Masculinidad: el debate pendiente
El 8 de marzo el movimiento feminista irrumpió en el espacio público con fuerza. La discusión sobre el papel de los hombres ante este fenómeno fue una consecuencia lógica. El feminismo les pidió que por un día no ocuparan el espacio público, que no fueran protagonistas y, sobre todo, que asumieran las tareas de cuidado que habitualmente hacen las mujeres. Se debatió también si los hombres debían hacer huelga. Por su parte, la reacción masculina al éxito de la huelga incluyó desde el miedo de muchos a no estar a la altura y a ser tildados de machistas hasta la reacción furibunda contra esa movilización. No es descabellado pensar que esta actitud defensiva ha aumentado el voto masculino a opciones como Vox, que han hecho bandera del antifeminismo. Pero quizás la reacción más extendida entre los hombres fue el desconcierto. Muchas vimos cómo experimentaban una vaga sensación de desorientación. La feminista Betty Friedan llamó “malestar sin nombre” al sufrimiento difuso que sentían las mujeres debido a una opresión de género que no habían identificado de forma clara y abierta. A pesar de no ser fruto de la discriminación, el 8 de marzo los hombres sufrieron su particular malestar sin nombre: una incomodidad a la que todavía se han puesto pocas palabras. Este desánimo es uno de los hechos relevantes de los que ocurrieron aquel día y es más significativo de lo que podría parecer.
La masculinidad, valor compartido
Cada contexto histórico y cada sociedad han definido qué significa ser hombre y ser mujer, estableciendo unos modelos y unas normas de comportamiento rígidas. Es evidente que este proceso ha configurado las identidades de las personas. En el caso de los hombres ha implicado históricamente una serie de conductas abiertamente discriminatorias y de dominación sobre las mujeres, que han incluido incluso violencia. Ahora bien, más allá de esta dimensión personal, tenemos que considerar también la masculinidad (también la feminidad) como un valor social compartido, que no afecta solo a quien vive como hombre, sino que estructura nuestra sociedad en muchos aspectos aparentemente alejados de la diferencia sexual.
La desorientación de los hombres durante la huelga feminista es el síntoma de la falta de reflexión sobre la masculinidad
Por ejemplo en el ámbito del debate político, la confrontación entre posturas se plantea como una batalla que se tiene que ganar imponiendo las propias tesis. La defensa de opiniones absolutas sin matices ni dudas es imperativa para demostrar autoridad y seguridad. El reconocimiento del otro se convierte en un gesto difícil y la acumulación de cuotas de poder, un mérito. Aunque estos atributos y esta forma de plantear el debate público aparecen como generales o neutros, se inspiran en los valores propios de una masculinidad tradicional, surgida en un contexto histórico muy concreto. Nos recuerdan peligrosamente el modelo de hombre soldado y sus cualidades militares (preeminencia y fortaleza sobre el otro, autoridad, dominio, victoria, evitar la debilidad). Este ideal masculino se consolida con la Primera Guerra Mundial, cuando la participación en el ejército es un deber de todo ciudadano y se extiende como modelo para todos los hombres, más allá del ámbito bélico, a medida que las capitales europeas se llenan de monumentos a los soldados caídos.
La virtud es ‘viril’
La retórica según la cual los líderes políticos e, incluso, los pueblos y las naciones deben ser siempre fuertes, unidos, determinados, convencidos nos parece natural. Es así porque se ha tendido a presentar lo masculino como el universal, representante de lo humano en general y de lo bueno, positivo. No es extraño que viril se relacione etimológicamente con la palabra virtud. ¿Nos podemos imaginar una retórica pública que hable de pueblos vulnerables, necesidades de ayuda de los otros y de líderes débiles? La desorientación difusa de los hombres el día de huelga feminista es el síntoma de la falta de reflexión sobre los valores de la masculinidad que ellos viven en primera persona, pero que también impregnan la sociedad en su conjunto. La incomodidad surge cuando el feminismo los cuestiona y así aparecen en el primer plano de la discusión y ya no pueden ser asumidos como naturales de forma implícita. Ahora bien, como todo fenómeno histórico son susceptibles de ser transformados.
Las mujeres llevan décadas haciendo un intenso proceso de reflexión sobre qué ha significado ser mujer y sobre las cualidades asociadas a la feminidad y con eso han ayudado a poner en cuestión instituciones sociales como la familia tradicional, por ejemplo. En cambio, los movimientos que han querido pensar sobre la virilidad no han tenido la misma entidad. Es bien cierto que el activismo LGTBI ha abanderado esta reflexión y que han surgido en los últimos tiempos movimientos de hombres feministas o por la igualdad que cuestionan la masculinidad tradicional –es significativo que estén ligados en varios contextos al antimilitarismo–. No constituyen todavía, sin embargo, un movimiento social de amplio alcance. La dificultad radica, por una parte, en que este examen pone de manifiesto los privilegios que ha comportado ser hombre en múltiples esferas (laboral, política, con respecto al trabajo reproductivo). Pero también se debe a que ha de atender a uno de los principales elementos que ha configurado históricamente esta forma de virilidad: una relación especialmente íntima con la autoridad y el dominio sobre el otro, primordialmente respecto de las mujeres. Así este repensar la masculinidad tiene una dimensión política, ya que tiene que abordar las relaciones de poder que comporta.
Un malestar sin nombre
La discusión sobre el papel masculino el día de huelga tiene varios niveles. Es necesaria una reflexión política por parte de los hombres sobre los valores de la masculinidad heredados. Además, es especialmente urgente para conjurar actitudes reactivas y evitar que se vuelva atractivo un discurso antifeminista interesado que muchos empiezan a agitar. Ahora bien, este debate sobre la virilidad es más amplio e implica a todos.
La cuestión no es solo qué hacen los hombres el 8 de marzo, sino qué hacemos todos y todas con los valores de la masculinidad que permean nuestra sociedad. Esta tarea no significa nada más que un primer paso para repensar el sistema de género en su conjunto. ¿Tiene que ser tan rígido y únicamente binario? ¿Tiene que estructurar de forma tan rotunda nuestra sociedad? ¿Debe existir?
Este debate puede ayudar a poner palabras a ese particular malestar sin nombre que muchos hombres sufrieron el día de la huelga feminista, pero también a hacer diáfanos los valores masculinos que implícitamente ordenan nuestra sociedad.