Por un feminismo universal
Si repasamos cuáles han sido las principales reivindicaciones del movimiento feminista de los últimos años, los ejes que han ocupado mayor espacio político y mediático y que forman parte de la agenda de lo que a menudo se ha denominado feminismo hegemónico (aunque si el feminismo fuera verdaderamente hegemónico ya habríamos dejado de hablar y no habría que escribir artículos como este) vemos que a grandes rasgos se ha denunciado la violencia de género que, a pesar de la ley específica destinada a combatirla, sigue dando cifras escalofriantes de asesinadas cada año, punta de un iceberg de maltratos denunciados o silenciados que constituyen una de las expresiones más feroces del machismo, se han abordado todas las manifestaciones de la violencia sexual contra las mujeres: violaciones, acoso y su normalizaciones en muchos ámbitos todavía.
El otro gran tema de debate es la de la conciliación entre la vida personal y la laboral que todavía supone uno de los grandes momentos de crisis, incluso para las mujeres que habíamos sido educadas en igualdad y que en el momento de ser madres nos hemos encontrado con grandes dificultades para compaginar trabajo y maternidad. Una cuestión que va más allá de la crianza y se hace extensiva a todas las cargas que comportan los cuidados, que aún sostienen las mujeres sobre su espalda. Uno de los campos de batalla importantes del feminismo es también el de la brecha salarial y la selección negativa que sufren las mujeres cuando se trata de acceder a lugares de poder dentro de las empresas o de las instancias gubernamentales.
Los principales objetivos del feminismo, por tanto, son: acabar con las estructuras de discriminación, la violencia y la injusticia que supone que, todavía hoy, seamos relegadas a la condición de ciudadanas de segunda, ya sea con los discursos ya sea en la práctica real.
En los últimos tres o cuatro años ha empezado a hablarse de los privilegios del feminismo blanco y decolonializado, de resistencia a la propia identidad de procedencia y el resultado último es que el análisis, descripción y confrontación con el machismo ha desaparecido completamente y ha sido sustituido por ataques virulentos y acusaciones hacia el “feminismo blanco” a menudo presentado como más machista que el propio machismo.
Estas demandas que hace el movimiento feminista son para todas las mujeres independientemente de su estatus social, su procedencia, color de piel, religión o grupo de pertenencia. No he visto ni una sola opinión publicada que dijera lo contrario, que tales reivindicaciones sólo debían ser para un sector de las mujeres determinado. Y sería muy extraño poner pegas a unas exigencias de igualdad tan básicas y fundamentales.
Si oigo hablar a una feminista cualquiera del funcionamiento de la violencia dentro de la pareja lo más probable es que esté de acuerdo con ella, aunque pertenezcamos a clases sociales distintas o tengamos procedencias diferentes. Pero aunque la mayoría de los discursos feministas con más difusión denuncien situaciones que afectan a todas las mujeres, en los últimos tiempos hemos asistido a una infinidad de propuestas teóricas que lo que hacen es poner en duda este feminismo (llamado hegemónico) que ha pasado a ser considerado sólo el feminismo de las ahora llamadas “mujeres blancas occidentales”.
Una distorsión racista
Nunca nos había sido necesario hacer este tipo de distinciones, pero en los últimos tres o cuatro años ha empezado a hablarse de los privilegios del feminismo blanco, de decolonializado, de resistencia a la propia identidad de procedencia y el resultado último es que en muchas mesas de debate, publicaciones y discursos públicos, el análisis, descripción y confrontación con el machismo ha desaparecido completamente y ha sido sustituido por ataques virulentos y acusaciones hacia el “feminismo blanco” a menudo presentado como más machista que el propio machismo. Se hace una distinción entre las blancas y las “racializadas”, un neologismo identitario que nos convierte en una subcategoría por el hecho de tener un determinado color de piel, tipo de cabello, procedencia geográfica o religión. Desde estos posicionamientos se llega a afirmar que el principal problema de las “racializadas” es la opresión de la “mujer blanca occidental” y que el machismo de su grupo de pertenencia se debe a la presión que este sufre en tanto que minoría dentro de una sociedad que los discrimina racialmente. De manera que se acaban encontrando motivos que justifican esta discriminación al negar el peso cultural de la transmisión del patriarcado.
