Hacia un nuevo modo de comprender la religión
Nos hallamos ante un fenómeno múltiple y desconcertante: por un lado, el proceso de secularización de la sociedad, tanto en los hábitos como en la cultura, que comporta el relegamiento público de las instituciones y autoridades religiosas tradicionales; por otro lado, las múltiples migraciones han hecho reaparecer la identidad religiosa como un factor de pertenencia determinante en una sociedad globalizada y anónima, con el riesgo de fundamentalismos no solo defensivos sino también ofensivos; y por otro lado, asistimos a un resurgir de la espiritualidad más allá de las religiones. No se ha dado la muerte de Dios preconizada por Nietzsche y por muchos filósofos y sociólogos del siglo XX, sino una mutación de la idea y del imaginario de Dios. Estamos ante un panorama complejo porque somos muchos y los tiempos internos de cada cual son diferentes, a la vez que somos partícipes de un cambio epocal en el que estamos implicados. Por lo tanto, el punto de observación está afectado. El mío también.
La dimensión espiritual no está en ningún otro lugar que aquí mismo: es la profundidad y la ligereza, la íntima libertad de todo, que se abre cuando nos desasimos, cuando nos desprendemos de todo aquello a lo que nos aferramos y que nos endurece o nos confina a mundos construidos por nosotros mismos; mundos que, al mismo tiempo que nos dan seguridad, nos secuestran
Sin embargo, se vislumbra el núcleo de lo que está en mutación: una nueva forma de entender las religiones, algo muy distinto a la aparición de una nueva religión. La pluralidad interreligiosa y esta etapa que podríamos calificar de post-secular -porque se rechaza al Dios institucionalizado pero no la dimensión espiritual del ser humano- nos está llevando a entender que las religiones son lenguajes sobre lo sagrado, marcos de acceso para cultivar esta dimensión, pero que no son los únicos, que no son infalibles y que ellos mismos están en proceso.
Dimensión espiritual
De este modo emerge la dimensión espiritual que, por su propia condición, es intangible e inasible. De ahí su nombre: espíritu, viento, hálito, aliento, etc., (spiritus, pneuma, ruah, atman, etc.) términos presentes en todas las religiones que apuntan a algo muy semejante a la experiencia que tenemos con el aire que respiramos: no lo vemos pero es omnipresente y es la condición misma de la vida. No se impone. Está ahí, silencioso, siempre disponible, discreto, generoso, esperando simplemente a que lo respiremos y experimentemos por nosotros mismos la vida que aporta.
Esta dimensión no está en ningún otro lugar que aquí mismo: es la profundidad y la ligereza, la íntima libertad de todo, que se abre cuando nos desasimos, cuando nos desprendemos de todo aquello a lo que nos aferramos y que nos endurece o nos confina a mundos construidos por nosotros mismos; mundos que, al mismo tiempo que nos dan seguridad, nos secuestran. Aquel Allí o Más-Allá de las religiones tradicionales se descubre como el Aquí y el Más-Acá más cercano a nosotros que nosotros mismos. No hay que ir a ninguna otra parte ni esperar la aparición de ninguna Presencia que ya no esté aquí. Somos nosotros los que estamos ausentes. Cuanto más conscientes, cuanto más presentes a nosotros mismos, más se palpa esta Presencia como el aire que respiramos. Nos atraviesa y nos habita tanto como nos trasciende.
La espiritualidad no se contrapone necesariamente a la religión, sino que es el antídoto para que estas no se conviertan en prisión. La religión sería aquella instancia comunitaria y social que enmarca la vivencia personal y compartida de lo sagrado, de lo trascendente o invisible, pero no lo agota. La triple posible etimología del término permite captar toda su plasticidad: religión como religere (religar), relegere (interpretar) y reeligere (elegir). La preposición “re-” que las precede remite a su carácter vivo, dinámico y vivificante, no fijo o repetitivo. La espiritualidad entra como aire fresco por las ventanas y las puertas de nuestras iglesias, mezquitas, sinagogas, templos o pagodas para recordarnos que, si bien podemos necesitar recintos donde recogernos y convocarnos, existe un espacio inmenso por encima de nuestras bóvedas y cúpulas en cuyas paredes solemos pintar el firmamento. Esta disponibilidad radical de lo infinitamente abierto es lo que espiritualidad y la mística recuerdan a las religiones.
Ahora bien, cuanta más amplitud y libertad, más se requiere el discernimiento. Al relativizar o abandonar las referencias que cada tradición daba como normativas y absolutas, hay que estar atentos para saber si el camino que se recorre ayuda a crecer hacia más verdad y hacia más vida o si atrapa en las sutilezas del ego. El criterio de discernimiento es claro: el signo de crecimiento es el des-ego-centramiento en un proceso creciente de abrazar mayor realidad no desde la estrecha autorreferencia sino desde cada manifestación misma, recibiéndola incondicionalmente y captando la interrelación de todos los elementos.
Desasimiento, compasión y sabiduría
Raimon Panikkar hablaba de la realidad cosmotéandrica: mundo (kósmos), lo divino (théos) y lo humano (andros). Con este término sintetizaba la percepción de que todo está en todo, inseparablemente entrelazado y a la vez sin confundir las diversas dimensiones. Lo que llamamos espiritualidad sería captar el continuo dinamismo de esta única Realidad de la que formamos parte, respondiendo con adecuación a cada una de sus instancias y descubriendo que todo es sagrado, que “todo es revelación de ser recibido en estado naciente”, según las palabras inspiradas de María Zambrano.
Lo que entendemos por espiritualidad, ya sea en el interior o al margen de las religiones constituidas, es el cultivo y la experiencia de esta circularidad divino-humano-cósmica, de modo que crezcamos en profundidad y amplitud. Todo está abierto, y a la vez, hemos de ser muy concretos para que ese spiritus tome cuerpo. De otro modo, nos quedaríamos a medio camino, o peor aún, nos alienaríamos. De alguna manera, todo camino espiritual debe contener tres elementos: desasimiento, compasión y sabiduría. El desasimiento implica atención y contención de los propios impulsos y capacidad de silenciamiento; la compasión comporta la salida de uno mismo hacia la alteridad, y la sabiduría implica la capacidad de escucha y de interpretación del silencio y de la acción que emanan de ese fondo sin fondo que sostiene todo lo que es y somos. Poniéndolo en relación la tríada cosmoteándrica, la contención tiene que ver con el respeto y veneración con la naturaleza (la vía ecológica); la compasión tiene que ver con lo humanum (la vía ética), y la sabiduría tendría que ver con el acceso al Misterio (la vía mística).