El sexo, la cuna del poder

Profesora de Filología Hispánica en la Universidad de Barcelona. Preside la asociación Clásicas y Modernas. Su último libro –la biografía Concepción Arenal. La caminante y su sombra- ha sido galardonado con el Premio Nacional de Historia.

Abordar el fenómeno y las enormes consecuencias que ha tenido el movimiento MeToo en todo el mundo no es posible sin hacer algunas consideraciones previas. La primera de ellas es tener en cuenta la persistente duración de un hecho tan injusto como ha sido la subordinación de las mujeres a lo largo de los siglos y el lento crecimiento y desarrollo de una conciencia feminista en el contexto mundial.

Las mujeres fueron excluidas en el pasado y hasta fechas relativamente recientes del proceso de creación de las principales construcciones conceptuales y esa exclusión se consiguió fundamentalmente a través de la educación. Es decir, de la no educación de las mujeres. Todos los constructos intelectuales que han explicado el mundo han sido androcéntricos, parciales y han estado distorsionados al no contemplar el sujeto femenino como susceptible de los mismos derechos y obligaciones que el varón. Dicho al revés, la mente femenina se fue formando a partir de una doble privación: la de una cultura que no la tenía en cuenta más que en los aspectos domésticos, familiares y sexuales y su impotencia absoluta para acceder a ella, fuera esta cultura la que fuere.

El MeToo ha revolucionado el mundo emocional al decir algunas cosas por su nombre, desposeyendo ciertos comportamientos sexuales de la mixtificación y el abuso. Un paso importante hacia una nueva forma de entenderse los seres humanos en una parcela tan íntima y tan delicada como el sexo.

Las pocas mujeres que en el pasado sobresalieron por su talento lo hicieron como seres excepcionales y raros, es decir como una anomalía biológica: inteligencias masculinas en un cuerpo equivocado. No solo eso, sino que las mujeres, además de mantenerse al margen del saber, de la política y de la gestión del conocimiento, debieron luchar contra un fondo oscuro, misógino, que las definió como seres infrahumanos, malintencionados e incluso sexualmente sucios. Aristóteles, por citar solo un nombre, fundaba la supuesta naturaleza histérica de la mujer en el hecho de que el útero era un pequeño animal que anidaba en su cuerpo y que se agitaba ferozmente cuando no se le daba de comer. En mi libro Breve historia de la misoginia se ofrecen abundantes ejemplos de ese rechazo a la mujer con la voluntad de asegurarse su sometimiento.

Historia de un desarraigo

Esa terrible realidad, que siempre estuvo compensada por la presencia de hombres que apoyaron el talento femenino, formó la mente femenina de tal manera que a lo largo del tiempo se consiguió que las propias mujeres colaboraran en el sistema que las oprimía, en parte por supervivencia e ignorancia y en parte para proteger sus propias ambiciones. De modo que fue la ideología que hoy llamamos patriarcal la que estableció una neta división de atributos entre los dos sexos: belleza física para la mujer; inteligencia y aptitudes para el varón. Y en este contexto, el sexo ha jugado siempre un papel decisivo como indicador de diferencias importantes en cuanto al poder, los derechos y la libertad de los individuos.

Las mujeres tuvieron que adaptarse a una sociedad basada en el reparto de funciones según el sexo y donde las expectativas apropiadas para cada sexo estaban incrustadas en todas sus instituciones, en el pensamiento, en el lenguaje y, cómo no, en la ética de los comportamientos. Si rodáramos una película que resumiera la posición de la mujer en el mundo a lo largo del tiempo este podría ser un buen resumen: siempre faltó algo para que la identidad femenina fuera reconocida como sujeto de plenos derechos y tan libre como el varón a la hora de disponer de sus dotes. Demasiado ambiciosa, demasiado pusilánime, demasiado latín, demasiado pecho, demasiado poco, demasiado alta, demasiado baja, demasiado bella, demasiado fea, demasiado estilo, demasiado poco, demasiada nariz, demasiado chata… Así podríamos recorrer la historia de las mujeres, siempre bregando con unos ideales de perfección ajenos, duros y aplicados tenazmente sobre ellas. Concepción Arenal lo denunció con valentía en La mujer de su casa (1883). Sin embargo, cuando escriben Arenal, Emilia Pardo Bazán, Carmen de Burgos o Clara Campoamor no había llegado, todavía, el momento de que su reflexión cuajara más que excepcionalmente.

