencia, con aplicación a casi cualquiera de sus áreas. Un instrumento grande y a menudo impresionante, formado por docenas de miles de procesadores conectados entre ellos por una red de alta velocidad, que con la programación adecuada puede actuar como un solo ordenador de una potencia nunca antes vista.
La tecnología de computación es, cada vez más, una tecnología estratégica y, por tanto, una cuestión esencialmente geopolítica. Nuestros colegas estadounidenses repiten a menudo una frase que lo ilustra muy bien: «who does not compute, does not compite» (quien no computa, no compite)
Su gran capacidad de cálculo numérico le permite simular a escala molecular la interacción de fármacos con nuestro cuerpo, analizar interminables secuencias de genomas, mejorar la predicción de fenómenos meteorológicos extremos o simular las propiedades de materiales complejos. Dicho de manera muy simplista, pero comprensible: ¿por qué conformarse a experimentar con la realidad, cuando un supercomputador la puede simular?
Esta gran capacidad de influencia en buena parte de las áreas de la ciencia llevó, hace más de 15 años, a que el Gobierno del Estado y el Gobierno de la Generalitat, junto con la Universidad Politécnica de Cataluña, pusieran en manos del profesor Mateo Valero la creación del Barcelona Supercomputing Center. Hoy, gracias a su liderazgo, al esfuerzo de muchísima gente y también al apoyo continuo de las administraciones, ya somos más de 700 personas las que generamos conocimiento y riqueza alrededor de diferentes disciplinas científicas, contribuyendo modestamente a que Barcelona sea uno de los principales polos de conocimiento de Europa. Un polo que se consolidará con la llegada en 2021 del MareNostrum5, un nuevo supercomputador de una potencia que casi se escapa del entendimiento humano: decir que será capaz de hacer cientos de miles de millones de millones de operaciones matemáticas por segundo es tan cierto, como imposible de comprender para la gran mayoría de nosotros.
Pero quedarnos solo en el gran impacto que tiene sobre la ciencia sería quedarse corto. La tecnología de computación es, cada vez más, una tecnología estratégica y, por tanto, una cuestión esencialmente geopolítica. Nuestros colegas estadounidenses repiten a menudo una frase que lo ilustra muy bien: «who does not compute, does not compite» (quien no computa, no compite). Esta correlación entre la competitividad y la capacidad de cálculo es aplicable a la ciencia pero también cada vez más a la industria. Y por eso los gobiernos de las grandes potencias mundiales están haciendo importantes inversiones.
Europa lleva más de una década con una política sólida y razonable en esta dirección, lo que ha permitido a muchas comunidades científicas poder competir en condiciones similares a los grupos que están en Estados Unidos, en China o en Japón
El primer objetivo que tienen los países es garantizar a su personal investigador el acceso a grandes máquinas de supercomputación, y de esta manera dar los instrumentos necesarios a sus comunidades científicas para que compitan en igualdad de condiciones con sus colegas de otros países. Europa lleva más de una década con una política sólida y razonable en esta dirección, lo que ha permitido a muchas comunidades científicas poder competir en condiciones similares a los grupos que están en Estados Unidos, en China o en Japón.
Pero esto es solo la punta del iceberg en la carrera geopolítica tecnológica. Cada vez es más evidente que no se trata solo de dar acceso a estas infraestructuras, sino de garantizar que la tecnología en que se basan sea esencialmente doméstica. Es decir, utilizando la nomenclatura propia de la Comisión Europea, garantizar que los supercomputadores del futuro tengan «as much European technology as posible» (tanta tecnología europea como sea posible). Esto haría posible, a medio plazo, que Europa recuperara su soberanía tecnológica ante las otras grandes potencias mundiales.
¿Por qué este último objetivo es tan importante? ¿Es tal vez que la política científica y tecnológica europea se ha visto influida por el populismo que han alimentado algunos dirigentes mundiales? ¿Se trata de poner en marcha una especie de make Europe great again en el ámbito de la tecnología? Nada más lejos de la realidad. La búsqueda de la soberanía tecnológica por parte de Europa tiene, en el fondo, objetivos mucho más pragmáticos, relacionados con la seguridad y con la competitividad industrial.
Si Europa quiere tener un papel geopolítico relevante en el mundo que se empieza a dibujar, necesita hacerlo basándose en una tecnología la propiedad intelectual que no pueda acabar en manos de terceros. Por una cuestión de seguridad (no parece prudente ser la única gran potencia mundial que tenga sus infraestructuras estratégicas basadas en tecnología foránea), pero también por una cuestión de competitividad de su industria. Cada vez son más los sectores industriales que dependen de una tecnología como esta: de la automoción al internet de las cosas, la utilización masiva de chips se ha convertido en una commodity en multitud de sectores.
Parece que la actual Comisión Europea y los Estados Miembros de la UE tienen muy claro que desarrollar tecnología propia ha convertido en una prioridad. Y Barcelona puede jugar un papel relevante en esta estrategia, poniendo en valor sus activos actuales (el más importante es sin duda el talento)
Que Europa no sea capaz de proveer a su industria con tecnología doméstica en un componente tan esencial es una gran amenaza futura: ¿nos imaginamos que le pasaría a la industria de automoción europea si, fruto de una guerra comercial o de cuestiones geopolíticas, el gobierno estadounidense dificultara la exportación de los chips que vienen hacia Europa? Es solo un ejemplo, que con suerte no se hará nunca realidad. Pero Europa no puede depender solo de la suerte, y su industria tampoco.
Parece que la actual Comisión Europea y los Estados Miembros de la UE tienen muy claro que desarrollar tecnología propia ha convertido en una prioridad. Y Barcelona puede jugar un papel relevante en esta estrategia, poniendo en valor sus activos actuales (el más importante es sin duda el talento) y utilizando el nuevo programa NextGenEU como gran palanca para activar proyectos de gran magnitud en esta línea. ¿Por qué no intentamos que uno de los futuros chips europeos sea diseñado en nuestro país? Podemos hacerlo, tenemos que hacerlo.
Un último comentario en torno a la soberanía tecnológica europea: la idea del Europe first no puede llevarnos a un erróneo Europe only. Una cosa es dar un trato prioritario a la tecnología propia, tal como hacen las grandes potencias del mundo, y otra cosa bien diferente sería cerrar las puertas de Europa a la innovación científica y tecnológica que viene de fuera. La ciencia excelente y relevante solo puede ser abierta. El avance científico se basa en la conversación, el diálogo, el encuentro, la discusión en entornos abiertos. Olvidar esto sería un grave error estratégico y, además, sería muy poco fiel a la larga tradición científica y humanista de nuestro viejo continente.