Cómo acabar con las Smart Cities

Arquitecta experta en transformación urbana, con sólidos conocimientos en el ámbito de las ciencias sociales. Actualmente lidera Mediaurban, la Agència de Continguts Urbans del Grup Mediapro.

El concepto Smart se quemó cuando las empresas tecnológicas aterrizaron en las ciudades con todo tipo de gadgets innovadores (sensores, plataformas tecnológicas, promesas colaborativas, unicornios alados…) que prometían resolver viejos problemas urbanos. Tan controvertido fue el mundo “smart” que la palabra prácticamente se ha borrado de la estrategia digital de Barcelona.

En parte es cierto que el marketing de las Smart Cities era ofensivo, porque aprovechaba la creciente complejidad en la gestión para girarlo en contra del aparato administrativo. La contraposición entre multinacionales y administración fue nefasta, y ha acabado como el rosario de la aurora, porque al cabo de los años los pequeños operadores tecnológicos no han conseguido recuperar las inversiones en innovación. Tampoco la administración ha sabido orientar la industria digital hacia soluciones interesantes para la vida urbana. Sólo los hegemónicos han sobrevivido, y nadie ha superado Google Maps como herramienta de gestión del tráfico ni Twitter como plataforma de debate sobre cuestiones urbanas. Erróneamente (o deliberadamente) se contrapuso el calificativo “smart” al mantra “social”, y desde entonces ha sido muy difícil salir de los reduccionismos. Pero el gran reto de las ciudades inteligentes es ayudar a articular una sólida vida colectiva en detrimento de la deriva individualista.

A pesar del fracaso inicial, la innovación digital acabará penetrando en las ciudades. Porque las ciudades necesitan inteligencia, mucha astucia y muchos más conocimientos sobre cómo laten las calles a tiempo real. Sólo aquellas innovaciones tecnológicas que se orienten a crear valor social sobrevivirán, porque no tendrán nada que se oponga a ellas. Y de inteligencia, vas muy escasos.

Pensad en el día a día de una finca del Eixample de diez o doce pisos. Las alarmas de los móviles despiertan a los habitantes entre las seis y las siete de la mañana; se encienden las luces, se abren válvulas y las calderas echan humo para que las duchas chorreen generosamente. Los ventiladores del garaje canalizan los gases tóxicos hasta las azoteas y los bajantes llevan los residuos de los baños hacía las alcantarillas. Algún microondas calienta la leche, se sacan los bocadillos del congelador, se desenchufan los ipads, se doblan los ordenadores y se ven las noticias globales, emitidas casi antes de que ocurran.

El sector que más se ha desarrollado a causa de la revolución digital de las ciudades es el consumo individual, pero eso no ha aportado valor alguno a las ciudades porque el e-commerce ha tendido más bien a desplazar los comercios de proximidad.

Cuando es hora de salir, alguien se deja una luz encendida, otros no apagan el radiador, las lavadoras quedan programadas para la noche y la finca se va vaciando a medida que los ocupantes van al trabajo. Entonces entra una mujer de la limpieza en el tercero primera, que extiende la lavadora y hace las camas. Mientras ella plancha, ignora que justo al lado ha entrado otra cuidadora, que cocina y cuida del señor del principal a horas convenidas. El repartidor de Amazon encuentra vacío el cuarto segunda, y el destinatario recibe un email con instrucciones para recoger el paquete en algún otro punto de recogida. El del súper encuentra una multa en la furgoneta porque ha hecho el reparto antes de lo prevista y nadie ha respondido por el interfono. El adolescente del segundo segunda se pasa la tarde enganchada al móvil, porque los adultos no llegan a casa hasta bien entrada la noche, y entonces ya es demasiado tarde para ni siquiera abrir la carpeta de los deberes.

Los móviles, las pantallas, los coches conectados, los altavoces, los electrodomésticos con internet de las cosas hacen que, al final del día, la factura eléctrica de la transformación digital sea estratosférica, y en el planeta se le agotan las reservas anuales cada año unos días antes. La revolución digital es imparable a pesar de los peores pronósticos: hemos asistido varias veces al funeral del teatro, al réquiem por la radio, a la apoteosis de la televisión y a la extinción de los libros, pero la tozuda realidad es que hay más oferta teatral que nunca, estamos permanentemente conectados a la radio y vemos por la tele todo tipo de directos y series de ficción que son novelas del futuro. Leemos textos y libros en todo tipo de formatos y aprendemos a hacer música o a tocarla en cualquier lugar, en cualquier formato.

El sector que más se ha desarrollado a causa de la revolución digital de las ciudades es el consumo individual: comprarlo todo a golpe de clic es fácil y transversal en cualquier producto, desde las vacaciones a los alimentos, pasando por la ropa y los libros. Pero eso no ha aportado valor alguno a las ciudades, porque más bien el e-commerce ha tendido a desplazar los comercios de proximidad.

