El consenso, una pasión democrática
Se diría que los hombres solo conocen de verdad aquello que han vivido en primera persona, aunque sus sueños se proyecten hacia un lejano pasado de tintes míticos o hacia un futuro utópico del que únicamente aciertan a percibir sus rasgos más brillantes. En cierto modo, podríamos afirmar que todos somos hijos de la posguerra: un largo periodo de paz y prosperidad que trajo consigo la extensión de las clases medias, un generoso pacto social al que llamamos Estado del bienestar, el final aparente de los nacionalismos y la progresiva cooperación comunitaria desde los ya lejanos Tratados de Roma. Ese continente surgido de la posguerra no puede entenderse sin la gran catástrofe que supuso la primera mitad del siglo XX: dos guerras mundiales, la caída de los imperios, la revolución rusa, el ascenso de los totalitarismos, Weimar y la shoah, los efectos del crac del 29 y la hiperinflación alemana.
Cuestiones fundamentales
En un libro fascinante, Kelsen versus Schmitt, los profesores Josu de Miguel y Javier Tajadura han profundizado con especial lucidez en lo que supusieron aquellos años de fuerte crisis existencial y las lecciones que se extrajeron de cara al mundo que hoy conocemos. Las cuestiones fundamentales de la libertad y la igualdad, del pluralismo y la tolerancia, de la difícil relación entre las masas y las elites, del papel de la aclamación popular y la representación parlamentaria estaban ya entonces presentes. Como lo estaba la cuestión de la defensa de la democracia frente a sus patologías, ya fueran en forma de excesiva concentración del poder, desamparo de las minorías, rechazo de la ley o fortalecimiento de las retóricas populistas. “La suerte de la democracia moderna –escribirá Kelsen– depende en gran proporción de que llegue a elaborarse un sistema de instituciones de control. Una democracia sin control será insostenible, pues el desprecio de la autorrestricción que impone el principio de la legalidad equivale al suicidio de la democracia”.
De ahí que, tras la experiencia agónica que sufrió Europa en aquellas décadas fatídicas, emergiera en la posguerra un modelo de Estado constitucional más sofisticado, que hacía suyos los principios fundamentales del liberalismo político, con su defensa de la razón ilustrada, la tolerancia, el respeto a los derechos y la lógica protección de las minorías. Pero, evidentemente, sin un mínimo de consensos básicos en la sociedad, nada de eso habría sido posible.
El consenso cultural
Como sugiere el historiador inglés Owen Chadwick, “no podemos entender una sociedad sin hacer el esfuerzo de conocer sus filosofías de fondo, su práctica religiosa, sus códigos morales, sus influencias literarias y las hipótesis científicas con las que trabaja”. Tocqueville estaría de acuerdo en este punto: el consenso cultural refleja el humus de un país, sus mitos y sus ficciones, sus valores y sus virtudes.
Reivindicando a Platón, en su reciente ensayo La imaginación conservadora, Gregorio Luri ha subrayado el papel que desempeña ese acuerdo de fondo, a veces difícil de describir, que la antigüedad griega llamó politeia y que las democracias liberales –salvando todas las distancias, que son muchas– podrían denominar consenso o compromiso. “Una comunidad política sana –explica el filósofo navarro–, es decir no escindida en dos por las discordias civiles, puede verse como una pluralidad armónicamente cohesionada que parece moverse y evolucionar al son de una música que solo ella escucha nítidamente”. Por supuesto, la mayoría de nosotros solo acertamos a descubrir cuál es el valor real de ese consenso cuando lo hemos perdido y no cuando nos movemos de forma natural en él. Luri nos recuerda que es “la ciudad la que establece los límites de las excepciones soportables”, lo cual plantea lógicamente el problema del disenso en el marco de las democracias modernas.
La democracia de masas resulta inviable sin una cultura política que haga viable la creación de consensos
¿Dónde situar esa frontera porosa que determina el filo de lo admisible? O, dicho de otro modo, ¿es todo legítimo en democracia o existen determinadas salvaguardas necesarias? Y, en último término, ¿cabe confundir la democracia con un mero andamiaje formal carente de contenido? No son preguntas baladíes, sino cuestiones ineludibles que vuelven a apelarnos con crudeza cuando los grandes acuerdos nacionales empiezan a presentar síntomas de deslegitimación. Esa fue la experiencia espeluznante de Europa a lo largo de la primera mitad del pasado siglo, que recorrió todo el debate anteriormente citado entre Kelsen y Schmitt. Esa experiencia es también la que delimita la letra pequeña del proyecto comunitario surgido en la posguerra. Nadie escapa a la historia ni a sus lecciones.
Un doble principio
Kelsen, nos recuerdan Josu de Miguel y Javier Tajadura, sabía muy bien que la democracia de masas resulta inviable sin una cultura política que haga viable la forja de consensos. En su raíz, se encuentra la conciencia de un doble principio: nuestras imperfecciones y el carácter contradictorio de la realidad, por un lado, y la exigencia misma de la tolerancia, que hace posible la convivencia entre los hombres, por el otro. San Agustín planteó una analogía similar al sostener justamente, en uno de sus tratados, que hay que ser amigo del hombre para poder juzgarlo.
La democracia moderna surge de las ruinas de una Europa que convirtió la dialéctica amigo-enemigo en su razón de ser y lo hace muy consciente del valor de la libertad política, que solo es posible articular a través del pluralismo, el acuerdo, la seguridad jurídica, la protección de las minorías, los órganos de control del poder y la representación parlamentaria. Y, en última instancia, también a través de algún tipo de amistad o de empatía con el otro. “El compromiso –defiende Hans Kelsen– significa: posponer lo que separa a los asociados a favor de lo que les une. Todo trueque, todo acuerdo, es un compromiso; pues compromiso significa: tolerarse.”
El espacio de la democracia liberal no puede ser sino el que construye en común aquello que en origen no lo es. No exactamente, al menos. Y ese lugar resulta inhabitable sin los contrafuertes de la ley, sin la justa prevención frente al dictado definitivo de las mayorías y sin la prudencia de una moderación que se sabe constructiva. Lo opuesto es el poder de la política desnuda, la lógica perversa de la enemistad.
No llamemos democracia a lo que no lo es.