Las antinomias de la enseñanza on line
¿Por qué enseñar a distancia? A simple vista, esta pregunta nos interpela hoy más que nunca. Convertida durante la pandemia en un improvisado kit de emergencia, el proceso por implantar la enseñanza on line no solo se ha acelerado bruscamente, sino que ahora mismo se antoja imparable. En general, hay dos posturas que, como todo pensamiento binario, reducen drásticamente los términos de la discusión: por un lado, están los adalides de las nuevas tecnologías, que auguran justamente la necesidad de una enseñanza sin distancias, en donde poder aprender en cualquier lugar y a cualquier hora, lejos de los rígidos convencionalismos del aula tradicional y de la relación anacrónicamente vertical entre estudiantes y docentes; por otro lado, los que entienden que escribir en una pizarra no tiene nada que ver con compartir un power point, que no hay peor distancia que la que interponen las pantallas, y que hay cosas que solo se hacen y se aprenden en la escuela, no pudiéndose aprender en ningún otro lugar porque cualquier lugar no sirve como aula: carece de sus propias normas y rituales y esa disposición que le confiere una cierta solemnidad, una cierta autoridad a lo que sólo puede ocurrir en ella.
“Hay algo ahí del orden de la corporeidad que las toscas herramientas digitales no aciertan a reproducir de ninguna manera”
Ambas posiciones resultan paralizantes y, sin embargo, contienen elementos reveladores. Se puede discutir que el aula sea algo así como un mundo aparte, un espacio diferenciado con sus propias reglas. Pero en ella se atiende de un modo que no puede extrapolarse digitalmente. Como señala Jorge Larrosa: “En el aula no se puede estar “como en casa”: tanto los alumnos como el profesor tienen que sentirse un poco incómodos, un poco extraños, un poco constreñidos”. En efecto, todo está dispuesto en ella para posibilitar la escucha, prolongar la atención, facilitar la concentración en una sola cosa. Nada que ver con los medios digitales, cuya cápsula atencional, al depender de una pantalla, está expuesta a que no se pueda “aprender de oído” y a dejarse llevar por el descuido y el riesgo de la distracción.
No es evidente que el aula sea el único lugar donde solo se pueden enseñar ciertas cosas. Y, aun así, el acto de estar presente en ella tiene algo de “dar la cara”, de darle a las cosas una dimensión pública, de hacerse visible a los demás. Y, sobre todo, tiene algo de poner el cuerpo, de ponerlo de relieve en toda su presencialidad, tanto en lo que se hace como en lo que se dice. Hay algo ahí del orden de la corporeidad que las toscas herramientas digitales no aciertan a reproducir de ninguna manera: como mónadas interactuando a solas con la pantalla del ordenador personal, refugiadas bajo la opacidad de un cuadradito negro tras el cual nunca se puede saber qué pasa, no hay nada que posibilite el contacto visual con el otro porque no hay nada suyo que se haga presente (a lo sumo, su imagen). Y aun cuando haya una realidad virtual común a la que se hallan vinculados cada uno de sus participantes, se nota la ausencia de todo ese lenguaje tácito que es fundamental en cualquier interacción con los demás (en forma de gestos, miradas, risas o silencios) y, sin el cual, muchas veces no hay siquiera lugar a la transmisión.
“En el fondo, no es que el aula tradicional haya muerto, es que los efectos de su descentramiento son evidentes. Porque para hacer y aprender ciertas cosas que solo se hacían y aprendían en el aula ya no hace falta ir a la escuela, ni tan siquiera estudiarlas a su manera”
En el lado opuesto, no hace falta ser un sacerdote del ciberespacio para reconocer que Internet es un espacio público, un espacio real, un lugar en el que vivimos cada vez más, donde establecemos relaciones amorosas, teletrabajamos, encontramos amistades o participamos políticamente. Por lo tanto, la enseñanza on line ya es una enseñanza real. Lo es ciertamente en esta época que algunos definen como la sociedad del conocimiento o de la información, pero también bajo esta idea de la pedagogización completa de la vida, que no ha hecho más que capitalizar la educación a fuerza de convertir la vida en un lugar de aprendizaje permanente (en donde ya no se aprende para vivir, sino que se vive para aprender, en cualquier lugar y a cualquier hora y, preferentemente, con la ayuda de los nuevos entornos digitales). Pese a ello, nada impide que esos entornos todavía puedan concebirse y funcionar como pequeños enclaves, lugares en donde perder el tiempo en cosas que no tienen por qué ser inmediatamente útiles, productivas o rentables y en donde poder darse un tiempo distinto, liberado incluso de la exigencia de llenar el tiempo: un tiempo otro esencialmente como tiempo de estudio.
En el fondo, no es que el aula tradicional haya muerto, es que los efectos de su descentramiento son evidentes. Porque para hacer y aprender ciertas cosas que solo se hacían y aprendían en el aula ya no hace falta ir a la escuela, ni tan siquiera estudiarlas a su manera. Se puede ir a otro sitio, se puede salir de casa sin salir de ella (por muy extraño que pueda sonar) y acudir a esos enclaves digitales, a esos espacios separados para los que la distancia física ya no cuenta, y en donde hay conocimientos que se han puesto y dispuesto ahí, al alcance de un click, precisamente para que se haga con ellos algo que valga la pena estudiar por sí mismo. A cada instante, lo que habría podido desaparecer para siempre, la red global lo ha convertido en algo disponible para volver a ser visto u oído hasta el infinito. No hay más que pensar en el modo tan singular en que esos medios han alentado la aparición de dispositivos atencionales inéditos (con miles de millones de audios y vídeos colocados allí para que cada cual pueda reproducirlos y seguirlos a su propio ritmo). Pero también hay que señalar en qué sentido han logrado generar espacios seguros para mucha gente que siente la ansiedad de exponerse ante los demás. La presencia de esos enclaves, de esos lugares en los que no hace falta “dar la cara”, puede ser liberadora. Más que la experiencia de no tener cuerpo, lo que hacen posible es la experiencia de poseer otro cuerpo. Más que la ausencia de vínculo, propician otras maneras de vincularse.
Cuando hablamos de enseñanza on line, siempre cabe la tentación de adoptar posiciones intermedias. Podría parecer lo más óptimo: celebrar las nuevas posibilidades que nos brindan los medios digitales, sin renunciar por ello a las presuntas bondades de la enseñanza tradicional. Pero es la opción más fácil y, sin lugar a dudas, la más peligrosa. Y no sólo porque es la que concita mayor entusiasmo y la que seguramente cuenta con el respaldo mayoritario, sino porque todo lo que se pueda decir acerca de ella no sirve de nada, o más bien muy poco, si seguimos preguntando por la enseñanza a distancia y no nos preguntamos en qué nos hemos distanciado de eso que llamamos enseñar; o seguimos dándole vueltas a la vieja cuestión de la muerte del aula, en lugar de hablar de lo que se supone que debería pasar en ella para que la enseñanza todavía esté viva. Quizá la pregunta sea otra: ¿Por qué darle tanta importancia al medio cuando lo único verdaderamente interesante es qué se aprende y en qué medida eso que aprendemos hace alguna cosa en nosotros y tiene realmente algo que decirnos?