Cataluña desde el Mar de Liguria
Los italianos odian el Estado. “Ma cosa dici?”, me replicarán. Y con razón. No obstante, déjenme que haga mía, por un rato, la sinécdoque y la hipérbole. Los italianos no sienten las instituciones de la llamada Seconda Repubblica como suyas, aunque se trate de suEstado.
Entre las razones que explicarían por qué, a pesar de ese menosprecio generalizado, el Estado no naufraga, tal vez figura el hecho de que no se dibuja en el horizonte una institución política alternativa que los italianos sí sientan como su Estado.
Crucemos ahora largamente el Mar de Liguria hasta hacer puerto en España por su costa mediterránea norte. Más o menos la mitad de los votantes catalanes no siente el Estado español como suyo. Pero hay una diferencia con Italia. En Cataluña sí hay alternativa, es decir, sí hay un entramado institucional y político robusto – la Generalitat, el Parlament y parte de la estructura municipal – que esos dos millones de personas sí sienten como suyo. Esa suerte de protoestado alternativo emerge en el horizonte como un sustituto disponible del Estado existente.
En Italia, el Estado quizá no naufraga porque, como sugerí, no hay una alternativa disponible. ¿Y en Cataluña, donde sí existe en el imaginario un protoestado alternativo? Supongamos un futuro no tan lejano en que esos dos millones de personas lleguen a ser tres o tres y medio. Una demanda del 70% de los votantes catalanes con una alternativa institucional detrás a la que se respondiera sólo con el derecho penal, correría el riesgo de convertir a España en un Estado disfuncional o, incluso, fallido, en territorio catalán. Ante un escenario semejante sólo alguien ridículamente obsesionado con la unidad de España vería haberse evitado la secesión como un éxito. Si el constitucionalismo sigue pensando a corto plazo, puede encontrarse con que una victoria hoycimentada en los instrumentos jurídico-coercitivos puede convertirse en una derrota mañanapor surgimiento de facto de una “nueva” comunidad política.
Una estrategia no-coercitiva para hacer más improbable la disfuncionalidad o quiebra del Estado podría consistir en explorar una organización del poder en España más imaginativa y más arriesgada. Me limitaré a esbozar un ejemplo. El Parlament de Cataluña podría tener un peso específico y mayor al de otras comunidades autónomas en la designación de los miembros del Consejo General del Poder Judicial.
¿A qué fines serviría esto? La lógica política surgida en 1978 entre el nacionalismo catalán y el Estado era más o menos la siguiente. El nacionalismo catalán iba a Madrid, negociaba y obtenía acuerdos que llevaba como triunfos a “su casa”. Esto hacía que no tuviera poder para tomar y ejecutar directamente decisiones a nivel estatal pero sí influencia para condicionarlas indirectamente. Además, esta lógica llevaba implícito un veneno autodestructivo: poco a poco iba cuajando, en el imaginario de las bases del nacionalismo catalán, la idea según la cual sólo las instituciones políticas catalanas – “su casa” – velaban por los intereses de los catalanes.
Sería conveniente alterar esta lógica –que, de hecho, el unilateralismo ya había interrumpido– y, con ello, promover una reforma institucional que trocara influencia por poderes estatales relativamente asimétricos a favor de las instituciones catalanas y que amplíe, por medio de la presencia en el Estado español, el concepto de “casa” de bastantes catalanes. En el ejemplo mencionado se trataría de que, ante la demanda de crear un poder judicial catalán autónomo, el Estado hiciera la contrademanda de dar un peso asimétrico al Parlament de Cataluña en el poder judicial español. En lugar de distribuir el poder de forma centrífuga, se podría hacerlo de forma centrípeta, aunque contemplando múltiples agentes, con distinto peso, en el centro.
Oigo llegar, con razón, una objeción: “¿Qué ocurriría si, pongamos por caso, los extremeños reclamaran lo mismo?” Pero se trata de un “si” aberrante: los extremeños sí sienten las instituciones del Estado como suyas y, además, los extremeños no ven en sus instituciones autonómicas un protoestado westphaliano alternativo. Si es en buena parte de Cataluña donde el déficit “sentimental” hacia el Estado lo puede poner en peligro en un futuro, ¿por qué no intentar algo diferente para Cataluña? En Derecho suele decirse que conviene tratar los casos iguales de igual forma y los casos diferentes de forma diferente (sin que ello suponga otorgar privilegios morales o jurídicos a nadie).
Al proyecto político que promueve que desde Cataluña se tenga una participación en la gobernación del Estado yo lo llamo catalanismo multilateralista. Hay que encontrar un aliado transversal a nivel estatal que entienda que las alternativas son peores. Y sería importante que ese catalanismo se diera cuenta de que hay también una parte de los catalanes –una parte menor, aunque tal vez (penúltimo regalo tóxico del unilateralismo) en aumento– que no siente las instituciones políticas catalanas como suyas. El catalanismo multilateralista no debería mirar sólo hacia fuera, sino que debería hacerlo hacia dentro, en todo su espectro.
Hay muchas otras aristas donde la distribución del poder y su ejercicio compartido podrían ser alterados. Sería idóneo que las miráramos desde el Mar de Liguria para darnos cuenta de que España no puede permitirse ser Italia, algo que a estas alturas ya deberíamos saber.