Extravagancias sobre la universidad
El futuro de la universidad se concentra en tres objetivos: excelencia, competitividad e internacionalización. Los sabemos medir y sirven para construir rankings. Son inevitables en el marco del siglo XXI. No incorporarlos a las instituciones académicas supondría descontextualizarlas y alejarlas de la realidad. Pero la universidad también debe saber mirar atrás para recordar sus esencias. Recordar que lo que la dota de sentido no son características instrumentales –competitividad, excelencia e internacionalización–, sino objetivos de fondo. Recordar que sus principales funciones son la producción de conocimiento, su transmisión y la voluntad de usar el conocimiento para transformar la sociedad. Y la universidad actual no satisface estas funciones. O las satisface de manera parcial y con un esfuerzo enorme para revertir un sistema de incentivos adverso.
Generar
Los factores que hoy definen la generación de conocimiento y que se usan para establecer rankings y ordenar carreras académicas son la ortodoxia y la eficiencia. La ortodoxia facilita que los académicos usemos el mismo lenguaje y formas de trabajar. Nos guiamos por un rigor metodológico estricto, a pesar de los perjuicios que este puede comportar a efectos de creatividad. La eficiencia presupone maximizar la producción, el número de artículos y la cantidad de recursos obtenidos. Una eficiencia competitiva, que, de paso, aniquila la inteligencia, que requiere tiempo de reflexión y colaboración con los demás. Estamos tan preocupados por el rigor formal y tan ocupados produciendo, que hemos dejado de pensar, escuchar, leer, estudiar o incluso distraernos. ¿El resultado? Un conocimiento cada vez más previsible, a menudo más irrelevante.
Transmitir
El principal problema de la docencia es que no sabemos cómo medirla. No sabemos responder a las preguntas sobre quién es un buen profesor o cómo valorar una docencia excelente, por lo que hemos decidido expulsarla del escenario. Puede resultar sorprendente, pero para los profesores la docencia es un estorbo. Cuando un profesor va progresando en su carrera, el premio es casi siempre la reducción de la carga docente. Si consigues no ver a ningún alumno, buena señal. Y en todo caso, para soportar la carga docente utilizamos sobre todo a jóvenes precarios y asociados contratados a tiempo parcial que tienen su dedicación principal fuera de la universidad. Si tiene hijos universitarios, piense que muchos de sus profesores no cobran más de 400 euros.
Transformar
La universidad se ha abierto a la academia internacional y, al mismo tiempo, se ha encerrado en su realidad local. Los académicos actuales no paramos de viajar, pero nuestras salas de reuniones son como aeropuertos: no lugares que son iguales en todo el mundo, sin contacto con la realidad que los rodea. Nos movemos sin parar, pero siempre estamos en el mismo lugar, conocido y confortable. En realidad, si nuestro trabajo interesa en el entorno local, académicamente es un mal síntoma. El resultado de todo ello es una tensión entre la voluntad de incidencia local –que existe en muchos casos– y unas dinámicas globales que incentivan intereses estrictamente academicistas. Trabajar la transferencia de proximidad, en definitiva, ni se valora ni se contabiliza.
La inteligencia genera conocimiento, y no es ni competitiva ni solitaria, sino colaborativa y compartida
Seducidos por las letras doradas de la excelencia y la internacionalización, esbozamos un futuro donde las universidades obtendrán mejores posiciones en los rankings, serán más competitivas y producirán con eficiencia. Esta visión puede resultar deslumbrante, pero también puede llevarnos a olvidar que lo importante no son los rankings, sino las personas que aprenden y educan. Que lo que genera conocimiento no es la eficiencia, sino la inteligencia. Y que esta inteligencia no es ni competitiva ni solitaria, sino colaboradora y compartida. Una universidad de personas y para las personas. Una extravagancia.