Proceso judicial y perspectiva de género

Catedrático de Derecho Procesal y Doctor Honoris Causa por diversas universidades. Es autor de una obra académica extensa y prestigiosa. Su último libro, Inteligencia artificial y proceso judicial, acaba de ser traducido al italiano.

Cuando se habla de “perspectiva de género”, se trata de evaluar las situaciones cotidianas en que una mujer está concernida tomando consciencia de que puede existir una discriminación de fondo, que sufre la mujer y que está tan normalizada que ni siquiera nos damos cuenta de ella. Dado que nadie respetuoso de los derechos humanos desea discriminar, la perspectiva de género implica salir del error inadvertido anteriormente, caer en la cuenta de que algo estábamos haciendo mal cuando creíamos obrar bien. Supone, en consecuencia, salir de la comodidad de la tradición y de la falacia ad antiquitatem: algo está bien porque siempre se ha hecho así.

Caen en el error los que, sin razonar más profundamente, manifiestan estupor desaforado por la perspectiva de género. Pero están en su derecho de protestar y está muy bien que lo hagan porque de ese modo se abren los debates, y sobre todo no se mantienen supuestas verdades absolutas como si fueran dogmas de fe, ni las de ellos ni las de los demás. Oír opiniones adversas puede molestar, pero si se las ve como una oportunidad para argumentar mejor la propia posición y desautorizar definitivamente una orientación errónea, la óptica cambia y hasta se agradecen esas expresiones públicas, aunque ofendan. No pocos hiperconvencidos de una idea han salido de su error tras hablar en público y escuchar el contraargumento. No es fácil, pero siempre hay quien lo consigue. Son los más inteligentes, como sugirió, entre otros, Umberto Eco.

Las posiciones de poder acompañadas de una ideología legitimadora favorecen la aparición del abuso. Así ha sido con la violencia machista. De ahí que sea tan positivo que la perspectiva de género haya puesto en cuestión el antiguo posicionamiento ideológico sobre el abuso.

Dejando de lado el problema de la aún débil presencia de mujeres en los altos niveles de la justicia, que todo apunta a que se irá corrigiendo a corto-medio plazo, en el proceso judicial se produce la posible discriminación principalmente en un ámbito: la credibilidad del testimonio de una mujer, particularmente –pero no solamente– de las que denuncian ser víctimas de un delito sexual. Se pueden detectar algunos otros comportamientos que cabría incluir en un marco de machismo atávico, pero pese a su evidencia en ocasiones, habitualmente pertenecen al terreno de la intuición. Me refiero al hecho de valorar a las mujeres testigo, abogado, fiscal o juez por su edad, forma de hablar o forma de vestir, comportamiento y apariencia física en general. Esa evaluación no se suele hacer cuando el testigo, o el abogado, o el fiscal o el juez son hombres. Pero insisto en que no existen estudios realmente detenidos sobre el particular, y por ello me limito a citar el problema para llamar la atención sobre él, pero lo dejaré de lado en este escrito.

La mujer que denuncia

Me centraré por ello en la temática de la credibilidad de la mujer cuando denuncia una agresión sexual o cuando declara por la misma en un proceso penal. En el particular las posturas están muy enfrentadas. Históricamente no se creía a las mujeres que denunciaban una violación si no existían evidencias físicas de la misma en forma de lesiones graves. Esa es todavía, en el fondo, la posición de todos aquellos que no dan crédito a las denuncias de acoso sexual consistentes en contactos telefónicos insistentes, insinuaciones que sobrepasan el mero descubrimiento puntual del interés por esa mujer, o incluso caricias o hasta toqueteos en zonas culturalmente entendidas como de connotación sexual, cuyo autor pretende disfrazar de actos de mero cariño, proximidad o incluso como una broma, tal y como veíamos hace tiempo en no pocas películas en blanco y negro. Esas personas suelen pensar o afirmar que esas situaciones se “resuelven” como en aquellas películas: con un tortazo, con una mirada de estupor y rechazo o con una recriminación verbal de la mujer.

Ojalá fuera tan fácil. Esas reacciones, también bastante teatrales –del teatro de otra época–, pertenecen a un tiempo en que la posición de la mujer estaba legal y socialmente subordinada al hombre. El hombre sabía que siempre iba a ganar la batalla porque a la mujer, salvo que prefiriera seguir dependiendo de su padre o de otro familiar varón, le convenía socialmente bregar con la repugnancia y acceder a esos requerimientos, o no poner el grito demasiado en el cielo cuando sucedían. A veces era por prosperar laboralmente –lo que era difícil si no se cedía–, y otras veces por simple miedo a que el hecho de denunciar se volviera contra ella, recibiendo la reprimenda, no sólo del varón que las controlaba, sino de todo su entorno. La agredida era ella, pero también era la que acababa siendo considerada culpable por vestir o hablar de determinada manera, o quién sabe qué.

Actualmente, aunque quedan restos de todo aquello, esas conductas se van marginalizando, por fortuna. Pero con todo, como demostró el experimento de la cárcel de Stanford, las posiciones de poder acompañadas de una ideología legitimadora favorecen la aparición del abuso. De ahí que sea tan positivo que la perspectiva de género haya puesto en cuestión el antiguo posicionamiento ideológico sobre esta cuestión, dado que las posiciones de poder siempre seguirán existiendo hasta que la sociedad no cambie –ojalá algún día– muy radicalmente.

