Cerrados al talento

Doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de Oxford. Enseña e investiga en el Instituto de Calidad de Gobierno de la Universidad de Gotemburgo. Su investigación se centra en la política comparada y de la administración pública y combina métodos cuantitativos y cualitativos.

«¿Qué quieres ser de mayor?», le preguntó el padre a la hija. «Quiero ser ministra, presidenta del gobierno, juez». «Quiero cambiar el mundo», respondió Marta. Era 1980. Y Marta, y también María, Marc, y muchos jóvenes con empuje y vocación de servicio público que estudiaron Derecho, Economía o Políticas y entraron a trabajar en el sector público: en el Ayuntamiento de Barcelona durante la transformación olímpica de la ciudad, en el innovador sector sanitario catalán o en tantos otros lugares. Del nivel administrativo o del político. Pero en el sector público.

Ahora, cuando Marta, María o Marc preguntan a sus hijos qué quieren ser de mayores, nadie habla del sector público. Los que quieren cambiar el mundo desean trabajar en organizaciones de la sociedad civil o del sector privado. Creen, con fundamento, que las cosas se pueden transformar mejor desde las más flexibles y dinámicas salas de máquinas de una ONG o una empresa tecnológica que desde las oxidadas burocracias del sector público. Quieren trabajar con robots, no con dinosaurios.

¿Por qué el sector público – en España en general – ha perdido capacidad para atraer talento? ¿Y como puede recuperarlo? Necesitamos dos cosas: un cambio de filosofía general, por una parte; y medidas muy concretas de renovación de los recursos humanos, por otra.

Hay dos formas de entender el trabajo en el sector público: la contratación discrecional y el trabajo de por vida. El personal laboral, o la idea de que un trabajador debe ser tratar por igual tanto si trabaja en el sector público o en el privado. Y el personal funcionarial, o la idea de que los empleados públicos han de disfrutar (o sufrir) condiciones especiales: entrar por oposición a un cuerpo, en vez de por una entrevista o prueba para ocupar un lugar particular; y ser inamovible.

El modelo funcionarial tiene problemas para captar talento. ¿Qué joven quiere dedicar los mejores años de su vida a estudiar oposiciones o trabajar interinamente en el sector público con la desazón constante de si «saldrá» su plaza? Es por ello, por su incapacidad de absorber profesionales de fuera de las administraciones, que este modelo se conoce como «sistema cerrado» de carrera en el sector público – en contraste con el modelo laboral o «abierto», donde la práctica totalidad de puestos de trabajo en cualquier lugar de la administración están abiertos a candidatos externos a la organización.

En sociedades ricas y democráticas como la nuestra, el precio del modelo funcionarial supera las ganancias que nos aporta

Aunque no es eficiente, el modelo funcionarial puede ser rentable para un país. Como mínimo, durante la etapa de construcción y consolidación del Estado – que no es nuestro caso en este momento -. Tener funcionarios desarrollando todo tipo de tareas – de técnicos de Hacienda a maestros y médicos – atesora una ventaja que a menudo despreciamos: protege al trabajador público presiones políticas. Y como han demostrado un buen número de investigaciones académicas, en la mayor parte del mundo este modelo proporciona más beneficios (en control de la corrupción y los abusos) que los costes que supone en términos de pérdida de adaptabilidad a cualquier cambio social.

En la mayor parte del mundo sí que funciona, pero en el entorno de la OCDE no. En sociedades ricas y democráticas como la nuestra, el precio del modelo funcionarial supera las ganancias que nos aporta. Es por eso que los países líderes en calidad de políticas públicas (y que también se está notando en la gestión de la pandemia), de Nueva Zelanda, Australia y Corea hasta Alemania, Holanda y Dinamarca, han ido sustituyendo el sistema cerrado de carrera al sector público por un modelo más abierto. En Suecia, que tenía un número muy elevado de funcionarios, las principales tareas del Estado de bienestar, como salud y educación, dejaron de estar cubiertas por personal funcionarial en la década de los 60. Y, ahora, menos de un 1% de los empleados públicos son funcionarios.

Un modelo cerrado de administración pública es casi imposible que pueda atraer el talento joven

En España, desde el ejecutivo central hasta nuestro pueblo, las administraciones llevan 40 años de democracia perdiendo la oportunidad de continuar por esta senda. Tenemos, todavía, la estructura de recursos humanos básica de cuerpos funcionariales que se desarrolló durante el franquismo, aunque, en líneas generales, es una continuación del intento, loable en su momento, de aislar a los trabajadores públicos de las injerencias de los políticos, caprichosos y cortoplacista, de la España de la alternancia de liberales y conservadores del siglo XIX.

¡Pero, Victor, si muchos trabajadores públicos no son funcionarios! Sí, es cierto. Pero no lo son porque no pueden. Porque el modelo funcionarial es caro y rígido. Y, por tanto, las administraciones que necesitan ganar eficiencia y agilidad – pensemos en un hospital moderno, en el que los tratamientos y protocolos médicos cambian constantemente – tratan de huir del sistema de carrera cerrada. Buscan crear entidades no sujetas a derecho público, como las fundaciones, y otros inventos jurídicos que dan muchos dolores de cabeza a sus responsables. Y a veces son utilizados como excusa para llevar a cabo actividades ilícitas por parte de políticos sin escrúpulos, lo que ha contribuido a la estigmatización social de estos experimentos. Porque son eso: experimentos. La base, lo «normal», es tener personal funcionarial.

El sistema cerrado capta personas, sin comprobar si serán buenas o no en el desarrollo de su trabajo

Un modelo cerrado de administración pública es casi imposible que pueda atraer el talento joven. Hay sectores concretos – como graduados de derecho (y de familias que se lo pueden permitir) – que pueden contemplar la larga inversión de opositar. Pero, para la gran mayoría de jóvenes, educados en un mundo digital donde todo va muy deprisa, es poco alentador. Además, el sistema de examinación propio de un sistema cerrado – como las clásicas oposiciones de «vomitar» temas jurídicos o las versiones algo más sofisticadas en el mundo académico – capta un tipo concreto de talento: el memorístico y no tanto el analítico o crítico, necesario para los retos del presente. Y aquí viene el gran problema: el sistema cerrado capta personas, sin comprobar si serán buenas o no en el desarrollo de su trabajo. ¿Cómo sabemos que un chico o chica que se ha pasado 7 u 8 años en casa memorizando leyes serán un buen juez?

Este es pues el cambio de filosofía que necesitamos: darnos cuenta de que hay que sustituir nuestro modelo cerrado de servicio público por un modelo abierto. Por defecto, tenemos que abrir cada vacante en el sector público al número más amplio de talento, dentro y fuera la administración.

Este cambio de filosofía tiene que venir acompañado de medidas concretas. Por ejemplo, crear en Salud un instrumento de gestión específico para los centros sanitarios, que tenga personalidad jurídica propia y autonomía plena de recursos humanos, como recomendó recientemente el Comité de Expertos para la transformación del Sistema Público de Salud. Estos nuevos organismos deberían tener órganos de gobierno profesionalizados, con independientes de prestigio. Pero independencia no significa irresponsabilidad. Estas nuevas especies de entes públicos deberían pues someterse a auditorías ex post, para garantizar la transparencia y la integridad.

Son ellas o los dinosaurios.

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