El agrietamiento catalanista

Miembro del Consejo Rector del CEO y colabora con Agenda Pública en análisis sobre política catalana, española y comportamiento electoral

Los cambios que vivimos y la aceleración están rearticulando nuestras sociedades. El supuesto final de la historia está produciendo un mundo más convulso e incierto, alejado de la promesa de un progreso ilimitado donde la fragmentación es la tendencia general en las sociedades avanzadas: la estructura social, económica, cultural y de género es un rompecabezas con más piezas pequeñas y difíciles de unir, que imposibilita las coaliciones amplias y los consensos que existieron.

Una muestra de esta tendencia es la fragmentación de los sistemas de partidos. La finalización de los grandes relatos y de las opciones políticas de síntesis desvela nuevas opciones partidistas que intentan articular estos intereses grupales dificultando la transacción y la construcción de grandes mayorías sociopolíticas. El consenso, la necesidad de un marco común acordado por las diferentes partes que integran la sociedad, se complica en este mar de fracturas. En la época de la política de la identidad, las múltiples divisiones se trasladan a nuestro comportamiento político, de modo que fragmentan los sistemas de partidos y dificultan la conformación de gobiernos, mayorías y acuerdos estables.

Fragmentación sociopolítica

Catalunya no es una excepción en esta dinámica de fragmentación sociopolítica. A la suma de estos fenómenos tenemos que añadirle una de las características propias del ecosistema político catalán: la cuestión nacional. En Catalunya, los diferentes sectores políticos y sociales supieron consensuar un modelo de país basado en el respeto a la identidad catalana, unas instituciones de autogobierno legitimadas por la creación de un Estado del bienestar inclusivo y un respeto a la pluralidad identitaria del país. El consenso de la oposición al franquismo, interpretado por fuerzas e ideologías que toda Europa habían dado sustancia al pacto de posguerra, se trasladó al sistema político catalán: la existencia de dos grandes partidos que sumaban más de la mitad de los votos y de tres formaciones políticas menores en un marco cultural, identitario y político compartido daba unas garantías de estabilidad política y una pista por donde la política catalana transcurría con tranquilidad.

Sin embargo, la última década ha resquebrajado el consenso catalanista en lo que habíamos vivido hasta el momento. Desde una óptica nacional, la política catalana se ha caracterizado recientemente por unas claras dinámicas de polarización: parte de lo que ha pasado en los últimos quince años se entiende por un proceso de subasta nacionalista entre las principales formaciones del catalanismo político. Desde la legislatura de elaboración del Estatut de 2006 hasta los acontecimientos de 2017, el funcionamiento de la política catalana se ha caracterizado por una competición entre dos formaciones, inicialmente CiU y ERC, a las que posteriormente se añadió la CUP, en la que las demandas nacionales de un partido eran inmediatamente sobrepasadas por los otros. Desgraciadamente, esta competición no sólo se dio en el ámbito del nacionalismo catalán: PP y C’s también han competido en torno al nacionalismo español radicalizando cada vez más sus posturas.

Eso ha provocado que la política catalana haya girado en torno a la cuestión nacional en los últimos tiempos dando como resultado una fuerte polarización identitaria: este largo proceso nos deja una sociedad dividida sobre el futuro de Catalunya. Una división estrechamente ligada a la identidad nacional y a la lengua que consideran propia los ciudadanos de Catalunya. Es aquí donde aparece la belgicanización de Catalunya: un fenómeno que intenta describir la realidad de una fractura a nivel identitario que remueve las preferencias territoriales, culturales, partidistas y de futuro de los dos bloques que se conforman. Un repaso demoscópico muestra un país donde la identidad determina claramente las preferencias de los votantes: los de identidad dual o más española se muestran contrarios a la independencia, se inclinan por formaciones políticas no independentistas, valoran peor las instituciones de autogobierno y se decantan mayoritariamente por el statu quo como encaje para Catalunya dentro de España; el grupo de identidad más catalana hace todo lo contrario.

Retroceso

Desde una vertiente socioeconómica, las instituciones catalanas no han sabido ofrecer un marco de protección social y laboral ante los cambios que el capitalismo financiero que el siglo XXI ha provocado. La desprotección ante la desindustrialización, la fuerte precarización de una economía cada vez más terciarizada, el impacto de la tecnología en el mercado laboral y sus consecuencias sociales han sobrepasado a la mayor parte de instituciones democráticas después de la Gran Recesión. Catalunya, como otros países, ha sufrido un retroceso evidente en las condiciones vitales y en el bienestar de grandes sectores de su ciudadanía incrementando así las críticas hacia el funcionamiento democrático y la utilidad de la política.

Este doble agrietamiento complica los consensos sobre los que se había desarrollado la política catalana. El marco catalanista que permitía alianzas a izquierda y derecha entre distintas formaciones se rompe cuando partidos del mismo espectro ideológico no pueden acordar entre si por la fractura que causa el eje nacional. Los respectivos electorados, cada vez más polarizados, no entenderían pactar con el bando contrario, lo cual nos conduce a cierta parálisis institucional, como demuestra la polémica por la aprobación de los presupuestos catalanes o de la ciudad de Barcelona. Además, los factores identitarios se correlacionan con la valoración institucional: los ciudadanos de identidad más catalana valoran mejor las instituciones autonómicas que las estatales y viceversa. Paralelamente, los poderes públicos no saben cómo actuar para corregir las fallas propias de una economía de mercado en continúa aceleración en la que cada vez hay más perdedores. Al fin y al cabo dificulta la actuación de unas instituciones de autogobierno que tienen que afrontar cambios que afectan de lleno a la sociedad catalana.

Un nuevo consenso

Ante eso ¿cómo tejer un nuevo consenso en una sociedad nacional y socialmente divididamente? Sobre la base de una normalización política, que pasaría por la absolución de los líderes independentistas encarcelados, dos deberían ser los pilares básicos de un nuevo consenso para la Catalunya de mañana: el primero, un gran acuerdo de país que mejore el autogobierno, reconozca Catalunya como nación, respete la pluralidad nacional y sea sometido a las urnas; el segundo, un acuerdo social que se materializaría con un fortalecimiento de nuestro Estado del bienestar desde una lógica innovadora para que pueda enfrentarse a retos sociales, económicos y laborales. Solo con un doble acuerdo nacional y social podremos construir un nuevo consenso que permita una total relegitimación de nuestras instituciones.

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