Mapear al monstruo
Una ola negra está sumergiendo a Europa. La extrema derecha o derecha nacionalpopulista gobierna ya en varios países europeos, sin contar lo que pasa allende del Viejo Continente con Trump, Duterte o Bolsonaro. La Polonia de Kaczyński y la Hungría de Orbán nos parecían excepciones, consecuencia del complejo proceso de transición a la democracia de lo que había sido el bloque postsoviético. Pero la ola ha llegado ya a Mitteleuropa y a orillas del Mediterráneo. En diciembre de 2017, en Austria los populares de Kurz sellaron un pacto de gobierno con el Partido de la Libertad (FPÖ) de Strache, el sucesor de Haider. Seis meses más tarde, en Roma juraban el cargo los ministros de un ejecutivo aparentemente sui generis, el de la Liga lepenizada de Salvini y del Movimiento 5 Estrellas, una formación populista pura. A partir de aquel momento, han sonado todas las alarmas.
El objetivo es instaurar democracias ‘iliberales’ (Viktor Orbán dixit). De momento esto les basta. Sobre todo de cara a las elecciones europeas del próximo mayo
En realidad, la nueva extrema derecha lleva años marcando goles. Lo que sucede es que hasta ahora no nos hemos dado cuenta o no nos hemos preocupado demasiado. En Holanda, el Partido por la Libertad, de Geert Wilders, apoyó en el bienio 2010-2012 el gobierno de minoría del liberal Mark Rutte. Lo mismo pasó en Dinamarca con el Partido Popular Danés a partir de 2001. El gobernador de Carintia y líder del FPÖ, Jörg Haider, había hecho lo mismo en 1999 en Viena, levantando, esa vez sí, una polvareda notable en todo el continente. Y en 1994 Berlusconi abrió las puertas del gobierno italiano a la derecha posfascista de la Alianza Nacional de Fini y a la Liga Norte de Bossi.
La extrema derecha está recogiendo los frutos de un trabajo que no es improvisado y que se ha acelerado tras 2008. Ya no se trata de los grupos neonazis que se autoguetizaban con las cabezas rapadas y los saludos romanos. Esos siguen existiendo, pero al mismo tiempo ha nacido y se ha consolidado una extrema derecha 2.0 que ha sabido aprovechar mucho más que la izquierda la crisis multinivel que hemos sufrido en la última década. Una crisis económica, social, política y cultural que ha tenido, y sigue teniendo, rasgos distintos según el país, pero también unas características comunes.
La vuelta a la Arcadia feliz
Frente al miedo de un mundo que está cambiando muy rápidamente, estas formaciones proponen la vuelta a una supuesta Arcadia feliz, ofreciendo seguridad y protección a los ciudadanos. Frente a la globalización, la desindustrialización, la robotización y la inmigración hablan de soberanía nacional y welfare chauvinism, un Estado del bienestar solo para nativos. Defienden las tradiciones nacionales, los valores patrióticos, la familia. Atacan al multiculturalismo, causa de todos los males representados por la trilogía: islamismo, feminismo, eurocracia. Es cierto que hay diferencias entre ellos: los nacionalpopulismos del norte no cargan demasiado contra los derechos civiles o el aborto; los del sur y del este, más católicos, sí. Wilders y el danés Thulesen Dahl no son Orbán o Ábascal, pero es más lo que los une respecto a lo que les diferencia.
La extrema derecha lleva años sembrando, y en la última década ha encontrado el terreno para que las semillas broten
Todo se junta en un discurso que simplifica la complejidad de nuestras sociedades. La inmigración es presentada como una invasión, aunque los datos nos muestran que no es así. Se trata, ni más ni menos, de la actualización de una de las muchas teorías del complot, la de la gran sustitución, que de los círculos de la Nouvelle Droite francesa de Alain de Benoist ha llegado al gran público, favorecida por las redes sociales. Ahí se junta el leitmotiv del peligro judío, hoy en día representado por Georges Soros, aunque la mayoría de partidos de esta extrema derecha 2.0 tiene buenas relaciones con Israel, considerado el baluarte occidental en el mundo árabe. Véase la reciente visita de Salvini a Netanyahu. Nada es nuevo, aunque sí lo es su vestimenta. Todo se recicla, se le cambia a veces de significado ya que, como explicaba Ernesto Laclau, los significantes pueden ser vacíos.
La extrema derecha llevaba años sembrando. En la última década ha encontrado el terreno adecuado para que las semillas brotasen: pérdida de confianza en los partidos y las instituciones, debilitamiento de los cuerpos intermedios, miedo a la precarización de unas clases medias empobrecidas… Se trata de las consecuencias del mal cierre de la Guerra Fría y de la gestión del proceso de globalización neoliberal, a fin de cuentas. De ahí viene la ola actual que ha llevado a la extrema derecha 2.0 a los parlamentos de todos los países europeos, excluidos Portugal, Luxemburgo e Irlanda. Jamás un partido de extrema derecha había entrado en el Bundestag: Alternativa para Alemania tiene ahora 91 diputados. En Dinamarca, Finlandia y Noruega los nacionalpopulistas están ya en el gobierno. En diferentes países del Este también. No hace falta recordar los 10,6 millones de votos obtenidos por Marine Le Pen en la segunda vuelta de las presidenciales francesas de 2017. Y desde el pasado mes de diciembre, España se ha “europeizado” también. Podríamos continuar: la lista es larga.
A todo esto se juntan dos factores especialmente relevantes. Por un lado, la radicalización de la derecha conservadora y liberal que, aparte de casos aislados, compra parte del relato de la extrema derecha y llega a aliarse con ella, abriéndole las puertas de los gobiernos. El caso austriaco es paradigmático, así como el español con el acuerdo de las tres derechas en Andalucía. Por otro lado, las relaciones o alianzas que se establecen en el ámbito internacional. Véase, por ejemplo, el caso de Salvini y Le Pen o, sobre todo, la red tejida por el exconsejero de Trump, Steve Bannon, con la plataforma The Movement. El papel de los lobbies ultras, a partir del integrismo católico, son cruciales para su financiación, así como la capacidad de compartir el knowhow de la propaganda on-line que está jugando un papel clave. Y no nos olvidemos el papel de la Rusia de Putin.
Democracias iliberales
Es cierto que los nacionalismos suelen chocar: la historia lo demuestra. Jamás existió una verdadera Internacional fascista en la Europa de entreguerras. Pero también es cierto que todos estos movimientos de ultraderecha comparten unos mínimos comunes denominadores. Y un objetivo: instaurar unas democracias iliberales, en la expresión acuñada por el premier húngaro Viktor Orbán. De momento esto les basta. Sobre todo de cara a las elecciones europeas del próximo mes de mayo. Esa será la batalla campal.