Pero reconocido todo lo anterior, conviene no pasar al otro extremo. Una mujer que denuncia una agresión sexual no es creíble por sistema, porque nadie es incuestionablemente creíble. Además, si pasamos al terreno del proceso penal, para poder proceder contra alguien es necesaria la existencia de “indicios racionales de criminalidad”, que es justamente lo que los juristas estadounidenses llaman “causa probable” Es decir, hacen falta elementos de convicción que, al menos a primera vista, hagan creíble un relato. Y una denuncia, sin más, no es por sí misma un elemento de convicción. Mucho menos puede servir para legitimar una condena. Existe la presunción de inocencia y para destruirla, siguiendo el modelo anglosajón –que es muy gráfico en sus descripciones– tenemos que alcanzar una convicción de culpabilidad “más allá de toda duda razonable”. Resumiendo, que para poder proceder contra alguien necesitamos algo más que unas palabras. Y para condenar, muchísimo más que unas palabras. No puede ser de otro modo, ni con este tipo de delitos ni con ningún otro. Puede parecer frustrante, pero no lo es. Imagínese qué sucedería en una sociedad si se le diera credibilidad sistemática a cualquier denuncia y sirviera sin más para condenar a alguien a duras penas de prisión.

Existe también el problema de las denuncias que se formulan al cabo de muchos años de sucedidos los hechos. Muchas son ciertamente aterradoras, pero difícilmente pueden tener eficacia penal porque pasado tanto tiempo, reunir más pruebas que un simple testimonio de denuncia es prácticamente imposible, incluso viéndose acompañada esa denuncia de otras denuncias similares, como ha ocurrido en ocasiones. En esos escenarios es casi imposible determinar la veracidad de esos testimonios, y por ello el proceso penal no puede ni arrancar. Pero hay que pensar que esa misma dificultad de prueba de la culpabilidad la tiene el denunciado con respecto a su exculpación social, dado que acostumbra a verse inerme para defender su inocencia. Por principio, un acusado en cualquier proceso penal no está obligado a presentar prueba alguna en su defensa, precisamente por lo difícil que es reunirlas. Imagínese cómo aumenta esa dificultad si además han pasado décadas desde el acaecimiento de los hechos.

Estamos, por tanto, ante una de aquellas situaciones que los juristas de la Edad Media habían calificado como probatio diabolica, es decir, escenarios en los que alguien querría defender su postura en un proceso aportando pruebas, pero le es simplemente imposible. En consecuencia, aunque sin duda puede resultar doloroso, el camino procesal está cerrado en la mayoría de estos casos.

Proceso judicial y vía mediática

La pregunta que cabe formularse, para terminar, es si la imposibilidad de iniciar o culminar un proceso judicial debe cerrar también la vía mediática. No es tampoco un tema fácil. Personalmente soy partidario de extender la garantía de la presunción de inocencia más allá del proceso judicial, porque un proceso solamente es un espacio en el que intenta recuperarse la realidad para juzgarla, y por tanto no es algo al margen de la realidad, sino que intenta ser su reflejo. Es decir, cuando no se persiguen unos hechos, no es porque el Derecho no permita perseguirlos, sino porque no es razonable seguir hablando de lo que muy probablemente no existe.

Y es que al contrario de lo que acostumbra a decirse, el proceso no es un instrumento que impida conocer la realidad, sino que está especialmente diseñado para captarla al margen de intuiciones, insinuaciones o conjeturas. El proceso, bien celebrado, es el lugar en el que más correctamente pueden confirmarse o descartarse unas hipótesis sin dejar cabos sueltos, cosa que pueden permitirse los periodistas o incluso en ocasiones los historiadores, pero no los jueces. Por tanto, que un juez no persiga unos hechos tras su exhaustiva y monográfica investigación suele significar, aunque cueste creerlo, que esos hechos no son reales. Por supuesto, también los jueces se equivocan, igual que los periodistas, pero con menos posibilidades de hacerlo al disponer de mecanismos de investigación realmente excepcionales que nadie más que ellos poseen. Además, no les mueve ningún interés o apasionamiento, o no debería moverlos. Su misión es simplemente averiguar la realidad con independencia e imparcialidad, garantías de las que, por desgracia, tampoco goza tantas veces en la actualidad un periodista, salvo que quiera asumir altísimos costes personales y laborales.

Por ello, a pesar de todos los pesares, hay que auspiciar en el futuro una mayor confianza en la Justicia. Naturalmente que también tiene fallos, sobre todo de formación de jueces, fiscales y policías que hay que corregir cuanto antes, porque la situación en este sentido es especialmente delicada. Pero las herramientas de que disponen para averiguar los hechos son muy fiables. De ahí que una buena recomendación sea no ir más allá de lo que declaran los jueces una vez que han decidido, salvo que se observe una evidente irregularidad en el proceso, o bien que jueces, fiscales o policías arrastran los pies en las investigaciones, o que directamente obran fraudulentamente, como ocurrió en tantos casos de abusos a menores.

Pero si no hay evidencia de esos defectos, hay que respetar a la Justicia. Aunque cueste asumirlo, no hacerlo choca con la realidad, y la realidad siempre se acaba imponiendo. Recuerden los atentados del 11-M y la campaña mediática que, por desgracia, los acompañó…

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