Gobierno, acción pública y soberanías

Profesora de Ciencia Política a la Universitat de Girona. Sus ámbitos de investigación giran alrededor de las políticas públicas y la conflictividad política. Analista política a varios medios de comunicación.

¿Cómo planteamos gobierno y acción pública en pleno siglo XXI? ¿Cómo operan las soberanías en un mundo globalizado, complejo e interdependiente? ¿Qué esferas intervienen en una sociedad del conocimiento y con una economía post-fordista? Deberíamos empezar por reconocer que vivimos en un contexto de soberanías compartidas y múltiples. El tiempo de los Estados-nación europeos del s. XIX y ha terminado. Esta transformación puede entenderse por el carácter multinivel de la nueva forma de gobernar, pero también por el peso que están adquiriendo actores de la esfera mercantil o comunitaria más allá de los Estados.

En la medida que nuestra economía ha ido globalizándose, o que las formas de terror/crimen organizado han ido traspasando las fronteras del Estado-nación, hemos tomado conciencia de que algunas de las competencias que se ejercían dentro del marco de la soberanía estatal deben dar un salto de escala. La no finita construcción europea tendría que avanzar en esta dirección. Parte de las políticas militares, policiales, judiciales, tributarías o monetarias irán mejor como más arriba las situemos, serán más eficientes y eficaces. Evidentemente los Estados son reticentes a dejar competencias, y este es el principal problema con el que choca la UE.

Por otra parte, en sociedades cada vez más complejas y plurales, es lógico pensar que desde la proximidad es desde donde es más fácil y mejor pueden gestionarse muchos problemas cotidianos. El principio de subsidiariedad, que apunta que el asunto tendría que ser resuelto por la autoridad más próxima al objeto del problema, debería ser invocado y ejecutado más a menudo. El mundo local ha reclamado históricamente más competencias y recursos. Los gobiernos municipales han ido adquiriendo capacidad y complejidad, pero todavía tienen pendiente el reto de funcionar con mayor flexibilidad y la capacidad de sumar esfuerzos entre entes. Porque el nivel local lo conforman los ayuntamientos, pero también las mancomunidades y otras formas de cooperación que deben permitir mejorar la calidad de las actuaciones que se llevan a cabo. Tendríamos que seguir descentralizando y desconcentrando las políticas sociales, culturales, de movilidad o de gestión del territorio para estar a la altura de los desafíos planteados.

El regionalismo europeo y el municipalismo, así pues, son dos fuerzas complementarias que transforman la manera de gobernar en el siglo XXI. Ahora bien, más Europa y más municipio no quiere decir menos Estado (entendiendo Estado como institucionalidad). Significa mayor articulación entre diferentes niveles gubernamentales para enfrentarse con más eficacia a viejos y nuevos retos que tenemos como sociedades. También implica capacidad de interrelación flexible y en forma de red. Las diferentes administraciones públicas deben ir aprendiendo a trabajar desde la horizontalidad, aportando cada una de ellas sus fortalezas. Huyendo del mando en forma de pirámide pueden ensayarse diferentes formas de cooperación: coordinación de metrópolis europeas, colaboraciones entre consejos comarcales y grandes ayuntamientos, mecanismos consultivos en que puedan participar naciones y estados…

De la administración tradicional a la deliverativa

Lo dicho está vinculado a una necesaria y profunda reforma de las administraciones públicas. La administración tradicional tiene que dar paso a una administración más flexible y deliberativa. Definían la administración pública tradicional los maestros Joan Subirats y Quim Brugué como la que se edificó situando en el centro el control político externo, la estricta jerarquía burocrática, la existencia de trabajadores anónimos y neutrales, y la presencia de un interés público en lo que objetivamente podrían servir. Se basaba en la teoría burocrática weberiana y la separación política-administración wilsoniana. También explicaban los expertos Joan Ballart y Carles Ramió que este modelo tenía fundamentos garantistas, con la prioridad máxima de respetar el principio de legalidad, caracterizándolo con los atributos de especialización, jerarquía, formalización y profesionalidad.

Este tipo de administración pública encajaba muy bien con el ideal de democracia representativa que se consolida tras la Segunda Guerra Mundial en la Europa occidental democrática. El derecho al sufragio se construye como elemento central del sistema y adquiere fuerza el papel de las organizaciones intermediadoras de los intereses colectivos: partidos, sindicatos y patronales. Se consolidaron así auténticos “triángulos de hierro” en el desarrollo de políticas públicas estatales en las Estado-sindicato-patronal tuvieron un papel importante en su definición: políticas laborales, educativas, sanitarias, de protección social, etc.

El cleavage estructurante de la sociedad era el de clase y en torno a este se organizaba la disputa política. A pesar de ser sociedades desiguales los diferentes segmentos sociales, eran bastante uniformes. Así pues, el Estado del bienestar keynesiano-fordista, el constitucionalismo social de posguerra, tenía como prioridad generar estados fuertes que asumieran funciones económicas y de bienestar. Las soberanías en aquel contexto eran eminentemente nacionales. Se trataba de conseguir democracias consolidadas desde el punto de vista formal y material, y también administraciones públicas capaces de asumir con éxito los retos crecientes que suponían la extensión de funciones y competencias.

