La Conferencia sobre el futuro de la Unión Europea
El mejor elogio que le podemos hacer a la Unión Europea es señalar su singularidad: la Unión Europea es única y se ha desarrollado hasta el actual nivel de integración sin seguir ningún modelo, configurando una construcción política diferente de las que conocemos. No es una organización internacional, tampoco es un Estado, ni siquiera un Estado compuesto. Sin embargo, es nuestro marco jurídico, institucional y político. Elementos básicos para el funcionamiento pleno de una democracia están ya en el marco europeo, como la Carta de Derechos Fundamentales; decisiones clave en el ejercicio de la soberanía, como los presupuestos de los Estados, están bajo el control de la Comisión Europea. El mercado interior y el comercio internacional, son competencia de la Unión Europea, buena parte de nuestras políticas públicas, desde la agricultura a las políticas de seguridad interior, dependen de ella de una manera u otra. Tenemos una sola moneda y un espacio libre de fronteras interiores, lo que nos ha llevado a controlar de manera común las fronteras exteriores. El corazón del Estado, el control del territorio y las relaciones exteriores, han pasado a ser, en buena parte, materia comunitaria.
Sin embargo, la Unión Europea no es un Estado y sus instituciones, a pesar de tomar decisiones del alcance que hemos descrito, no son las propias de una democracia nacional. La Comisión Europea no es el gobierno europeo. Sus competencias son funcionales y se limitan a lo necesario para alcanzar los objetivos de los Tratados. La Comisión es la guardiana, propone el derecho derivado y lo desarrolla, pero no es un ejecutivo comparable a la administración de un Estado, y de ahí que todo chirríe cuando se le hacen encargos como gestionar el suministro de las vacunas. El Parlamento Europeo tampoco puede verse como una cámara nacional. No elige un gobierno, solo tiene derecho a rechazar los miembros o el conjunto de la Comisión, y comparte el poder legislativo con el Consejo de Ministros. El Consejo, formado por los gobiernos de los Estados miembro adopta las normas comunitarias y ejerce como ejecutivo en materias nada menores como la coordinación económica de la zona euro o las alianzas internacionales.
Algunos de los defectos que se le atribuyen tienen que ver con su principal virtud: las instituciones comunitarias, con su innegable complejidad, son capaces de generar un consenso sin el cual no habríamos llegado hasta el altísimo grado de integración que tenemos y no nos sería posible avanzar
Las instituciones europeas nos aparecen como imperfectas cuando las comparamos con las instituciones nacionales. Desde este punto de vista se las acusa de sufrir un déficit democrático, crítica que aumenta a medida que lo hacen las competencias y funciones que se le trasladan. La cuestión de la legitimidad que permite a la Unión tomar decisiones capitales no es menor. La legitimidad de resultados, en un esquema funcionalista, es revisada permanentemente y, a medida que los retos son mayores e imprecisos, da resultados no siempre favorables. La legitimidad de origen es lo que se le discute desde una perspectiva federal, que quisiera instituciones europeas más robustas y capacitadas para actuar por mayoría en todos los asuntos que le competen. Encontrándome dentro del campo federalista, pienso que esta es una perspectiva no del todo ajustada. Es innegable que la Unión es una construcción política democrática; perfectamente mejorable, como nuestras democracias nacionales y aun locales, pero legítima. Y algunos de los defectos que se le atribuyen tienen que ver con su principal virtud: las instituciones comunitarias, con su innegable complejidad, son capaces de generar un consenso sin el cual no habríamos llegado hasta el altísimo grado de integración que tenemos y no nos sería posible avanzar.
La pregunta fundamental, para mí, no es cómo la Unión Europea puede tener un funcionamiento más democrático, entendiendo éste como el propio de las democracias nacionales que conocemos, sino si contribuye a reforzar la capacidad de tomar decisiones de manera democrática sobre el bien común en el mundo global, si fortalece o al contrario debilita la democracia en el conjunto del sistema político que forma la Unión Europea, sus instituciones y los Estados que la componen, y si contribuye o no a resolver las tensiones que sufre hoy la idea de soberanía.
