De “precious snowflakes” al #Woke
Si tuviera que encontrar el cambio más distintivo de principios a finales de la década, dejando de lado, por supuesto, la reciente y merecida angustia por los pantalones «pitillo», «skinny» o «cigarrillo»; si entre todos tuviéramos que elegir una muestra de cómo ha cambiado el mundo, ésta sería sin duda la percepción de la palabra «feminista». Hemos pasado de un extremo al otro. A principios de los años diez, el feminismo era un grito estridente, molesto. No lo entendíamos. Gran parte de la sociedad occidental se encontraba en ese punto de la igualdad que brilla especialmente sobre papel y poco más, por lo que seguir con cánticos feministas sólo podía venir de lo que en realidad debía ser una oscura vocación hembrista. Del odio a los hombres. De las ganas de tratarlos tal como nos habían tratado ellos. Es natural que algunos tuvieran miedo. Y fuera por miedo o por simple ignorancia, las mujeres que entonces se declaraban feministas acababan siendo caricaturizadas. «Estas locas piden igualdad? Mira que histéricas, con el pelo rojo y las gafas de pasta». Se reían los de derechas, los de izquierdas y los moderados. Porque ser feminista era entonces una ideología extremista, a menudo comparada con los ecologistas y veganos, una especialización del bien. El capitalismo aún no había sabido ver el truco y no había ni purplewashing ni greenwashing. Y si no vende, molesta. Así que durante años y años no podíamos dejar de escuchar las reivindicaciones con la vocecita repelente de Lisa Simpson.
Vivimos en la época de la performatividad: lo que decimos que somos es tanto o más importante que lo que somos en realidad, porque la mitad de cosas que hacemos las publicamos online, gritando a los cuatro vientos
Pero si ahora sales a la calle y preguntas a la gente si es feminista, las respuestas serán completamente diferentes. El feminismo no genera (tanta) controversia, parece que ya no corremos al añadir el «¡pero no odio a los hombres!» como si nos tuvieran que quemar en la hoguera. Si en los alrededores del 2012, caras mediáticas como Marion Cotillard o Lana del Rey rechazaban de manera firme la etiqueta, comprensiblemente, en el año 2017 Dior presentaba camisetas con el mensaje «we should all be feminists» o «feminist AF» en su desfile de la New York Fashion Week. ¿Cómo hemos llegado a un cambio tan radical? Seguramente es gracias a estas guerras culturales que nos hacen tanta gracia. Como decían unos que yo me sé, vivir es tomar partido. Vivimos en la época de la performatividad: lo que decimos que somos es tanto o más importante que lo que somos en realidad, porque la mitad de cosas que hacemos las publicamos online, gritando a los cuatro vientos. Las redes no explican quién eres, sino quien quieres ser. En los alrededores de 2014 a feministas de internet se las llamaba «special snowflakes«, porque el hecho de querer remarcar esta diferencia versus la norma, el hombre-blanco-cis-hetero-etc que saturaba inevitablemente todas las narrativas del momento; hacer de la identidad divergente un rasgo distintivo y reapropiarse de la alterización era considerado un rasgo narcisista, egocéntrico e infantil. Molesto. «Precious snowflakes«, demasiado sensibles para saber callar y dejar de molestar. Pero es que somos seres sociales, e incluso desde la oscuridad de la habitación un domingo por la madrugada, queremos sentir que no estamos solos. Queremos sentir que nuestra experiencia también puede ser universal en cuanto que es compartida, y, por tanto, válida, aunque no sea la de un hombre-blanco-cis-hetero-etc. Y quizás por ahí podríamos explicar fenómenos como el del #MeToo. Si no te sientes apoyado en un bando, tienes que buscarte otro. Y así empiezan las guerras.
A principios de la década, ser feminista estaba más bien poco valorado. El discurso generalizado nos decía que era una estridencia innecesaria; ahora, en cambio, se hacen camisetas y se utiliza para ligar. ¿Cuándo pasó a considerarse atractivo lo que hasta entonces nos molestaba?
