Una utopía transformadora

Doctor en Ciencias Políticas por la Universidad Pompeu Fabra (UPF). Profesor de Ciencia Política en la Universitat Oberta de Catalunya (UOC). Miembro del Grupo de Investigación en Teoría Política (GRTP) de la UPF. Anteriormente, ha sido Asesor en materia de política comparada del autogobierno en el Instituto de Estudios del Autogobierno e investigador visitante en la Universidad de Edimburgo (Escocia, Reino Unido) y en la Universidad de Laval (Quebec, Canadá) . También fue investigador postdoctoral en el Centre de recherche interdisciplinaire sur la diversité et la démocratie de l'Université du Québec à Montréal (UQAM).

La editorial Página Indómita publica la traducción castellana de dos ensayos de Judith Shklar sobre el papel de la utopía en el pensamiento político. Su publicación no podía ser más oportuna. En pocas páginas la filósofa de origen letón, que fue profesora en la Universidad de Harvard y presidenta de la Asociación Americana de Ciencia Política, nos recuerda como la política moderna desterró las utopías para abrazar un pensamiento carente de creatividad más allá de los regímenes existentes después de la Segunda Guerra Mundial. Shklar es capaz de distanciarse de su propia biografía familiar, marcada por la Europa de los años treinta en una Riga hostil y encapsulada por totalitarismos de signo opuesto, para decirnos que no debemos abandonar nunca del todo el pensamiento político optimista.

La apuesta de Ursula von der Leyen, puesta en marcha con todas las fuerzas por Emmanuel Macron, de impulsar una -modesta- agenda transformadora europea bebe de esta convicción: un pragmatismo utópico que permita relanzar el proyecto comunitario. No será fácil. La Unión vive instalada en una especie de crisis eterna desde que la euforia de Maastricht se fue apagando hace dos décadas. Después vendría el fracaso del proyecto constitucional, una crisis económica sin precedentes recientes, el exito traumático del Reino Unido y, por si fuera poco, una pandemia global que amenaza con degenerar en Bruselas en una gran querella con la industria farmacéutica.

La Conferencia sobre el futuro de Europa se pone en marcha marcada por los apremios de nuestros tiempos. La realpolitik europea no da margen para horizontes muy esperanzadores y varios Estados miembros ya han limitado enormemente las funciones. Ni reforma legal por la puerta trasera (las propuestas que puedan surgir tienen el tope del artículo 48 TUE, es decir, no pueden implicar una reforma de los tratados) ni tampoco, por supuesto, ningún tipo de embrión de convención constitucional al margen de la Unión Europea actual. ¿Para qué servirán entonces el conjunto de propuestas recogidas durante la Conferencia, pues? Nadie lo sabe.

Algunos ven poco más que una maniobra de campaña del presidente francés para plantarse en 2022, final de su primer quinquenio presidencial, como un líder reforzado ante la más que probable competencia feroz de Marine Le Pen, edulcorada ahora por las nuevas siglas de Rassemblement National y con un anti-europeísmo inspirado por el Brexit que conecta con los gilets jaunes (chalecos amarillos) y resulta más digerible que el de su padre.

Aprender de los errores debería ser una máxima de la nueva agenda europea centrada en la economía verde y la digitalización

Sin embargo, la celebración de la Conferencia puede tener una función múltiple para impulsar la integración europea. Por un lado, este calendario de eventos bottom-up (aún por definir) continúa la tarea eterna de las instituciones comunitarias para hacerse conocer entre sus propios ciudadanos. Plataformas digitales, asambleas, programas de televisión, de radio o podcasts servirán para, otra vez, generar una ola de información y recogida de opiniones que pueden ofrecer una cierta legitimación con una pátina de democracia directa. Por otra parte, la Conferencia puede acompañar un impulso más material y directo que históricamente ha constituido el punto fuerte de la Unión: el boost de legitimidad por rendimiento de los fondos Next Generation y los programas de reconstrucción postpandemia. La salida de la pandemia mediante la compra de vacunas orquestada por Bruselas, de resultados aún por hacer valer, junto con la inyección de fondos para la recuperación abre ahora una ventana de oportunidad que la Unión podrá vender como un giro keynesiano comparado con la gestión de la crisis financiera impuesta por la Troika.

Aprender de los errores debería ser una máxima de la nueva agenda europea centrada en la economía verde y la digitalización. Nadie puede quedar atrás en un proyecto que, al fin y al cabo, cuenta con una legitimidad democrática directa muy escasa; el papel del Parlamento Europeo en el entramado institucional comunitario es muy diferente del de los sistemas políticos de los Estados miembros; y que, además, es un proyecto que depende fundamentalmente de los resultados obtenidos y la utilidad percibida por la ciudadanía a la hora de disfrutar de políticas públicas que aseguren el progreso, las oportunidades de mejora y la garantía de derechos fundamentales.

La utopía de una Europa unida bajo unas instituciones comunes es una de las recetas ganadoras para afrontar conjuntamente los efectos de la globalización y el capitalismo mundial que amenazan con desgarrar nuestras sociedades

La integración europea nació de la necesidad de apuntalar las democracias europeas tras el colapso estrepitoso que llevó a la Segunda Guerra Mundial. Setenta años después, Europa vuelve a afrontar un período de erosión de las democracias liberales; solo hay que dar un vistazo a los principales indicadores, que desde hace años presentan un balance negativo en el capítulo de derechos, libertades y progreso social. Los llamados «fin de las ideologías» de los años cincuenta y «final de la historia» de los años noventa del siglo pasado tienen ahora un significado distinto del que podían tener en plena euforia del final del siglo XX. Entonces eran hipótesis plausibles para una parte de los europeos. Ahora, sin embargo, los populismos de tendencias diversas campan por los parlamentos europeos; y la historia, imperturbable, parece seguir al pie de la letra la definición maleducada de Henry Ford «history is just one damn thing after another» (la historia es solo una maldita cosa tras otra).

Necesitamos, más que nunca, la energía transformadora de las utopías, nos dice Shklar, y éstas no se pueden lanzar a la papelera de la historia con la excusa de su probada peligrosidad. La utopía de una Europa unida bajo unas instituciones comunes es una de las recetas ganadoras para afrontar conjuntamente los efectos de la globalización y el capitalismo mundial que amenazan con desgarrar nuestras sociedades. Seguramente, buena parte de la receta pasa por hacer los deberes en casa, fortalecer y dar valor a las democracias que ya tenemos, esta es una primera meta. Ahora bien, escuchar a la ciudadanía desde Bruselas debería servir también para entender sus necesidades y buscar una Unión social. La utopía de la paz y la prosperidad de la Declaración Schuman, se puede renovar ahora de la mano de los grandes retos sociales, climáticos y globales que tendremos que afrontar en los próximos años.

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