El momento de las personas
En un evento reciente sobre innovación urbana en Chicago, un arquitecto mencionó –mientras explicaba un proyecto desarrollado en India– lo cansado que estaba de las “smartcities”, pues según él, “se preocupan más por poner chips y no personas en las ciudades”. Esta afirmación despertó un murmullo de aceptación por una gran parte del auditorio. Luego describió el proceso participativo de reordenación urbana que allí estaban desarrollando. Contó con detalle como gracias a las video conferencias interactuaba remotamente con la comunidad, la forma en que estaban utilizando imágenes satelitales de empresas privadas para entender mejor el territorio y cómo la comunidad estaba colaborando con sus teléfonos móviles para actualizar el catastro municipal. Al aplicar la tecnología más adecuada para cada una de las necesidades, el arquitecto estaba desarrollando un proceso smart, pero sin embargo su percepción era contraria.
Ese imaginario de ciudades basadas en chips y no en personas, aunque lentamente va remitiendo, no deja de tener fuerza cuando se habla de la smart mobility. Muchas veces se describe como una movilidad donde los vehículos pueden circular en ciudades sin retenciones gracias a la red de sensores y a complejos -y costosos- algoritmos de inteligencia artificial que gestionan en tiempo real la regulación semafórica de la ciudad. En otras ocasiones se describen como aplicaciones para teléfonos que permiten acceder a plataformas de servicios de movilidad desde cualquier sitio y en cualquier momento (bicicleta pública compartida, patinetes, taxi con o sin conductor, buses a demanda, coches compartidos…). Estas lecturas tecnológicas si bien son necesarias e importantes, no son suficientes para abordar un tema de la relevancia que tiene la movilidad en el desarrollo sostenible y en la seguridad vial en las ciudades.
Smart mobility
Para contextualizar un poco mejor la smart mobility, es útil hacer énfasis en la palabra smart, traducida al castellano como “inteligente”. Habitualmente se relaciona con la aplicación de la tecnología a todo lo que pasa en una ciudad, desde el control de iluminación de las casas hasta sistemas regionales de prevención de desastres. La palabra inteligencia viene del latín y se refiere a una persona o entidad que tiene la capacidad de escoger la mejor entre diferentes opciones disponibles. Teniendo en cuenta esta interpretación se puede proponer que cuando se hable de smart mobility, se hable de una movilidad donde los diferentes agentes involucrados en el servicio -desde las personas que lo usan hasta las que lo planean pasando por las empresas encargadas de prestar el servicio- tengan la capacidad y posibilidad de tomar la mejor elección en cada momento para desplazarse -o facilitar el desplazamiento- entre un punto y otro de la ciudad.
Ahora bien, ¿cómo lo anterior se está reflejando en la planificación de la movilidad en las ciudades, en la construcción de las infraestructuras para los diferentes modos (bicicleta, patinetes, coches, buses…) y en el diseño de los servicios (compartido, a demanda, privado…) que hoy tenemos al alcance de nuestras manos? Las respuestas son muy variadas: desde ciudades que aplican tecnologías “antiguas” a problemas actuales, como el reconocido caso de Medellín que instaló escaleras mecánicas para solucionar los problemas de accesibilidad en un barrio con unas pendientes muy fuertes, o en el otro extremo tecnológico, ciudades como Londres donde para acceder a los ferrocarriles regionales es suficiente con una tarjeta contactless de cualquier banco sin necesidad de comprar billetes de transporte o el recientemente inaugurado servicio de buses a demanda sin conductor en Singapur.
Existen experiencias relevantes para facilitar que las personas tomen las mejores decisiones para que su desplazamiento sea seguro, sostenible y saludable
Cada una de estas ciudades, según sus necesidades y posibilidades, escogió la tecnología que le permitía ofrecer a la ciudadanía el mejor servicio y en las mejores condiciones. Estas opciones existen en el mercado en gran medida gracias a los desarrollos realizados por el sector privado (es su negocio), la academia (es su vocación) y, en un número creciente pero aún reducido, por las administraciones públicas (es su responsabilidad) y la ciudadanía (es su interés). Sin embargo, sin importar las motivaciones de cada uno de estos cuatro actores, en el momento de diseñar y planificar los servicios o las infraestructuras de movilidad es imprescindible contar con lo que realmente importa: la satisfacción y seguridad de las personas que lo utilizan y la sostenibilidad ambiental de las ciudades.