Ahora bien, desde aquel momento han ocurrido importantes transformaciones políticas, económicas y culturales. Nuevas realidades a nivel interno e internacional han actuado de catalizador: globalización económica y cultural, mayor complejidad en nuestras sociedades, sociedad del conocimiento, desarrollo de las nuevas tecnologías, generaciones más formadas, etc. Por todo ello la administración pública también tiene el reto de adaptarse a la actualidad. Mientras que los impulsores de la Nueva Gestión Pública propugnaban como resonancia de la nueva ideología neoliberal menos Estado y administraciones públicas cada vez más parecidas a las empresas; en la actualidad nuevas voces apuestan por las transformaciones de la administración con el propósito de ayudar a hacer más sólida y eficaz (y no sólo eficiente) la acción pública. Más institucionalidad pero diferente. Se apuesta, pues, por modelos más centrados en el diálogo, la cooperación, la mediación y la confianza. Se reivindica la gestión pública como actividad política y no sólo técnica. Parten de la premisa de reconocer las dificultades para responder a las demandas de una sociedad cada vez más compleja, inestable y diversa. Buscan hacer una administración suficientemente creativa e inclusiva para responder a los problemas colectivos y las demandas sociales. Cobran importancia la participación ciudadana y el control social.

Una administración que sea capaz de liderar, de ser estratégica, con capacidad de coordinarse con los diferentes niveles de gobierno así como también de interacturar con actores de la esfera comunitaria y la mercantil. Transitar hacia un cambio de rol, con un peso importante de las funciones de dirección y gobierno. La administración deliberativa trabajaría en tres dimensiones: 1) horizontal: construir administraciones públicas que consigan establecer dinámicas intersectoriales y transversales; 2) vertical: avanzar hacia una buena coordinación y cooperación productiva en el marco de un gobierno multinivel cada vez más complejo; 3) diagonal: interface Estado-sociedad, la capacidad de generar flujos comunicativos y deliberativos de participación ciudadana y de control social.

Un bienestar para el siglo XXI

Finalmente, unos entes públicos que sean proactivos e inclusivos, que no sólo sean receptores de demandas ciudadanas sino que propongan, se anticipen, transformen con proyectos de ciudad, de país, de región. Una institucionalidad que sea capaz de construir cohesión y bienestar, que pueda luchar contra las crecientes desigualdades de clase, género, origen, etc. para ser capaces de pensar un (estado del) bienestar 2.0. En un primer momento esto oasa por otra forma de hacer política y políticas. Hay que movilizar las instituciones con el objetivo de generar capacidades y oportunidades para poder poner en el centro de la acción pública la idea de la autonomía personal y colectiva, como tan bien explica Ricard Gomà. En un segundo momento, para incorporar nuevas agendas a las ya clásicas. Los derechos de la naturaleza y el derecho a vivir en un ambiente sano. La igualdad de género y la diversidad sexual. Explorar acciones públicas más allá del trabajo productivo como eje de vida en un contexto postfordista.

Últimamente se ha posicionado en el campo de las políticas sociales el debate sobre las políticas predistributivas y re-distributivas. Es necesario intervenir expost cuando ha actuado el mercado con la garantía de servicios públicos y transferencias monetarias, así como con un sólido sistema tributario directo y progresivo. Ahora bien, también se presenta como espacio a explorar las actuaciones ex-ante, para remover la desigualdad antes de que haya actuado el mercado: por un lado regulaciones (laborales, precio vivienda, etc.), por otro con generación de capacidades y capital cultural.

Y en todo eso, ¿donde queda Catalunya? Es evidente que en la necesaria definición nacional de España y la transformación de la organización territorial que debe hacerse, en un escenario de agotamiento del modelo autonómico, Catalunya tiene que encontrar su espacio. Pero tiene que desarrollarse en este escenario situado en pleno siglo XXI y no en un pasado o en un ideal.

En esta madeja de soberanías compartidas y múltiples, la construcción de un confederalismo de naciones o un (verdadero) federalismo asimétrico plurinacional tendría sería coherente con este contexto de gobernanza multinivel. Desarrollar prácticas y dotarse de instrumentos para ser capaz de operar en cooperación con otros niveles gubernamentales y actores de otras esferas, con el objetivo de gobernar la economía y garantizar ciertos niveles de bienestar. ¿La variable nacional puede ayudar? En otros contextos lo ha hecho, en el sentido de movilizar esperanzas e ideales de futuro. Las pasiones tristes de la confusión y la desesperanza que se han apoderado de la vida política, tanto en el campo independentista cono en lo que no lo es desde los “hechos de octubre”, tendrían que dar paso a una mirada de futuro. Los sentimientos y las emociones, la voluntad de pertenecer a una colectividad, como gasolina para avanzar. El objetivo de la construcción de un nuevo pacto social por la Catalunya del bienestar en los nuevos tiempos que vienen, ese pacto, podría ser un buen punto de partida.

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