El futuro es un juego
Más de medio millón de personas empezaron el año con las campanadas de Ibai Llanos. En su minuto de oro, el streamertuvo más espectadores que Cuatro o La Sexta. Las presentó en el set de su casa, a través de Twitch, plataforma propiedad de Amazon enfocada sobre todo a la emisión de videojuegos en directo. Llanos empezó su carrera retransmitiendo League of Legends en 2014, y ha fichado por G2 Esports, dedicado a los deportes electrónicos. Tiene veinticinco años.
Ver las campanadas en una pantalla forma parte de una tradición que incluye decidir en qué televisión hacerlo. Ahora se añaden los sitios digitales, y ganan terreno entre los que nacieron con el milenio. Distanciarse de los adultos con un lenguaje distinto, un tipo de música o un modo de vestir, es propio de los adolescentes, sean de la generación que sean. La llegada de los ordenadores personales acabó con esos momentos de convivencia que aún podían darse en prime time frente a la tele. El aislamiento de los miembros de la familia se acentúa con los smartphones: pese a estar en la misma sala, cada uno tiene su propio mundo en las manos. Quienes hoy bordean los veinte años no solo no comparten contenidos con los adultos, tampoco lo hacen en los mismos canales.
Los medios tradicionales no hablan su idioma, y se refieren a ellos con un genérico “los jóvenes”, que englobaría a más de dos millones de personas de entre 20 y 24 años en España
Podría decirse que Facebook se ha vuelto la red de los abuelos, Twitter la de los tíos (y cuñados), Instagram la de los padres. Y, rápidos, los hijos descubren nuevas vías para comunicarse sin que a los adultos lo vean (ni lo entiendan demasiado; qué sentido tiene eso de pasar el rato ante un tipo narrando cómo juega al Fortnite). Los medios tradicionales no hablan su idioma, y se refieren a ellos con un genérico “los jóvenes”, que englobaría a más de dos millones de personas de entre 20 y 24 años en España (unos cinco millones, si contamos hasta los 29). Una cifra muy por debajo de los que teníamos su edad hace dos décadas. Es decir, la generación X: esos que nos hemos hecho viejos antes de haber madurado.
Su conexión con el mundo se limita (ahora forzosamente) a las pantallas. Lo cual, entre otros inconvenientes, complica la concentración en el ámbito educativo y la posibilidad de encontrar trabajo
En 2019, “los jóvenes” iban a salvar el mundo del calentamiento global gracias a los Fridays for Future de Greta Thunberg, según los titulares. En 2020, también según los titulares, “los jóvenes” se convirtieron en los principales culpables de la inminente extinción de la humanidad por ser unos irresponsables que no asimilaban la magnitud de la pandemia. Cuando se les habría permitido ser un poco tarambanas (ya son mayores de edad, tienen toda la vida por delante, algunos se fueron del pueblo para estudiar en la ciudad, conocerán a gente nueva y así aprenderán a crecer), tuvieron que volver a casa de sus padres, a la habitación de su niñez. Su conexión con el mundo se limita (ahora forzosamente) a las pantallas. Lo cual, entre otros inconvenientes, complica la concentración en el ámbito educativo y la posibilidad de encontrar trabajo. En definitiva, acentúa la dificultad de independizarse.
No es que independizarse fuera fácil a principios de siglo. Carreras universitarias como la de periodismo ya se cuestionaban entonces, entre otras razones porque los alumnos sabíamos mejor que los profesores cómo funcionaba un todavía incipiente internet. Nos educaron con un modelo obsoleto. A los hijos de la sagrada transición nos habían asegurado que, si éramos aplicados, trabajábamos a la vez que estudiábamos, aceptábamos eternos contratos en prácticas, aprendíamos idiomas y viajábamos, teníamos alguna posibilidad de dedicarnos a lo que nos propusiéramos.
En la era de la inmediatez, todo es efímero y se resuelve aparentemente con un clic. Como si bastara con desear algo para recibirlo a domicilio
Los veinteañeros de hoy no se tragan esas patrañas. La crisis de 2008 (que se notó sobre todo a partir de 2010) nos pilló justo cuando pretendíamos incorporarnos a la vida adulta, la del sueldo fijo y la vivienda digna, idóneos para crear una familia. Aquella estabilidad que nos parecía ver en el estilo de vida de nuestros padres, los veinteañeros no la han percibido nunca. Nacieron con la crisis del sistema, tambaleante desde que quedaron al descubierto la corrupción, la especulación inmobiliaria, la precariedad laboral, la controversia sobre la división de poderes, la ineptitud política, y un largo etcétera que, ya de partida, les ha dejado pocas opciones a las que aferrarse. Enmarcado en la llamada posverdad –por la cual las opiniones tienen la misma categoría que los hechos probados, contrastados y contextualizados, y la mentira no se castiga– esto provoca que el descrédito sea absoluto.
Además, el valor de las cosas ha cambiado. Cuando el euro entró en curso, con diez euros podías comprarte un CD. Hoy, con diez euros tienes acceso a casi toda la música del mundo. En la era de la inmediatez, todo es efímero y se resuelve aparentemente con un clic. Como si bastara con desear algo para recibirlo a domicilio, y la realidad pudiera encenderse y apagarse igual que los dispositivos. Hasta un punto es cierto, siempre que no te desvíes de la oferta. Los contenidos ya no ocupan espacio en las estanterías; un espacio que, de todos modos, no se podrá permitir la mayoría de veinteañeros, dado el precio de la vivienda. ¿Y cuánto espacio ocupan en su memoria?
En general, cuanto más joven eres, menos pasado individual tienes, y menor es el interés por el pasado anterior a tu nacimiento, sobre todo si te has desconectado porque no tiene nada que ver contigo. Quizá mi generación sea la última en tener nostalgia de los objetos tangibles y los paisajes. Lo más duradero a lo que pueden aspirar las generaciones actuales es un tatuaje. Las fotos se hacen para exhibirse, no para recordar un momento. Y a todo se le llama “compartir” (compartir imágenes, pensamientos, logros, habilidades o partidas de videojuegos). Pero la paradoja de las redes sociales es que, al formar parte de ellas, estás solo frente al dispositivo. Eso sí: puedes congregar a millones de personas a distancia.
No es que los jóvenes no tengan futuro, es que lo están descubriendo más rápido que nosotros. Y lo hacen de un modo lúdico, como los niños durante el proceso de aprendizaje. Su código es incomprensible para los mayores, que ni siquiera tienen la tranquilidad de haberles dado una base sólida para que la evolución vaya por buen camino.