Una generación sin certezas

Doctor en Ciencia Política, especializado en comportamiento electoral en Cataluña. Ha publicado "El terratrèmol silenciós" (Eumo, 2017), sobre los efectos del relevo generacional en la transformación del comportamiento electoral en Cataluña. Es profesor asociado en la UAB y docente del Máster en marketing Político en el Instituto de ciencias Políticas y Sociales (ICPS). Blog: oriolbartomeus.blogspot.com

Las personas somos tiempo. Tiempo que respira y piensa. Somos, en parte, la expresión viva del tiempo que nos ha tocado vivir. Nuestros actos están enmarcados en un tiempo y responden a las líneas vectoriales de este: vivimos en un tiempo y al mismo tiempo somos la expresión de este tiempo, aunque no lo sepamos. Este es el fundamento de lo que llamamos generaciones. Todos hemos sido jóvenes (algunos todavía lo son), todos hemos sido niños, nos hemos formado, nos hemos incorporado a la vida adulta y hemos tenido esperanzas similares y hemos tenido que luchar contra miedos similares. Pero todos lo hemos hecho en un entorno específico, en un marco histórico particular. De aquí que los que han compartido este marco los consideramos coetáneos y, por tanto, miembros de una generación particular.

Pertenecer a una generación significa cargar con una «marca» generacional, una especie de señal de nacimiento que no hace a todo el mundo exactamente igual, pero sin embargo les otorga un aire, un deje, una especie de caminar por la vida que los asimila, que los caracteriza. Es la forma en que el tiempo se ha encarnado en nosotros, en cada uno de nosotros.

El suyo es el mundo del desmenuzamiento: la individualización radical y el triunfo de la inmediatez, que conlleva el fin del tiempo tal como lo habíamos conocido

¿Cómo se ha encarnado el tiempo en los que ahora tienen veinte años? ¿Cuál es su «marca generacional»? El mundo que les ha visto nacer es el de las crisis entrelazadas, económica, social, política. Han aparecido en un momento de descomposición de las certezas sobre las que se fundamentaba el mundo de ayer, el de sus padres y abuelos.

El suyo es el mundo de la aceleración y del desbordamiento, de la acumulación de cosas, de experiencias, de vidas, sin orden aparente ni posibilidad de enderezarlo. El suyo es el mundo del desmenuzamiento: la individualización radical y el triunfo de la inmediatez, que conlleva el fin del tiempo tal como lo habíamos conocido. El suyo es un mundo de presente continuo, donde es difícil distinguir pasado, presente y futuro. Un tiempo desmenuzado en mini-secuencias, como si viviéramos dentro de YouTube, donde el impacto es más importante que el argumento, donde la elección libre (o que creemos libre) es el único baremo y el tótem que define la vida de cada uno.

La generación del 2000 son auténticos nativos digitales. Fueron los primeros en nacer con el móvil en la mano. Su mundo es el de la pantalla táctil. El de sus padres aún funcionaba con botoncitos, el de sus abuelos con palancas. Su vida está expuesta desde el comienzo. Es la generación más retratada y filmada, y ellos mismos son a su vez filmadores de su propia vida. Tienen imágenes de todo, hacen fotografías de todo, llevan el registro visual de su existencia al minuto. Son su imagen. Su mundo es una imagen, o mil, porque es un enorme collage de imágenes digitales captadas por miles y miles de dispositivos que disparan constantemente. Su vida privada es completamente pública. La cuelgan. Lo exponen. La comparten. Y no se plantean las consecuencias que tiene esto. Es su mundo, el de la ligereza y el intangible.

La suya es una vida auto-construida. Crecen eligiendo, se forman en base a las elecciones que hacen. Pertenecen a lo que han elegido pertenecer, y lo hacen de la misma manera que consumen: rápido. Su individualismo radical no les impide formar parte de iniciativas, grupos, movimientos, pero la pertenencia a estos grupos siempre es fruto de una decisión individual, que de la misma manera que se toma puede cancelarse. Se conectan y desconectan con extraordinaria facilidad. Y sin remordimientos.

En este mundo la hipocresía es el peor pecado, pero la incoherencia está perfectamente aceptada. De ahí la carga contra la corrección política y la aceptación del insulto como expresión legítima de la individualidad

Se relacionan con el mundo desde la utilidad, empleando una lógica de consumidor. Entienden las relaciones como prestaciones y se vierten con fruición siempre y cuando estas relaciones (comerciales, amorosas, sociales) sirvan sus intereses del momento. Intereses inmediatos, urgentes, que necesitan satisfacer al instante. Intereses que entienden como fundamento consustancial de su personalidad en un mundo sin pautas generales, que no dispone de guías de conducta ni de valores dominantes que delimiten los caminos a seguir. En su mundo no hay caminos trazados. Todo es válido, todo es legítimo, si es auténtico, si sale de uno mismo.

En este mundo la hipocresía es el peor pecado, pero la incoherencia está perfectamente aceptada. De ahí la carga contra la corrección política y la aceptación del insulto como expresión legítima de la individualidad, que no puede verse limitada y que tiene en la libertad de expresión (de expresión pública) uno de sus puntales. Lo de que la libertad de uno termina donde empieza la del otro, ha pasado a la historia. La libertad de uno no termina, y el otro que se las apañe y se busque la suya. No hay debate ni intercambio de opiniones, y lo que llamamos tertulia no son sino monólogos consecutivos que no pretenden convencer a nadie.

En el mundo de los que tienen veinte años la autoridad está asociada a la mentira, a la voluntad de manipulación (…) Ellos ya nacieron sin esperar nada de las autoridades

Con todo esto no es extraño que el mundo donde han crecido los que ahora tienen veinte años vea una democracia claudicante y debilitada, carcomida por la desconfianza. Desconfianza hacia los que no son como yo, los que piensan diferente. Desconfianza hacia la política, que ya no es el instrumento de transformación de la realidad (la última generación que creyó en la política de esta manera fue la que fue joven a finales del sesenta). La política, como todas las actividades comunitarias (como la religión), ha caído del pedestal, ha perdido el aura épica que había tenido, la han despojado de lo que tenía de sagrado. La política en el mundo de los que tienen veinte años es un servicio más, y uno bastante deficiente, si hemos de ser sinceros.

En el mundo de los que tienen veinte años la autoridad está asociada a la mentira, a la voluntad de manipulación. Puede haber una parte de suficiencia juvenil en el descreimiento hacia la autoridad. Pero también existe la consecuencia de un fallo hondo de esta autoridad (no solo política, también periodística, científica, docente), que los que tienen veinte años no han vivido, sino que han heredado de sus padres. Ellos ya nacieron sin esperar nada de las autoridades.

Este es el mundo de esta generación. Posiblemente a ellos les parece menos aberrante que nosotros, porque no han conocido ningún otro. No sienten nostalgia de un tiempo estable y cierto, sencillamente porque no la han vivido. Su realidad se compone de un mosaico de fracciones de segundo, de imágenes procedentes de mil canales, de trozos de sonidos, de parches de ideas mezcladas, a menudo inconexas y ciertamente incoherentes, sin un orden preestablecido y en constante movimiento. Son hijos de su tiempo, mezclado, acelerado, individualista, fanático y llamativo.

No vale culparlos por ser como son, ni siquiera a juzgarlos. Después de todo, ellos no tienen ninguna culpa. Simplemente son producto del mundo que les hemos dejado los que llegamos antes.

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