Yo he crecido con el internet: blogs, memes, gatitos y «La Caída de Edgar«. Viví el boom del movimiento feminista de cuarta ola de primera mano, buzeando por el pozo sin fondo que era Tumblr en aquella época, tierra de los «social justice warriors» que pusieron los cimientos de la actual cultura de la cancelación. El concepto del #MeToo era simple pero terriblemente potente. Hablar sin tapujos de todo lo que hasta entonces no decíamos por miedo a ser las únicas y encontrarnos solas contra el mundo. Históricamente siempre se ha enajenado las víctimas, ya sea por la creencia de que las mujeres son mentirosas, mezquinas y provocadoras, por proteger el patriarcado, o por simple miedo, para protegernos a nosotros mismos. Un miedo terrible de terminar tu misma en el lugar de la víctima. Nos creíamos fuertes pensando que a nosotras nunca nos pasaría, porque nosotras sabíamos más, no éramos como las otras chicas. Pero el caso es que, cegadas por esta misoginia interiorizada auto-defensiva, obviábamos que «las otras chicas» somos todas. El #MeToo nos sirvió para verlo. Todas habíamos sufrido alguna forma de abuso, con más o menos violencia. El #MeToo nos permitió reclamar nuestra narrativa.
La cultura es la expresión de la identidad, identidad que, de una manera u otra, elegimos. La cultura que marca esta identidad puede venir sugerida por el género, la etnia o la nacionalidad; por la generación a la que pertenecemos o incluso por el oficio que practicamos. Esta identidad te posiciona socialmente en una pirámide imaginaria que cada uno tiene en la cabeza y que determina el capital social, es decir, cómo somos valorados según las estructuras y parámetros de la sociedad, o cómo nuestra identidad sería hipotéticamente valorada por las identidades mayoritarias o dominantes. En un mundo clasista, se valorará positivamente a quien venga de una familia de dinero, ergo, ser de clase media-alta te da capital social. A principios de la década, ser feminista estaba más bien poco valorado. El discurso generalizado nos decía que era una estridencia innecesaria; ahora, en cambio, se hacen camisetas y se utiliza para ligar. ¿Cuándo pasó a considerarse atractivo lo que hasta entonces nos molestaba? Pues cuando, más allá de una ideología, hicimos una identidad creando una cultura a su alrededor. Si antes se ridiculizaba a los activistas diciéndoles «snowflakes», ahora tenemos las redes inundadas de jóvenes que dicen que quieren un novio #woke por pareja. «Woke«, despierto, al caso de las cuestiones de justicia social. El activismo está de moda y no es casualidad. El sistema híper-capitalista que nos obliga a encontrar salida económica hasta nuestros hobbiesde hacer ganchillo y papiroflexia, este mismo sistema es el que acaba empaquetando cualquier expresión cultural como si la tuviéramos que vender. Sabemos que, para ganar el debate, lo tenemos que hacer atractivo. Y en un contexto regido por el marketing, porque el producto somos nosotros y, por tanto, todo lo que pensamos; en un contexto regido por el marketing, cualquier idea se acaba convirtiendo en propaganda. Es inevitable la polarización: estás con nosotros, o eres el enemigo en el campo de batalla.
La guerra cultural ha ayudado a definir espacios, a poner el foco en temas que antes evitábamos. Esta obsesión que tenemos con la identidad ha hecho que tengamos que elegir bandos: ¿machista o feminista? Woke o incel? Este juego, este choque, el tener que tomar partido y posicionarnos como si nuestra opción interesara a alguien, ha hecho avanzar la sociedad hacia un futuro más feminista, sí. Movernos hacia los extremos pone el problema en el centro, y aunque sea infantil y simplista hablar de buenos y malos, poder decir abiertamente que se es feminista deja claro quién prefiere seguir siendo machista.