De forma análoga a que los equipos de planificación del transporte pueden escoger entre diferentes opciones, la ciudadanía debe poder elegir la forma de desplazarse según sus necesidades y posibilidades. Para esto se pueden proponer dos escenarios: ciudades con servicios de transporte que den todas las posibilidades de desplazamiento tanto en diversidad como en frecuencia y en todos los puntos de la red, o ciudades que aprovechando la información y los datos que producen sus propios sistemas, los comparta con la ciudadanía para que ella decida la mejor opción para desplazarse y en esa medida ajustar los servicios ofrecidos.
Es poco probable equivocarse planteando que el primer escenario representa una alternativa poco sostenible económica y ambientalmente, mientras que la segunda, más flexible y adaptativa, constituye un escenario factible e incluso deseable, pero que significa abordar la movilidad desde una perspectiva que difiere sustancialmente a la forma en que hasta ahora se había planificado el transporte: antes las ciudades se centraban en responder a la pregunta “¿cómo movemos coches y autobuses de forma rápida y económica por la ciudad?”, ahora es necesario responder la pregunta de “¿cómo facilitamos que las personas tomen las mejores decisiones para que su desplazamiento sea seguro, sostenible y saludable?”.
Esta segunda pregunta es la que la smart mobility está intentando responder por medio de sus desarrollos tecnológicos: soluciones ya no solo centradas en ayudar a las ciudades a tomar decisiones sino que también faciliten que las personas tengan la información necesaria para tomar en cada momento las mejores decisiones.
Decisiones públicas de movilidad
Esta perspectiva ofrece, sin duda, grandes beneficios, pero también abre la puerta a debates que hasta ahora no condicionaban las decisiones públicas en materia de movilidad: recientemente el Instituto Nacional de Estadística de España anunció que firmó un convenio con algunas empresas operadoras de telefonía móvil para obtener los datos de cómo nos movemos durante unos días y unas horas específicas y así establecer patrones de movilidad en las ciudades. Un estudio de estas características por su magnitud hubiera sido impensable a principios de este siglo, sin embargo ya no se debate su factibilidad, sino aspectos éticos que resultan inherentes al concepto smart: la privacidad y el sesgo tecnológico de los resultados. Las connotaciones vinculadas a la privacidad resultan relativamente evidentes. En cuanto al sesgo tecnológico es muy relevante pues movilidades como, por ejemplo, las necesidades específicas de adultos que acompañan a niños y niñas al colegio o de las personas con movilidad reducida, son difíciles cuando no imposibles, de detectar, lo que dificulta ofrecer soluciones que se adapten a sus necesidades.
Sin importar el tipo o el tamaño de las soluciones tecnológicas -desde aplicaciones para teléfonos hasta centros de control del tránsito-, la capacidad de compartir con la ciudadanía estos datos es el punto de unión de todas estas soluciones y seguramente una gran parte de la respuesta a la pregunta: “¿cómo facilitamos que las personas tomen las mejores decisiones para que su desplazamiento sea seguro, sostenible y saludable?”. En este sentido ya existen experiencias relevantes que permiten extraer aprendizajes, como por ejemplo la política de datos abiertos diferentes ciudades como Barcelona que permite acceder a una importante base de datos no solo de movilidad sino de aspectos como calidad del aire, los paneles informativos del tiempo que queda para que pase un bus o el metro, el tiempo que hay caminando hasta diferentes puntos de interés o las diferentes hackatones de movilidad y transporte que se realizan en todo el mundo -eventos de corta duración, 1 o 2 días, que convoca a personas programadoras para a partir de base datos comunes dar la mejor respuesta a un reto específico.
Quizás las ciudades que quieran desarrollar proyectos en el marco de la smart mobility deberían poder hacer algo parecido a lo que hizo el arquitecto con el que comienza este artículo: construir un relato creíble y consistente sobre cómo ha cambiado la forma de desplazarse, sin hacer excesivo énfasis en la tecnología. Al final, lo que queremos hacer cuando nos movemos por la ciudad es saber cuánto tiempo tenemos que esperar para tomar el próximo transporte. Si la espera no compensa, tener la posibilidad de ir caminando hasta la siguiente parada y para eso, necesitamos de aceras que sean accesibles, iluminadas, seguras y correctamente indicadas: no se puede perder de vista que esas aceras realmente caminables es donde comienza cualquier ciudad que quiera desarrollar un verdadero proyecto de smart mobility.
Parafraseando lo que decía la a la entrada de la Academia de Platón, “que nadie hable de smart mobility si no sabe de tecnología; pero que nadie hable si sólo sabe de tecnología”.