¿Cómo se hace una tregua cultural?
El mayo del 68 unió a los jóvenes universitarios con los obreros, pero medio siglo más tarde, los trabajadores de mono azul votan Marine Le Pen mientras que quienes fueron líderes estudiantiles celebran la multiculturalidad, dicen «todos y todas» y compran café de kilómetro cero, todo esto mientras miran con desdén a sus antiguos compañeros de barricada como si fueran un grupo de analfabetos entregados a pulsiones premodernas. La libertad para vestir como queramos, para escuchar la música que queramos y para follar con quien queramos, se lo debemos a los primeros guerreros culturales. La pregunta es qué pasó con la otra mitad de la lucha si, tal y como ha demostrado el Nobel francés de economía Thomas Piketty, las desigualdades económicas que entonces se encontraban en mínimos históricos ahora han retornado a los niveles de los años veinte. ¿Preocuparse demasiado por la cultura conduce inevitablemente a descuidarse de la cartera?
En cada tregua moral se crea un espacio de confortabilidad para el pensamiento que hace preguntas incómodas, y tarde o temprano los hijos se fijan en una injusticia que los padres no habían sabido captar
Quería empezar por Francia porque en pleno 2020, las guerras culturales parecen una importación americana y una conclusión necesaria de las redes sociales, la mar gruesa que se agita en Europa después de un tsunami de tuits Donald Trump. Los viejos marxistas europeos lamentan las obsesiones de la izquierda millenial postmoderna para inventar pronombres sin marca de género y denunciar que un personaje de ficción negro está siendo interpretando por un actor blanco con la cara pintada, mientras ya nadie piensa en las huelgas generales. Pues no, la vía cultural ya lleva tiempo entre nosotros y es tan europea como americana. Nosotros no tenemos social justice warriors ni soixante-huitards, pero sí hay progreso y fachas.
El ensayista austríaco Egon Friedell dejó escrito que «la cultura es riqueza en problemas», Friedrich Nietzsche sentenciaba «tenemos el arte para no morir a causa a la verdad» y los Love of Lesbian justifican a un esquizofrénico cantando «Que mala que es la soledad «. Son diferentes maneras de expresar una misma intuición ancestral según la cual cuando los hombres tienen el estómago lleno, la cabeza empieza a encontrar temas donde antes no había nada o, dicho a la catalana, quien no tiene trabajo, el gato de la guerra cultural peina. El psicólogo Abraham Maslow lo formalizó con su archiconocida pirámide: en la base de la existencia están las necesidades fisiológicas y de seguridad, y una vez esto está cubierto, vamos subiendo pisos hasta llegar al reconocimiento. El problema es que la gente perfectamente alimentada acaba cometiendo atrocidades por demandas de reconocimiento. Tanto para recibirlo como para negarlo.
El quid de la cuestión, por supuesto, es cómo canalizamos mejor esta inclinación humana hacia la insatisfacción del espíritu, cuáles son las reglas del juego que nos permiten convertir esta tensión en fuerza productiva y no en un fuego autodestructivo.
Georg Wilhelm Friedrich Hegel tenía una idea sobre la tregua cultural. No está de más recordar su parábola del maestro y el esclavo. En versión exprés: hombre encuentra otro hombre y luchan a muerte y el vencedor no asesina al vencido, sino que la esclaviza. Flash forward y el maestro vive contento y el esclavo las pasa putas, pero he aquí el twist: en realidad, el dueño se encuentra más alienado del siervo porque depende de su trabajo, mientras que el trabajador va dándose cuenta que es su sudor la que hace que el mundo ruede. ¿Entonces el esclavo le corta la cabeza al maestro y se busca otro esclavo? Error: para Hegel, la solución a esta dialéctica llega con el reconocimiento mutuo: maestro y esclavo se ven como iguales y conviven en respeto y armonía. Para resumir su idea de democracia, Abraham Lincoln dijo: «As I would not be a slave, so I would not be a master».
Pero las armonías duran poco y la paz de una generación es la guerra cultural de la siguiente. En cada tregua moral se crea un espacio de confortabilidad para el pensamiento que hace preguntas incómodas, y tarde o temprano los hijos se fijan en una injusticia que los padres no habían sabido captar, se desvela una opresión que se solapa con otra y ya no se puede entender como hacían gracia aquellos chistes tan machistas. La primera generación de los Derechos Humanos incluye el derecho a la libre circulación, la segunda sitúa al mismo nivel el derecho a la vivienda. O a la autodeterminación de los pueblos. Las sufragistas consiguen el voto, pero tres olas después hay que hacer un #MeToo. Si hay progreso, es profundizar en estas libertades, pero raramente se pone en marcha sin que sangre la herida.