La historia de las mujeres es pues una historia de desarraigo, que yo considero metafísico, porque está fundado en una profunda carencia de ser que es la causa primaria del estado melancólico en el que se hundieron miles y miles de ellas en el pasado. De nuevo, la misma argumentación que he expuesto más arriba: si las mujeres querían hacer algo con sus vidas, más allá de la esfera doméstica a la que se las inducía, debían hacerlo a partir de los resquicios que la hegemonía patriarcal les permitía.

Es obvio que en este contexto, tan someramente descrito y que ahora está en conocimiento de todos, la belleza física fue, ha sido, una herramienta de empoderamiento femenino; una herramienta forzada, pulida y mimada debido a la exclusión de otras formas para conseguirlo. Eso ha sido así y no hay más que pensar en los tipos de marginación que sufrieron las mujeres por ser demasiado (demasiado algo, altas, bajas, gordas, feas, inteligentes, ambiciosas, estudiosas, díscolas…). Como consecuencia de la sobreestimación de la belleza femenina, el sexo ha estado en el centro de las relaciones entre hombres y mujeres. Ha sido fuente de mucho amor, sin duda ninguna, pero también de oceánicos malentendidos, de una violencia sostenida y de explotaciones seculares contra la mujer, como la prostitución.

El punto de inflexión tal vez más interesante, en el contexto de este artículo, fue la publicación de Sexual Politics (1970) de la estadounidense Kate Millett, ensayo pluridisciplinar que tantea una nueva sociología del conocimiento y donde se expone una tesis: la relación entre los sexos es una relación desigual, es pues una relación de poder y, por tanto, es política. Fue una obra fundante que aportó una nueva mirada sobre la relación entre lo público y lo privado, dos espacios artificiosamente separados por la ideología patriarcal pues permitía que la violencia ejercida sobre las mujeres pudiera mantenerse  en un espacio libre de  consecuencias.

Una revolución copernicana

¿Qué ha conseguido el MeToo? Dar visibilidad a una forma de relación sexual que, más allá de que sea consentida o no, se funda en el ejercicio de una dominación (por una parte) y la esperanza implícita de obtener alguna forma de reciprocidad a cambio de tolerar dicha dominación (por la otra). Todo, en un contexto de tolerancia y vista gorda. El MeToo ha roto con el silencio del acoso sexual, una especie más bien sombría del do ut des que resulta, en conciencia, inaceptable para las mujeres, y debería serlo para los hombres. Yo permito, tolero o callo al mantener una relación sexual no deseada a la espera de que pueda generar un beneficio en mi carrera o, en el límite, evitar que me pueda perjudicar.

Como diría Lacan, se trata de una revolución copernicana, en el bien entendido de que si Copérnico desarrolló el sistema solar apoyado en la observación de los astros, el MeToo ha revolucionado el mundo emocional al decir algunas cosas por su nombre, desposeyendo ciertos comportamientos sexuales de la mixtificación y el abuso. Un paso importante hacia una nueva forma de entenderse los seres humanos en una parcela tan íntima y tan delicada como el sexo.

Hasta fechas relativamente recientes el consentimiento de la mujer a las relaciones sexuales importaba una higa y llevará tiempo el encontrar, entre todos, el encaje adecuado. A la conciencia no le resulta fácil, en ningún ámbito, hacerse de golpe con todas las propiedades de un objeto. Pero lo importante es que gracias al MeToo ha emergido un nuevo orden en la estructura afectiva de nuestra sociedad. Se ha generado una nueva perspectiva que forzosamente está revisando el pasado (lo hacía la propia Millett en su ensayo), se hace con el presente y piensa en el porvenir. Un porvenir con menos servidumbres. El único problema es que si todos estamos de acuerdo ya en que lo personal es político, lo estemos también en que lo político no puede ceñirse obsesivamente a lo personal porque entonces estaríamos transformando la búsqueda de una mayor igualdad entre los sexos en una herramienta que utilizar como chantaje destructivo. Una nueva mano meciendo la cuna del patriarcado.

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