Despolarizar Cataluña
El incremento de la polarización es una pauta común de muchas democracias contemporáneas. Tras décadas en las que los partidos catch-all competían por votantes procedentes de orientaciones diversas, estamos pasando a lo contrario: asegurar el apoyo de los convencidos ofendiendo a los adversarios.
Aunque no es fácil medirla, algunos indicadores académicos lo certifican: en Cataluña la polarización partidista en el eje nacional percibida por los electores supera ya el nivel 7 en una escala de 10 puntos, donde más allá del 5 resulta inusual y preocupante. La polarización entre los propios electores solo estaría un punto por debajo de esa cota.
No es un dato inocuo, porque tiene consecuencias: incentiva la competencia centrífuga, consolida la política de bloques, disuade del consenso, reduce de los espacios para acordar reformas políticas y sociales, hace más inmune a los individuos ante la información que contradiga sus prejuicios, y sobre todo provoca ruido. Mucho ruido: sinvergüenzas, miserables, golpistas, fascistas, traidores, enloquecidos, franquistas… Como apuntan Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, la polarización es una fuente de incentivos para que los políticos infrinjan la necesaria tolerancia mutua respecto a sus oponentes, alimentando una política de adversarios que acaba debilitando la contención institucional de los políticos en el poder. Hoy nos estamos acostumbrando a políticos que se han perdido el respeto públicamente, y no dudan en usar las instituciones (o amenazar con hacerlo) para debilitar al adversario.
Es difícil entender el Brexit o el procés (y sus reacciones contrarias desde la política española) sin tener presente cómo se ha ido produciendo ese realineamiento de muchos votantes en torno a identidades políticas menos proclives a adoptar otras causas compartidas o cruzadas.
Los partidos suelen promover estrategias de polarización para mantener la lealtad de votantes cada vez más volátiles y reacios a aceptar las contradicciones de sus representantes políticos. La favorecen, además, el uso de las redes sociales como nueva arena parlamentaria, y la llegada de políticos outsiders, a menudo puristas ajenos a las convenciones no escritas de la hipocresía política, que permite teatralizar el conflicto social sin que eso perjudique la capacidad de dialogar y tejer pactos detrás de las cortinas con los adversarios.
Sin embargo, también hay quienes alertan sobre la existencia de una predisposición psicológica latente, entre muchos ciudadanos, a activar prejuicios e identidades de grupo que les distancian progresivamente de aquellos que piensan diferente. Como argumenta Lilliana Mason en Uncivil agreement. How politics became our identity, la era Trump ha sido también el resultado de una progresiva segmentación de los electores mediante fronteras políticas altamente impermeables, desde las cuales interpretan la realidad con cristales estrictamente partidistas. Esa progresiva desconexión entre votantes mediante el encasillamiento en grupos políticamente homogéneos les vuelve más propensos a generar hostilidad contra los grupos opuestos, y a rechazar aquellos políticos que persisten en tender puentes entre comunidades cada vez más aisladas.
Es difícil entender el Brexit o el procés (y sus reacciones contrarias desde la política española) sin tener presente cómo se ha ido produciendo ese realineamiento de muchos votantes en torno a identidades políticas menos proclives a adoptar otras causas compartidas o cruzadas. Si bien el movimiento independentista es socialmente más diverso de lo que sugiere la caricatura sobre él, también lo es que hoy rasgos como la lengua, el sentimiento de pertenencia o el origen territorial o de los padres son predictores aún más fuertes de las posiciones políticas de los individuos, sea cuando se manifiesta el apoyo a la secesión o la valoración de los Mossos d’Esquadra. Quien sí ha perdido transversalidad es la política catalana, en la medida que los nuevos partidos se han aupado sobre bases electorales menos plurales que las que siempre mantuvieron CiU y PSC. A Pujol le votaban españolistas, a Maragall o Montilla, independentistas.
La importancia de fuerzas ideológicamente transversales para contener la polarización queda de manifiesto en el estudio recién publicado del mencionado Ziblatt sobre los partidos conservadores. Según este, la democracia liberal pudo triunfar allí donde estas formaciones construyeron organizaciones suficientemente amplias y socialmente plurales para evitar el surgimiento de opciones más radicales que pusieran en peligro los consensos democráticos. Por el contrario, su ausencia permitió que la polarización se llevara la República de Weimar por delante