No hay legitimidad sin participación
El día que la catedral de Notre Dame se incendió, un grupo de periodistas y opinadores catalanes estábamos en Estrasburgo. El viaje lo había organizado la delegación del Parlamento Europeo en Barcelona. Era un viaje más, como cualquier otro, de los celebrados a lo largo de los últimos años. Nada de excepcional. Pero durante aquellos días de la primavera del 2019 había dos temas de conversación singulares que se repetían en cada encuentro que manteníamos con europarlamentarios. Ambos tenían la capacidad de condicionar el futuro del proyecto, que nació del trauma en la posguerra mundial, porque tenían la potencialidad de actuar como un disolvente del proyecto común. Uno se arrastraba ya hacía demasiado tiempo y el otro se acercaba sinuosamente. El primer tema era el Brexit, el divorcio que ahora ya se ha hecho efectivo. El segundo eran unas elecciones que debían celebrarse a las pocas semanas de nuestro viaje y que podrían tener como resultado la entrada en el Parlamento de Bruselas de todavía más diputados eurófobos. En medio de la ola nacionalpopulista, el temor no solo no era improbable sino que era alarmante: la gobernabilidad del entramado institucional europeo podía caer en una deriva de desempoderamiento desde dentro con el objetivo de que los estados miembros recuperaran soberanía transferida a lo largo de las últimas décadas. Aquello también podía ser un incendio histórico.
El objetivo de los organizadores del viaje, sea como fuere, no era tanto hacernos participar en la discusión sobre aquellos dos temas sino que se trataba de una acción clásica de diplomacia soft. Hacernos ver de primera mano la mecánica de funcionamiento del Parlamento para que después nosotros, como voluntariosos mediadores entre instituciones y ciudadanía, supiéramos explicar un poco mejor lo que la mayoría desconocemos: cuáles son las instituciones del entramado comunitario y la relación que estas instituciones establecen entre ellas, qué hacen, qué pueden hacer y qué no pueden hacer. Mentiría si no confesara que el curso acelerado de cuarenta y ocho horas, gracias a una agenda apretada y milimetrada, me fue del todo instructivo. Porque constaté, ante todo, que mi conocimiento de aquella mecánica institucional era entre escaso y escasísimo.
El desconocimiento ha facilitado que la tarea pesada en los pasillos, en las salas de reuniones o en el hemiciclo fuera percibida como una escenificación banal dentro de una carcasa burocrática que sería más un estrobo que un servicio
Permitidme la trampa que es hacer categoría de la anécdota. Catalanes y españoles hemos sido los ciudadanos continentales que, a través de sucesivas encuestas de opinión, hemos manifestado una adhesión mayor y más sostenida al proyecto de la Unión Europea. Tal vez esta tradición transversal la justificara nuestra historia política. Confiábamos y constataríamos que la vinculación con la Unión, viniendo de donde veníamos, era la mejor vía para la democratización de nuestro país al tiempo que significaba la posibilidad de sincronizarse con los países de nuestro entorno a través de realidades tan tangibles a nuestra vida como lo son el mercado y la moneda. En buena medida, de hecho, así ha sido. Digamos que el nuestro era y todavía es un europeísmo aspiracional, interiorizado como un factor de progreso que parecía ininterrumpido. Pero este anhelo, ni cuando España entró en el Mercado Común, no tendría correlación con un conocimiento suficiente de los límites y las posibilidades de una institución única. El desconocimiento ha facilitado que la tarea pesada en los pasillos, en las salas de reuniones o en el hemiciclo fuera percibida como una escenificación banal dentro de una carcasa burocrática que sería más un estorbo que un servicio.
Esta percepción negativa es una de las herencias de la crisis económica, otra manifestación de lo que se ha llamado la crisis de legitimidad de las instituciones de la democracia liberal occidental y que ha tenido como consecuencia la aparición de diversas formas de un mismo nacionalpopulismo.
La Conferencia del Futuro de Europa que ahora se pone en marcha y que terminará dentro de un año, es una apuesta de la Unión en busca de una nueva legitimidad que se quiere ganar no vinculando la ciudadanía a través de una identidad que es muy débil sino animando a la participación ciudadana
En este contexto, ¿Cómo pueden regenerar su legitimidad unas instituciones europeas que ni pueden ni quieren hacerlo a través del potentísimo factor que es la pertenencia a una identidad nacional? ¿Pueden dotarse de una idea o de un mecanismo de afianzamiento institucional que vaya más allá de la legitimidad que otorga el sufragio? Una respuesta posible, actualizando el modelo tradicional, es la prioridad que se marcó la actual Comisión Von der Leyen, la que se constituyó después de aquellas elecciones: dotarse de herramientas -proyectos, presupuesto, visión- con tal que los países realicen una transición energética justa y así Europa se convierta en un continente verde que a la vez siga siendo el referente de derechos y libertades que ha querido ser. Pero esta apuesta, clave, de hecho es una actualización del modelo.
Una respuesta paralela a las dos preguntas que antes formulaba puede serlo la Conferencia sobre el Futuro de Europa. Esta Conferencia, que ahora se pone en marcha y que terminará dentro de un año, es una apuesta de la Unión en busca de una nueva legitimidad que se quiere ganar no vinculando la ciudadanía a través de una identidad que es muy débil sino animando a la participación ciudadana.
Aquella idea de la Unión como mera carcasa burocrática quiere ser superada poniendo todas las facilidades para que se organicen por todo el territorio seminarios o debates sobre los grandes temas del presente. La lista es conocida: salud y digitalización, economía o geopolítica, valores y transición energética. Hablar de ello de ciudadano a institución porque no se necesitan mediadores o, en todo caso, sin que sean necesarios porque la intermediación clásica sigue en crisis. Así las instituciones podrán tomar el pulso sobre lo que quieren sus ciudadanos y los ciudadanos ahora tienen la oportunidad de descubrir la Unión como una institución que, como aquellas que siente como propias, también le puede mejorar su vida. De hecho quizás sea aquella institución que le permita tener un futuro próspero en la globalización territorializada que la pandemia nos dejará como herencia. La principal herramienta de la Conferencia es una plataforma digital multilingüe que, en parte, ha aprovechado software diseñado en Barcelona. El diálogo que se plantea puede ser colectivo y quiere ser transnacional y tiene como propósito último implicarnos a la hora de saber y perfilar cuál debe ser la Europa de Mañana.
En El Món de Demà hemos querido ser una caja de resonancia de la Conferencia sobre el Futuro de Europa. Como hemos hecho siempre, dedicándole un número de nuestra publicación. Pero por primera vez nos hemos atrevido a explorar también un formato diferente. Atendimos la propuesta de las instituciones europeas en Barcelona y hemos diseñado un podcast para socializar conocimiento. Nada que no hubiéramos intentado antes. Porque con esta ambición pusimos en marcha este espacio de pensamiento. Convencidos de que tratar de enriquecer el debate público era, es y será también una forma de compromiso cívico, una forma de participación democrática a través de la cual podíamos ayudar a construir la Cataluña de mañana.