La inevitable recomposición del catolicismo

Cura. Profesor de Sociología y de Pensamiento Contemporáneo en la Universitat Ramon Llull. Director de la revista Qüestions de Vida Cristiana. Miembro del Consell Assessor per a la Diversitat Religiosa de la Generalitat de Catalunya.

La Iglesia católica ha cerrado las puertas de sus templos en medio mundo y no ha pasado gran cosa. Una noticia más en medio delalud de cifras de afectados, de medidas de confinamiento o de restricciones extraordinarias de los gobiernos para intentar frenar la rápida expansión del Covid-19. Seguramente es así porque la Iglesia ha actuado como la gran mayoría de la sociedad en unas circunstancias tan excepcionales: actuar con responsabilidad. Lo extraño habría sido que no lo hubiera hecho. Pero preocupa mucho más la economía, cuántas empresas no podrán soportar el frenazo productivo, cuántos puestos de trabajo se perderán y cuántas familias pueden sufrir las consecuencias. Preocupan los más vulnerables y la presión que debe soportar un sistema sanitario que no sabíamos que podía llegar a este nivel de estrés. Y preocupa, por encima de todo, la salud y la vida de las personas.

Pero esto no exime a nadie de que cuando sea el momento de hacer balance de los gestos y de la actuación de todos los actores e instituciones sociales ante esta crisis, también deberá tenerse en cuenta el papel decisivo de entidades como Cáritas y de la Iglesia en su conjunto, tanto las acciones como las omisiones. Y ella misma tendrá que examinar si algunas decisiones que han debido tomarse, tendrán consecuencias más allá de la duración del estado de alarma. La fe se vive y se expresa sobre todo de forma comunitaria (presencialmente, no por streaming), y habrá que ver cómo la experiencia de esta pandemia afectará durante un tiempo impreciso a la gestión y la manera de vivir actos religiosos que reúnen centenares o miles de personas: encuentros internacionales, peregrinajes, romerías, procesiones o cualquier manifestación colectiva de piedad popular. Distanciamiento social, mascarilla protectora, colectivos de riesgo, protocolos de prevención… Ya hemos incorporado todo un vocabulario tras el cual hay actitudes que quedarán fuertemente inscritas en nuestra conciencia colectiva, y que obligarán a modificar determinados hábitos en todas las manifestaciones públicas, incluidas las de carácter religioso.

Sin embargo, las medidas con un impacto más profundo a corto y medio plazo son las que afectan el día a día de lo que es central de la vida eclesial, como la suspensión hasta nueva orden del precepto dominical, el paro de todas las celebraciones, incluidos los funerales, o la modificación temporal del sacramento de la reconciliación, decretada por la Penitenciaria Apostólica de la Santa Sede. Nada es intocable, y eso habrá provocado como mínimo algunas dudas y más de una desazón entre los fieles con respecto a qué pasa con tantas cosas que se daban por seguras. Sin olvidar que todo ocurre además —esta es una novedad importante– en un contexto muy marcado por un proceso de secularización que viene de lejos y que se ha intensificado en las últimas décadas. Una secularización que no tiene marcha atrás y que ha penetrado también en el estilo de vida de muchos cristianos.

Tendencias implacables

Durante los últimos años han proliferado estudios sobre la evolución del cristianismo y de la Iglesia católica en Europa. Pero no es necesario disponer de grandes estadísticas para darse cuenta de algunas tendencias que hace tiempo que se manifiestan de manera implacable, también en Catalunya: caída de la práctica religiosa y de la asistencia regular a los actos de culto católicos (bordea el 12%); descenso de la demanda de sacramentos —bautismos, matrimonios, unción de los enfermos-, o disminución progresiva del clericato. En Francia, cada año desde 1959 mueren más curas de los que se ordenan. En términos demográficos estaríamos hablando de un crecimiento natural negativo sostenido, una tendencia perfectamente extrapolable a nuestro país y al conjunto de países europeos tanto de tradición católica como protestante. Porque otra evidencia constatable es que la realidad actual de las Iglesias protestantes, al menos en nuestro continente, no es muy diferente a la de la Iglesia católica. Por eso temas como la ordenación de mujeres o de presbíteros casados, deberían plantearse siempre desde consideraciones de tipo social o eclesiológico, y no como soluciones ante esta situación.

La respuesta a la realidad actual no se puede limitar sólo a construir espacios de sentido, de confort o de resistencia para católicos comprometidos, sino que debe entender la secularización como una oportunidad para que la Iglesia pueda contribuir, desde la especificidad del mensaje evangélico, a la solución de los problemas que afectan al conjunto de las sociedades humanas.