Tecnología eficaz

Hay muchísimo margen para aportar valor real a las ciudades desde el mundo tecnológico. La cruda realidad es que las fincas se deterioran, nuestro parque de viviendas es precario y hace mínimos falta mucha innovación tecnológica para rehabilitar eficazmente con los costes. Ideas tecnológicamente tan buenas como el ascensor, que ya hace más de cien años que duran, ¡aún son demasiado inasequibles para muchas fincas! En la batalla por los ahorros familiares, estos se escapan en la compra online mientras las comunidades de propietarios tienen serios problemas para mantener las derramas o aportaciones que deberían garantizar el mantenimiento de los espacios comunes de las fincas (cubiertas, escaleras y fachadas).

Si la tecnología penetra en las ciudades, lo hará a través de los hogares, como lo hicieron los móviles y las pantallas. Porque hay que reconocer que la tecnología resuelve y podrá resolver muchísimas cosas. El Ayuntamiento de Barcelona lanzó la semana pasada, coincidiendo con la Smart City Week, una campaña para poner sensores de humo en los hogares; está especialmente dirigida a las personas mayores y que viven solas o a las personas con diversidad funcional. Porque los datos indican que el 80% de los incendios domésticos se producen durante la noche, y las víctimas muchas veces no han podido detectar el humo a tiempo. Un sensor, que vale cuatro duros, se anticipa al fuego y emite una señal de aviso sonoro que despierta a todo el mundo en caso de emergencia. Conectar un dispositivo anticipa emergencias y puede salvar vidas.

También hay que innovar en la gestión comunitaria, a medio camino entre el individuo y la colectividad. Nadie se ocupa de los espacios y los trámites comunitarios: todos nos equivocamos en las mismas cosas, y nos organizamos mal a nivel de barrio. Hay compras y servicios que se pueden racionalizar o mutualizar a nivel de finca, de bloque o de manzana de casas. Organizar los suministras de agua, energías renovables, fibra o gas se puede hacer mejor si se piensa en conjunto. Agrupando consumos pueden salir mejor los números para rehabilitar azoteas y cubiertas planas: poner verde e instalar placas para producir localmente la energía que consumirá la comunidad.

¿Y cómo reduciremos residuos si seguimos con la cultura del envase? Las canastas ecológicas, rellenar los envases de jabones y detergentes o comprometerse con el comercio de proximidad tiene mucho más sentido si se organiza con una cierta economía de escala. También los cuidados domésticos se deben profesionalizar: mejorar las condiciones de trabajo de las personas, optimizar los viajes, racionalizar los horarios. Se trata de mirar con criterios profesionales cómo nos organizamos el día a día en casa. Y en eso la tecnología puede ayudar muchísimo, porque permite conversaciones en múltiples sentidos y hacer un seguimiento de las métricas. Es el trabajo que antes hacían los conserjes y que ahora se puede profesionalizar con un servicio puerta a puerta y una plataforma digital.

Urbanismo inteligente

¿Y el urbanismo? En la transformación de las ciudades, la tecnología es esencial para democratizar la disciplina. Y aquí soy radical: ya basta de ocultar proyectos bajo los tecnicismos. Cualquier proyecto urbanístico se puede ilustrar de manera que sea comprensible. En Vallcarca, en una finca en desuso de la calle Bolívar, hay un mural dibujado por una entidad vecinal enseñando, en una preciosa axonometría, los edificios que el planeamiento vigente obliga a derribar. Con un solo dibujo, se aborda lo que el plan oculta detrás de centenares de folios. Si queremos uno implicación ciudadana sincera, debemos predicar con el ejemplo, y hablar un lenguaje sencillo, apoyado por dibujos precisos, sobre las diferentes opciones e hipótesis de los proyectos. Con la tecnología que tenemos al alcance, se pueden hacer todo tipo de entornos digitales para hacer comprensible el lenguaje técnico a la ciudadanía.

En materia de transparencia, las ciudades inteligentes pueden hacer mucho trabajo poniendo al alcance de todo el mundo los proyectos que solicitan licencia muchos meses antes de que entren las grúas: evitando así errores como los de la encina de Gràcia o la transformación de la primera finca del Eixample, la Carbonería, en pisos de lujo. Por no hablar de la inteligencia artificial y el cruce de datos, que permitirían anticipar comportamientos sociales en barrios de nueva construcción según diferentes hipótesis de densidad, de consumos energéticos o de rendimiento inmobiliario.

Todo indica que la única manera realmente efectiva de acabar con las Smart Cities es comprometerse a que las ciudades sean más inteligentes y que la tecnología se utilice de manera eficaz, aportando valor real a los grandes retos sociales que se concentran a escala urbana.

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