A diferencia de ejercicios anteriores, esta no se presenta como un debate previo a modificaciones de los Tratados, sino que pretende establecer un marco de diálogo, participación y apropiación por parte de los ciudadanos sobre qué esperan de la Unión Europea
La respuesta a estas preguntas es menos clara, y la parte más oscura corresponde, sin duda, al funcionamiento del Consejo de Ministros y la incardinación de los asuntos europeos en nuestras democracias. Desde el punto de vista formal, el procedimiento de toma de decisiones de la Unión se hace opaco cuando el Consejo opera como colegislador a puerta cerrada, hurtando a los ciudadanos sus deliberaciones, operando como si fueran entes soberanas en un marco internacional, en el que prima el acuerdo sin perdedores por encima de la también necesaria transparencia sobre las normas y decisiones que se nos imponen como ciudadanos. La pérdida de trazabilidad en la toma de decisiones impacta también en el reparto competencial entre instituciones y niveles de gobierno interno de los Estados, en asambleas parlamentarias la soberanía de las cuales queda limitada, en muchos terrenos que le competen, a transponer una legislación que les viene dada. Y todos los niveles de gobierno se enfrentan a la aplicación de normas y decisiones sobre las que no han podido formalizar su posición. Basta con pensar en las normas que regulan la contratación pública, para darse cuenta del alcance de lo que afirmamos. Desde el punto de vista de las dinámicas políticas, hay otros agujeros negros. En el funcionamiento de los Estados tiene un impacto importante, porque de muchas maneras sustrae el liderazgo político de buena parte de sus responsabilidades. La política nacional se puede permitir un margen de aventurismo impensable sin la cobertura de una moneda única y un marco político europeo de contención. Asimismo, los incentivos para presentar el éxito en términos nacionales, y el consecuente fracaso para presentarlo como europeo en la arena política nacional, son tantos que este juego se ha convertido en un clásico; a menudo la Unión se presenta como un ente externo que nos obliga cuando la tarea requiere esfuerzos, un ente al que, en cambio, deberíamos doblegar cuando el resultado se puede presentar como una ventaja: el «nosotros» no aparece nunca, y con su ausencia se niega la existencia del bien mayor alcanzado gracias a la acción conjunta. Las políticas de migración son un caso ejemplar: los mismos Estados que niegan a la Unión las competencias para gestionar la migración proclaman, especialmente en el sur de Europa, que este es un problema europeo, como si esto no fuera lo mismo que decir que es un problema propio.
El marco institucional común tiene los ángulos muertos que hemos indicado, y los marcos institucionales de los Estados no ayuda a iluminarlos. La calidad democrática del conjunto del sistema de la Unión Europea y los Estados, a todos los niveles, resulta empobrecido.
¿Puede la Conferencia sobre el Futuro de Europa cambiar algo? A diferencia de ejercicios anteriores, esta no se presenta como un debate previo a modificaciones de los Tratados, sino que pretende establecer un marco de diálogo, participación y apropiación por parte de los ciudadanos sobre qué esperan de la Unión Europea. ¿Qué propuestas podrían mejorar la calidad democrática de la Unión sin modificar su arquitectura? Una mayor trazabilidad del proceso legislativo europeo sería hoy perfectamente posible. Sugiero dos vías más. La primera, abandonar la visión vertical de la Unión, que impone a los Estados miembro como guardianes de que entra y qué no en el sistema, y actualizar la idea delorsiana de Europa en red, una Unión que facilita el ejercicio de una ciudadanía europea que puede articularse de diferentes maneras, institucionales y civiles, como actor transnacional. La segunda, garantizar la incardinación en la esfera estatal de los asuntos europeos, tanto para la conformación de la voluntad del Estado en relación a las políticas europeas como por la rendición de cuentas a los Parlamentos de lo decidido en su comunitaria. Hay que reforzar además la aplicación interna del principio de subsidiariedad, garantizado la participación en los asuntos europeos de todos los niveles de gobierno, especialmente de aquellos con competencias legislativas.
No sé si la Conferencia puede impulsar una mayor exigencia de responsabilidad política a los dirigentes de los Estados. Esto me parece tan importante como los ajustes en la estructura institucional y política. Ningún sistema, por robusto que sea, es inmune a la mala fe -ir contra los propios actos- de sus responsables. La Unión Europea no es una excepción.