El quid de la cuestión, por supuesto, es cómo canalizamos mejor esta inclinación humana hacia la insatisfacción del espíritu, cuáles son las reglas del juego que nos permiten convertir esta tensión en fuerza productiva y no en un fuego autodestructivo. Según los conservadores, intentar mejorar es muy arriesgado y cada libertad hay que conseguirla a cámara lenta y habiendo hecho mucho ensayo y error. Según el centro liberal no somos idiotas, y el libre intercambio de opiniones en el ágora pública conduce a una deliberación racional y la ciudadanía poco a poco se va poniendo de acuerdo porque además de racionales somos razonables. Según la izquierda radical, mientras haya capitalismo, siempre habrá guerra moral, porque el malestar en la cultura es el producto necesario de la desigualdad inherente a la economía de mercado. Pero ninguna de estas ideologías resuelve la pregunta que planteaban a raíz de la hoja de servicios desigual del 68: ¿Es la guerra cultural una distracción de otras guerras, son los debates identitarios una distracción de los consensos materiales? Marx opinaba que si cambiabas la economía cambiarías el espíritu, Gramsci creía que había que cambiar el espíritu para cambiar la economía.
La alternativa al reconocimiento mutuo es la barbarie, y la gracia del reconocimiento mutuo es que no es un estado fusional de amor comunitario: basta con que la ley lo reconozca y una burocracia eficiente que la haga cumplir.
Visto así, Jordi Pujol era marxista: cuando se encontró con el problema de definir la identidad catalana, el ex muy honorable no tiró por la metafísica sino por la física: «catalán es quien vive y trabaja en Cataluña». Este es un ejemplo serio y divertido al mismo tiempo, pero sobre todo nuestro, de tregua cultural: una fórmula creativa que religó los descosidos de una sociedad y dio espacio para respirar políticamente a un momento histórico concreto. Y claro, tal como decíamos, con el tiempo aparecen inevitablemente las costuras del traje, y lo que servía para un momento acaba siendo inútil. La noria del pensamiento hace que una buena idea lo sea durante un tiempo hasta que deja de serlo, y es en la necesaria degradación que existe también la obligación tan desoída de regenerarse.
Hegel pensaba que la historia progresaba y que eventualmente llegaría a su final: cada paso atrás era después sublimado en forma de paso adelante y con vista de pájaro el avance era indudable. Hoy estamos curados de espantos y la posibilidad del reconocimiento mutuo nos parece solo eso, una posibilidad, y, si acaso, rara, frágil y preciosa; nunca una garantía. Francis Fukuyama, politólogo contemporáneo, se hizo famoso diciendo que el capitalismo liberal democrático era el final hegeliano de la historia. Visto que erraba, su último libro Identidad: La demanda de dignidad y las políticas de resentimiento, ve el deseo de reconocimiento como una amenaza al centro liberal porque no es una pulsión que se puede satisfacer por procedimientos económicos impersonales. Si Hegel ponía el deseo de reconocimiento como el motor de la historia, Fukuyama ahora lo encuentra un palo en las ruedas porque es un deseo demasiado emocional o, en otras palabras, demasiado cultural.
Fukuyama se equivoca y Hegel tenía razón. La diferencia entre los que quieren que las diferencias cuenten y los que no, entre sexistas, supremacistas y fundamentalistas, y demócratas generosos y tolerantes, es el tuétano de la moralidad que supera, que debe trascender cualquier relativismo. La alternativa al reconocimiento mutuo es la barbarie, y la gracia del reconocimiento mutuo es que no es un estado fusional de amor comunitario: basta con que la ley lo reconozca y una burocracia eficiente que la haga cumplir. ¿Se llegará antes poniendo el foco en la economía o en la cultura? Pues con las dos, claro. Todo depende de la creatividad y la inteligencia de los líderes políticos para saber oler el espíritu de su tiempo. La economía sin cultura es ciega, la cultura sin economía es impotente. Cuando se hacen cumplir las dos, la tregua cultural llega tan natural que casi parece una reconciliación.