Ahora que tengo veinte años

(Alcalá de Henares, 2000) estudia Filosofía y Filología francesa en las universidades París I Panteón-Sorbona y Sorbona Nueva. Colabora con medios como Playz, CTXT o ROCKDELUX y ha publicado los libros "Reina" y "Excepción".

Como tengo veinte años no me queda nada bueno que esperar de mi generación. Siempre podría recurrir a la amistad, el cariño y el amor, pero son todos sentimientos plenamente intergeneracionales. He investigado por mi cuenta: resulta que los principales beneficiarios de una rebaja del voto a los dieciséis años en España serían Unidas Podemos y VOX; no es una intuición, sino la hipótesis que podemos inducir a partir del voto por edad en las últimas elecciones generales. Yo nací en el año 2000, así que pertenezco a una hornada rara: los últimos del siglo XX. Creo formar parte de los Z, pero mi adscripción generacional nunca ha estado demasiado clara; se trata, además, de un concepto (el de generación) que aborrezco. Los centennials o la generación Z son, para el marketing y la publicidad, una generación inconformista, independiente, libre, formada por un montón de Greta Thunbergs reproducidas en masa capaces de preocuparse, al mismo tiempo, por el deshielo de los casquetes polares, los animales en peligro de extinción, la teoría queer y el consumo desmedido. Yo, que he conocido a los «centennials» y a los «Z» en todas sus variantes, no conservo la esperanza.

Una época execrable solo puede engendrar una generación execrable: lo son los valores y lo serán, presupongo, las formas de ponerlos en práctica

El pensamiento es, claro, situado. Yo, muy situadamente, concibo al mismo tiempo que no habría podido vivir mejor en época o sitio que no fueran los que habito, porque al situarme se suceden tanto la circunstancia de que soy mujer como la situación de que soy trans. Estando tan situada, pues, sé al mismo tiempo que algunos de los valores que conforman mi época son valores que me repugnan. Una de las funciones principales de los narradores de los últimos treinta años ha sido la de construir el retrato cubista de una sociedad cuyo eje había dejado de ser la producción, reemplazado ahora por el consumo (y, en ocasiones, la inopia). El Houellebecq de Ampliación del campo de batalla describía con tino cómo el libre mercado económico se había extendido también a un libre mercado sexual; el resto de sus novelas no han dejado de insistir en las consecuencias de esa transformación y en lo devastadora que ha sido para una cierta subjetividad masculina capaz de producir muy poca simpatía. Yo he crecido, como otros tantos, rodeada de este consumo y habituada a la disposición ante mí, aunque fuera de manera puramente virtual, de todos los contenidos habidos y por haber. Yo obedezco al estímulo pavloviano de Netflix y salivo cuando anuncian que, a lo largo de 2021, lanzarán una nueva película por ellos producida cada semana, para que caduque a los días de su lanzamiento una vez todo lo dicho (que mucho no será) ya haya sido «trending topic». Yo he tenido Tinder, así que del consumo neoliberal de cuerpos también he participado, resistiéndome a la tentación de los te quieros; soy hija de todas estas cosas que me parecen execrables, del impacto del capitalismo sobre nuestras vidas emocionales (léase más a Eva Illouz) y de las existencias como productos de consumo. En nuestros países occidentales y europeos, dominados por el sector de los servicios, la tendencia del sistema económico a los trabajos precarios y esporádicos es natural. Está bien dicho, y sin desprecio, en El año del descubrimiento, de Luis López Carrasco: no tendréis un buen trabajo hasta los cuarenta años; no tendréis un trabajo estable hasta los cuarenta años.

Los proyectos en fondo y forma sanos eluden el intento de aniquilarse los unos a los otros y aceptan la posibilidad de la competencia, del teatro, del duelo: es necesario, para la salud de nuestras vidas políticas, que concibamos una gestión capaz ya no de acabar consigo misma, sino de salvarse