A pesar de la complejidad de la diagnosis, algunos factores a los que se atribuye con mayor frecuencia el retroceso del catolicismo en Europa occidental durante la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI, tienen que ver en especial con la aceleración del proceso de secularización en lo que ya nos hemos referido; el cambio cultural y de valores que se manifiesta a partir de los años sesenta, con mayo de 1968 como epicentro simbólico; el reconocimiento de la autonomía y de una progresiva laicidad en todos los ámbitos de relación entre Iglesia y Estado, que el Concilio Vaticano II asume plenamente en la constitución Gaudium te spes (n.º 36 y 76); o más recientemente la crisis de los abusos sexuales perpetrados por miembros de la Iglesia católica, con un fuerte impacto sobre su credibilidad y reputación. Según la encuesta de percepción ciudadana del Centre d’Estudis d’Opinió publicada en enero del 2020, el conjunto de la sociedad catalana valora su confianza en los colectivos más identificables con la Iglesia (sacerdotes, religiosas, etc.) con una puntuación de 2,6 sobre 10, siendo el “grupo profesional” con la nota más baja, sin especificar los motivos. Una serie de fenómenos, entre muchos otros, que conforman el paisaje donde el catolicismo debe reubicarse si quiere seguir existiendo como una realidad cualitativamente significativa.

A partir de los años ochenta y noventa la Iglesia ya asumió de manera explícita en su propio análisis la evidencia del hundimiento de sus aspectos más visibles y más institucionalizados socialmente. En el documento Proposer la foi dans la société actuelle (1996), la Conferencia de Obispos de Francia afirmaba: «No podemos esconder los preocupantes signos que afectan a la disminución de la práctica religiosa, la pérdida de una cierta memoria cristiana y las dificultades para asegurar el relevo. Es el lugar y el futuro mismo de la fe cristiana que son cuestionados en nuestra sociedad». Un año antes, las resoluciones del Concilio Provincial Tarraconense —este año se celebra el vigésimo quinto aniversario–, también recogían una reflexión similar: «Vivimos en nuestra sociedad concreta, marcada por la secularización y por el pluralismo [que] tienen una serie de consecuencias. Entre las positivas se cuentan la ausencia de presión religiosa o irreligiosa por parte de los estados, con un sentido de tolerancia generalizada, y la convicción de que la Iglesia no tiene que dominar el mundo sino que debe aportar las energías religiosas de la fe, de la esperanza y del amor, cosa que significa, sin embargo, pérdida de influencia social y de poder. Entre las consecuencias negativas se cuentan la dificultad a la hora de especificar el rol público de la Iglesia […], la ignorancia y el indiferentismo religioso».

Con todo ello algunas aproximaciones van más allá y apuntan que no estamos sólo ante un proceso de descristianización o descatolitzación, como señalan los datos, sino de una desculturización y “salida” del baño cristiano en el que habían estado sumergidas nuestras sociedades durante siglos. Pensemos sólo en qué se han convertido mayoritariamente las grandes celebraciones y fiestas religiosas —Navidad, Pascua, fiestas mayores y patronales-, acontecimientos que transcurren a menudo entre formas intensivas de consumo, la folklorización de elementos religiosos y la desconexión respecto de su sentido originario.

Es la suma de dichas realidades lo que lleva a hablar también del fin del modelo de civilización parroquial, de una forma de socialización y de transmisión de identidad y de patrones comunes a lo largo de la vida, en la que la parroquia era un punto de referencia central en de un territorio. Que en este contexto un 58% de los catalanes, practicantes o no, siga considerándose católico parece exactamente una paradoja. Ocurre lo mismo en otros países de nuestro entorno. Para unos, es la constatación que en el alma de las sociedades europeas secularizadas todavía pervive, a pesar de todo, un sustrato cultural cristiano que se manifiesta en los grandes valores compartidos con el humanismo secular —libertad, solidaridad, dignidad de la persona—. Para otros, en cambio, este dato no tiene relevancia alguna, más allá de señalar un punto de referencia difuso en una sociedad pluralista donde la presencia y la visibilidad creciente de otras singularidades culturales y religiosas, empujan a situarse de una manera u otra.

Estrategias de acomodación y de inculturación

Ante este panorama tan amplio, aparecen varias actitudes dentro de la Iglesia católica que se podrían resumir en dos grandes tendencias.

