Partidos, sociedad y Estado
Aunque los partidos políticos son uno de los objetos más estudiados de la ciencia política y una parte de la literatura fundacional de la disciplina pronto se ocupó de analizarlos, al cabo de más de un siglo no se ha sido capaz de construir una definición plenamente aceptada. Muchas de las definiciones, a pesar de esta anomalía, coinciden en enfatizar varios aspectos de los partidos. Por un lado está la vertiente organizativa –son organizaciones que sobreviven a sus fundadores–, por otro, la ideológica o la asociada al proyecto –representan intereses compartidos por sus miembros y buscan el interés general– y, finalmente, aquella vertiente relacionada con el ámbito institucional –se presentan a elecciones para situar sus candidatos en cargos públicos y hacer políticas.
Actores colectivos
Estas tres dimensiones permiten trazar con bastante precisión dónde se mueven los partidos y cuál es su utilidad, es decir, cuáles son sus funciones y cómo han evolucionado. Para hacerlo hay que tener presente que los partidos siempre han sido unos actores colectivos híbridos a medio camino entre la sociedad y el Estado y que han cumplido las funciones en estos dos espacios que son imprescindibles para el buen funcionamiento de la democracia representativa. En el ámbito societal históricamente los partidos contribuían a la socialización política, posibilitaban que los ciudadanos alcanzaran patrones y valores que después guiaban su comportamiento político. Igualmente, encuadraban la ciudadanía y la movilizaban. Así se convertían en los agentes fundamentales de la participación política convencional, la que se asocia al ejercicio del voto. Y finalmente articulaban, agregaban, canalizaban las demandas sociales y las trasladaban a las instituciones a través de las elecciones, permitiendo la representación plural de los intereses.
Hasta ahora los partidos han demostrado mucha resiliencia; hará falta mucha más
Sin embargo, desde principios de los años setenta y coincidiendo con la emergencia de otros actores políticos, los partidos comenzaron a perder el monopolio del que habían disfrutado en este espacio híbrido. Las grandes formaciones de masas, que se habían articulado en torno a las grandes ideologías consolidadas después de la Segunda Guerra Mundial, se convirtieron en catch-all parties, al tiempo que redujeron las diferencias ideológicas entre sí, devaluaron el papel de la militancia y otorgaron el máximo protagonismo a los líderes que interpelaban al electorado directamente. Además, el incremento de los niveles de formación o la extensión de la televisión desde mediados de los años sesenta redujeron su papel como agentes de socialización y disminuir el peso de las subculturas partidistas. No debe sorprender que los partidos empezaran a perder afiliados y experimentar una volatilidad electoral que evidenciaba el debilitamiento de las lealtades partidistas y el retroceso de su vínculo con la sociedad.
Nuevos movimientos
Pero en vez de llegar el fin de las ideologías (como había anunciado Daniel Bell), nuevas líneas de conflicto comenzaron a atravesar las sociedades occidentales. Los nuevos movimientos sociales se consolidaron como actores colectivos en clara competencia con los partidos. La creciente fragmentación de las demandas sociales comenzó a dificultar la tarea de agregación y canalización. La aparición de los nuevos movimientos sociales rompieron el monopolio de los partidos en la movilización y propició el surgimiento de nuevas formas de participación consideradas de tipo no convencional. Posteriormente, el movimiento ecologista constituyó partidos reivindicando nuevas formas de relacionarse con la sociedad y unos formatos organizativos más laxos. Se hacía patente la tendencia de las sociedades acomodadas sociedades occidentales a abrazar los valores postmateriales en detrimento de los materiales. Era la llamada revolución silenciosa, tal como la bautizó Ronald Inglehart. Y en paralelo los partidos de la nueva extrema derecha, a los que Piero Ignaz se referiría más adelante como contrarrevolución silenciosa, también suponían una enmienda a los partidos tradicionales con los que se mostraban muy críticos. Todo ello alejó los partidos de la sociedad, una rendija que con el paso de los años no ha hecho más que ensancharse.
A medida que los partidos se alejaban de la sociedad, se profundizaba su imbricación en el Estado. Es en el Estado donde prácticamente en solitario han seguido cumpliendo sus funciones tradicionales. Seleccionan y reclutan el personal político que mediante las elecciones ocupa las instituciones, legislan, gobiernan y producen resultados en forma de políticas públicas. Los partidos, por tanto, garantizan el funcionamiento del sistema político e históricamente, aunque cada vez menos, han contribuido a su legitimación. En reconocimiento de sus funciones sistémicas los partidos fueron reconocidos y protegidos constitucionalmente y se les dotó de un generoso financiamiento público que contribuyó a alejarlos aun más de la sociedad, ya que no dependían de ella para su supervivencia, sino esta pasaba a depender de su acceso a las diferentes instituciones del Estado.
Colonización del Estado
Es el fenómeno que Peter Mair definió como cartelización: una especie de colonización del Estado. Se ponía de manifiesto, en contra de lo que muchos sostenían, que los partidos, lejos de estar en crisis, estaban demostrando una gran capacidad para sobrevivir a los cambios y para adaptarse a las nuevas realidades. Las elecciones se convertían en el momento cumbre de estos partidos y su preparación quedaba cada vez más en manos de profesionales que terminaron por convertir los partidos (como siempre han estado en algunas latitudes) en meras maquinarias electorales. Partidos profesionales electorales, decía explícitamente Angelo Panebianco.
En España la imposibilidad de actuar simultáneamente de manera responsiva y responsable durante la crisis y los escándalos de corrupción han laminado la reputación de los partidos. La han laminado tanto que precisamente hoy los políticos son considerados uno de los principales problemas por parte de los ciudadanos. Hasta ahora los partidos han demostrado mucha resiliencia. Hará falta mucha más. Sin ellos se abre un hueco en la democracia representativa que sería llenado por organizaciones y líderes que en su propio nombre la podrían terminar destruyendo.