El desafío de la memoria en unos tiempos de posverdad

Técnico superior al MUHBA (Museu d'Història de Barcelona) y profesor asociado a la Universidad de Barcelona. Es autor de los libros Claude Lefort. La inquietud de la política (2017, Gedisa) y Memoria de la Revolución (2020, Documenta Universitària).

En unos tiempos llenos de desesperanza y de desencanto, unos en que la misma idea de futuro ha entrado en crisis, no es extraño que la antaño promisoria mirada hacia el porvenir haya sido reemplazada por una más retrospectiva. De ahí que lo que quede sea una memoria de un pasado cada vez más presente, y una que en las últimas décadas se ha focalizado en recuperar el recuerdo de las víctimas. Por eso mismo, también otras memorias se han reinterpretado oportunamente desde esta perspectiva y, no siempre con la misma legitimidad, esta condición de víctima ha sido reclamada por todos lados. Más aún, se ha querido patrimonializar para recordar los propios agravios históricos por encima de los ajenos, en especial si afectan a rivales políticos. Entre otras cosas, porque se parte de la casi unánime e irrenunciable convicción de que la historia nos da y nos tiene que dar la razón. Cada vez más, por eso, la memoria se ha convertido en la continuación de la política por otros medios. Y aunque en rigor no sea un fenómeno novedoso, no hay que pasar por alto las preocupantes particularidades de un contexto actual que nos coloca ante nuevos retos y problemas.

El problema no reside tanto en la pervivencia de la memoria como en los abusos llevados a cabo en su nombre, razón por la que también resulta necesario reivindicar una historia que sea crítica y a la vez autocrítica, desmitificadora y desacralizadora

El actual apogeo de la memoria ha sido objeto de no pocos miedos y críticas.  Incluso algunos de sus partidarios no han escondido su carácter potencialmente peligroso y divisorio. Por eso, también han abundado los detractores que han abogado por pasar página e incluso predicar una en verdad imposible y no pocas veces injusta e inexigible política a favor del olvido. Frente a eso, hay que tener en cuenta que la proliferación de excesos actuales no implica que no haya otros usos posibles y más razonables, más justos incluso. Sin ir más lejos, el boom de la memoria de las últimas décadas también sirvió para rescatar la voz e importancia de esos otros pasados ninguneados. La reivindicación de la memoria se reveló así como una pretensión plenamente legítima que, de paso, condujo a cuestionar nuestra forma de relatar el pasado, a renovar la misma historia y a intentar ofrecer cuando menos una suerte de reparación simbólica y moral a las víctimas. En este sentido, en especial en un tema como la Shoah, se han logrado avances indudables, pese a que también sea cierto que en muchos casos fuese porque las peticiones de perdón y admisiones de culpa no colisionaban frontalmente con los principales intereses del presente.

En mi opinión, el problema no reside tanto en la pervivencia de la memoria como en los abusos llevados a cabo en su nombre, razón por la que también resulta necesario reivindicar una historia que sea crítica y a la vez autocrítica, desmitificadora y desacralizadora, consciente de sus límites como disciplina de conocimiento pero también de sus virtudes, que la deben acompañar y problematizar. Del mismo modo que la memoria sirvió y sigue sirviendo para cuestionar y mejorar la historia, se debe favorecer el movimiento contrario y estimular un diálogo productivo entre ambas. De hecho, muchos de los logros pasados en este terreno se deben leer justamente desde esta perspectiva.

Lo más alarmante es que relatos y revisionismos que parecían superados han retornado con gran fuerza, con lo que se evidencia la posible fragilidad de unos avances que, en el campo de la memoria, se hallan siempre expuestos a ser cancelados o revertidos

El problema es que eso parece no bastar hoy en día. La paradoja es que el nuevo auge de la memoria, y de algunos de sus peores rostros, coincide en una época con tantos y tan buenos historiadores. Cuando más recursos tenemos para conocer mejor el pasado no por ello lo logramos, pues con frecuencia preferimos cobijarnos en una memoria parcial, presentista, politizada e incluso moralizada que prevalece en la esfera pública sobre historias más desapasionadas y complejas; y, por eso mismo, menos maniqueas, menos dóciles a la instrumentalización y, en fin, menos atrayentes.

A decir verdad, estas historias pueden aparecer como discursos molestos que a causa de lo que revelan son despreciados e incluso atacados. Hace poco acaeció en Polonia en la conocida polémica en torno a Jan Gross. Este historiador investigó los crímenes antisemitas perpetrados en el contexto de la Segunda Guerra Mundial que el relato nacionalista negaba y por conductas como la suya se promulgó una ley mordaza en 2018 que, entre otras cosas, se proponía castigar con tres años cárcel a quienes imputaran al Estado o la nación polacos actos que se debían asociar al nazismo, un extremo que luego se enmendó.

Nuestra relación con la memoria se ha transformado y polarizado más aún en los últimos lustros, por lo que nos hallamos ante nuevos desafíos que tienen una difícil respuesta dentro de un marco democrático

Lejos de ser anecdótico, este incidente concreto entronca con una tendencia repetida en otros países y que atestigua nuestra dificultad a la hora de asumir pasados incómodos. Y lo más alarmante es que relatos y revisionismos que parecían superados han retornado con gran fuerza, con lo que se evidencia la posible fragilidad de unos avances que, en el campo de la memoria, se hallan siempre expuestos a ser cancelados o revertidos. Por seguir con el ejemplo anterior, no está de más recordar que Aleksander Kwasniewski, a la sazón presidente de Polonia, sí se había atrevido a pedir perdón en 2001 por la matanza de Jedwabne, cuya autoría polaca había sido desvelada por el citado Jan Gross y que muchos años más tarde aún resulta políticamente difícil de digerir.

Además, es preciso resaltar que nuestra relación con la memoria se ha transformado y polarizado más aún en los últimos lustros, por lo que nos hallamos ante nuevos desafíos que tienen una difícil respuesta dentro de un marco democrático. Para entender estos cambios puede ser útil recuperar el atinado artículo escrito hace unos días por Ignacio Sánchez Cuenca, quien lamentó la crisis contemporánea de las mediaciones, una crisis que no solo afecta a la política sino asimismo al conocimiento en general, con lo que cuantiosas teorías no ya solo pseudohistóricas sino también pseudocientíficas han ganado visibilidad en los últimos años y nos hemos abismado en el terreno de la posverdad.

Lo que quiero destacar es que la posverdad no es lo mismo que la mentira. Mientras que esta se contrapone a una verdad que en el fondo le preocupa y a la cual pretende sustituir e incluso imitar, la posverdad se puede mover en torno a un cinismo estructural que se preocupa mayormente por satisfacer a su propia audiencia. Por eso, no es extraño que renuncie a debatir o siquiera a intentar convencer a los otros y que proliferen cuantiosas airadas y maniqueas ficciones ad hoc que, como se constata en el actual orbe digital, coadyuvan a la forja de homogéneos mundos paralelos que funcionan más como cajas de resonancia que básicamente escuchan el eco de sus propias opiniones. Con ello se contribuye a la fragmentación de la sociedad, a su polarización y a promover un antagonismo espoleado cada vez más por una poco democrática retórica del amigo y del enemigo. Por lo que concierne a la historia, además, todo ello redunda en la peligrosa pérdida de un mundo común que no solo afecta al presente, sino que, al prestarse sobre todo atención a conflictos pretéritos que leídos desde las demandas y deseos actuales son interiorizados como fatalmente crónicos e insalvables, se agrava al proyectarse también hacia el pasado.

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