Por una parte la que podríamos llamar estrategias de la acomodación: algunos colectivos y movimientos han optado por encontrar su lugar en este contexto, alimentando islas de catolicidad, pequeños rebaños (o no tan pequeños) de vida cristiana que eventualmente se convertirían en la punta de lanza de una nueva evangelización. Estos grupos acostumbran a asumir un rol de tipo contracultural, de testimonio o de profetismo en medio de una sociedad que mayoritariamente ya no es creyente, a diferencia de otros continentes donde el catolicismo vive un momento de expansión y de mayor vitalidad. Se desdramatiza la desculturización católica de nuestras sociedades cerrando filas en torno a una comunidad, de una parroquia, de un movimiento, de un grupo que se convierte espacio de acogida, de identidad y de rearme moral y sacramental para sus miembros, potenciando las expresiones y signos más visibles (pensamos por ejemplo en la recuperación generalizada del collado entre las nuevas generaciones de curas).

Una segunda posición englobaría la tendencia que podríamos denominar estrategias de la inculturación. A lo largo de la historia el catolicismo ya ha demostrado una gran capacidad para integrar la fe cristiana en contextos culturales muy diversos, y de cohabitar y dialogar con la modernidad. Por tanto, la respuesta a la realidad actual no se puede de limitar sólo a construir espacios de sentido, de confort o de resistencia para católicos comprometidos, sino que debe entenderse la secularización como una oportunidad para que la Iglesia pueda contribuir, desde la especificidad del mensaje evangélico, a la solución de los problemas que afectan al conjunto de las sociedades humanas. Algo nada fácil que comporta afrontar un trabajo muy arduo para reorientar el lenguaje y la pastoral en todas sus dimensiones. Es lo que con enormes dificultades —más internas que externas– ha intentado hacer el papa Francisco desde el inicio de su pontificado, abordando temas que van desde la cuestión migratoria hasta el papel de las mujeres en la sociedad y en la Iglesia, pasando por la crisis ecológica global.

La encíclica Laudato Si’ (2015), sobre el cuidado de la casa común, es precisamente un ejemplo profético y un instrumento magnífico —apto para creyentes y no creyentes– que puede ayudarnos a hacer una lectura más completa de la situación en la que nos encontramos y que pone en evidencia lo que el papa ha dicho en varias ocasiones: que más allá de una época de cambios, estamos ante un cambio de época. Ahora nos falta perspectiva porque tenemos focalizado el zoom en las consecuencias inmediatas de la crisis sanitaria que estamos viviendo. Pero a nadie se le escapa la relación que hay entre los sufrimientos actuales y un modelo de globalización, de desarrollo económico y de degradación ambiental que nos lleva directamente a una catástrofe de magnitudes impredecibles.

Todos estamos llamados a tomar conciencia de la necesidad de realizar cambios drásticos en nuestros estilos de vida, de producción y de consumo. Y a afrontar un proceso de conversión individual y colectiva que nos obliga a reubicar esquemas. También la Iglesia católica, más allá de los esfuerzos del papa Francisco, tendrá que escoger entre encerrarse en sí misma, priorizando la consolidación de un espacio resguardado para creyentes incondicionales, o convertirse en una Iglesia realmente insertada en una sociedad en transformación, asumiendo incluso el riesgo —todo el mundo tendrá que asumir uno u otro– de perder por el camino alguno de los “principios no negociables” de los que hablaba Benedicto XVI. O acomodación o inculturación.

Liderazgo moral de Francisco

La opción del papa Francisco nos tendría que interpelar más allá de los elogios y las buenas palabras: “prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por haber salido a la calle, que no una Iglesia enferma por el cierre y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades” (exhortación apostólica Evangelii gaudium, 49). Una idea que el Santo Padre, uno de los pocos referentes que está ejerciendo un cierto liderazgo moral y espiritual universal ante la pandemia, volvió a expresar con otras palabras en su homilía del pasado 27 de marzo, en una plaza de San Pedro del Vaticano completamente vacía a causa del confinamiento: no hay dos, ni tres, ni cuatro barcas en medio de la tormenta. Todos estamos en la misma, «frágiles y desorientados; pero al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente». Y añadía: ahora “es el tiempo de escoger qué es lo que cuenta y qué es lo que pasa, de separar lo que es necesario de lo que no lo es”. Es el tiempo de reubicar y reubicarse. Para la Iglesia, también.

¿Te ha gustado este articulo? Compartir