Una época execrable solo puede engendrar una generación execrable: lo son los valores y lo serán, presupongo, las formas de ponerlos en práctica. No podemos bailar ni salir de fiesta, o al menos no demasiado; creo que esto, que es lo que aparece automáticamente en la cabeza (junto a nociones como la irresponsabilidad civil y la ausencia de respeto por las autoridades) al hablar de los jóvenes, es más bien de poco interés. Vivir tiempos capaces de hacernos más ciegos solo nos hará más ciegos; todo texto que hoy se lamentara de lo mucho que alguna clase media perderá en lo vivencial por culpa de la COVID-19 quedará tremendamente desfasado en un año o algunos meses. En uno de los aforismos de Minima Moralia, Adorno habla de cómo las obras de arte «quieren aniquilarse las unas a las otras». «No sin causa», dice, «reservaban los antiguos el panteón de lo comparable a los dioses o las ideas, mientras que obligaban a las obras de arte a entrar en el agón, cada una enemiga mortal de las demás. La belleza se manifiesta en la realidad física, en la caída del arte en sí mismo. Esta caída es el objetivo de toda obra de arte, en tanto que busca llevar la muerte a todas las demás». El aforismo se aplica a la estética y a la creación artística; yo espero que no sea mi generación quien lo lleve a la política. Podemos hablar incluso de proyectos o programas políticos «sanos» y «enfermos», «democráticos» y «antidemocráticos»; o, perdónenme por la jerga demodé, «liberales» e «iliberales». Los proyectos en fondo y forma sanos eluden el intento de aniquilarse los unos a los otros y aceptan la posibilidad de la competencia, del teatro, del duelo: es necesario, para la salud de nuestras vidas políticas, que concibamos una gestión capaz ya no de acabar consigo misma, sino de salvarse.

Hoy es fácil imaginarnos que el futuro de Europa sea el fascismo. La imaginación es una cosa frecuentemente maltratada: los que alguna vez han dicho que el capitalismo no permite imaginar un futuro con frecuencia coartan más la imaginación que el capitalismo en sí. Yo no creo que el futuro de Europa sea el fascismo, o no lo concibo como una profecía inevitable: sí que interpreto que esa posibilidad de imaginarlo nos dice algo, que es interesante, que abre perspectivas. Quienes han situado el marco de lo político como un conflicto entre globalistas y nacionalistas o patriotas tienen su buena parte de razón; será mi generación, y esto casi lo aseguro, quien lo confirme. Lo que nos toca es preguntarnos quién encarnará a los victoriosos defensores del pueblo y de qué manera, porque siempre existirá la tentación de las cosmovisiones fáciles y las ideas totalizadoras, hambrientas de acabar las unas con las otras.

Cada vez nos parecemos más entre nosotros y cada día nos resultamos más intolerables. Intuyo que hay quienes estarían dispuestos a tirar por la borda a inmigrantes, minorías sexuales y otros condenados de la tierra si esto supusiera la oportunidad de implantar sistemas parcialmente más justos, en lo económico o intracomunitario

Afirmativamente: entre quienes tienen veinte años y no han llegado aún a los treinta veo todo un catálogo abierto y reluciente de tentaciones; cada vez nos parecemos más entre nosotros y cada día nos resultamos más intolerables. Intuyo que hay quienes estarían dispuestos a tirar por la borda a inmigrantes, minorías sexuales y otros condenados de la tierra si esto supusiera la oportunidad de implantar sistemas parcialmente más justos, en lo económico o intracomunitario; quienes conciben que, si la expansión de los poderes del Estado pasa por la unión con los fascistas, son los fascistas ampliamente meritorios de camaradería y cordialidad. Observo cómo perdemos nuestras alianzas y nos reforzamos en los grupos y entornos pequeños. Percibo la mezquindad con la que tratamos a quienes no pertenecen a la misma secta o lealtad por la cual hemos jurado. Y, lo peor de todo: intento entender los motivos de todos ellos sin presuponer malicia.

Me permito parafrasear a Camus. Durante más de veinte años de historia demencial (aunque no mucho más: apenas unos meses, ¡pues los cumplí el pasado agosto!) y sin auxilio, como todas las mujeres de mi época, me ha sostenido el sentimiento oscuro de que escribir hoy es un honor, porque es un acto que obliga, y que obliga a hacer algo más que escribir. Nadie puede exigir de nuestros jóvenes de veinte años, criados en el ocaso de una crisis financiera y maduros (o aún verdes) en la tímida aparición de una nueva, que sean optimistas. Y pienso incluso que debemos comprender, sin por lo tanto abandonar la incesante (y necesaria) lucha, el error de quienes en borrachera de desesperanza reivindican el derecho al deshonor y caen en tan divertido, divertidísimo nihilismo de época. Camus dice que hubo quienes forjaron un arte de vivir en tiempos medidos por su cantidad de catástrofes. No sé si nosotros llegaremos a forjar artes nuevas: a lo mejor nuestro consuelo será acabar repitiendo farsas viejas.

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