Imaginémonos que este mismo razonamiento lo aplicáramos a los “hombres blancos occidentales” machistas, que buscáramos la razón de su comportamiento más allá del hecho de haber sido educados en la discriminación. Lo encontraríamos tremendamente machista por el hecho de descargar de la propia responsabilidad a aquellos hombres que maltratan, violan, asedian o pagan sueldos bajos a las mujeres. No sabemos, por otra parte, con qué criterios se definen estos grupos de pertenencia y quien escoge a sus portavoces. Asistimos estupefactos al resurgimiento de un racismo defendido en nombre de la discriminación racial, un atrincheramiento en la identidad grupal y un aumento del comunitarismo que choca directamente contra la noción de ciudadanía. En este sentido la adscripción que prevalece para las mujeres no es la de su sexo, que comporta muchas de las discriminaciones que sufre, sino la “comunidad” de la que forma parte.
Un ejemplo grave de esta deriva comunitarista tiene que ver con el islam y las mujeres musulmanas. Nos encontramos a día de hoy con propuestas teóricas con que no sólo tildan los análisis feministas de la religión de Mahoma de islamófobos, sino que niegan la carga patriarcal y llegan a afirmar que en realidad se trataría de una religión feminista.
El llamado feminismo islámico (una propuesta que nos pide que nos conformemos con los límites de la religión) se está infiltrando sin resistencia en estamentos públicos como un feminismo más. Y lo hace, sobre todo, desde la izquierda, que es incapaz de identificar en el islam lo que lleva toda la vida combatiendo en el catolicismo. Por otra parte, las acusaciones de islamofobia han acabado convirtiéndose en una mordaza para las feministas laicas de procedencia musulmana y en una forma eficaz de aislarnos de las “mujeres blancas occidentales” que ahora no osan pronunciarse sobre esta discriminación por miedo de ser tildadas de racistas. Empezamos a tener indicios preocupantes de personas que se plantean, por ejemplo, si la educación que tienen que recibir a los alumnos musulmanes debe ser la misma que la de los que no lo son por respeto a su cultura o religión. Y vemos también una indiferencia dolorosa en las instancias públicas ante la situación de muchas niñas que se ven obligadas a ir con pañuelo en la escuela, están privadas de hacer muchas de las actividades que realizan sus hermanos o desde muy pronto están presionadas hacia matrimonios precoces.
Es cierto que la realidad que vivimos las mujeres cambia mucho y en algunos casos se acumulan estructuras de discriminación: no es lo mismo ser de clase social alta que sufrir de una manera flagrante la pobreza y la precariedad, no es lo mismo tener el estatus de ciudadana de pleno derecho que estar condicionada por la ley de extranjería, no es lo mismo tener una fisonomía considerada “diferente” que tener una que hace que la mujer sea vista como “de aquí”. Todo eso es cierto y forma parte de los ejes que nos atraviesan pero no veo que las discriminaciones por clase social, raza, procedencia o religión sean responsabilidad de las llamadas “mujeres blancas occidentales” y me parece tremendamente injusto que al feminismo, sólo al feminismo, se le pida que cargue con mochilas de todas las luchas habidas y por haber.
A mi entender esta deriva acabará desvirtuando el movimiento feminista al pedirle que se ocupe del antirracismo, la homofobia, la transfobia, la lucha de clases y, como hemos en los últimos tiempos, que sea también antiespecista, llegando a equiparar la discriminación que sufrimos las mujeres con la discriminación que sufren los animales. Si el sujeto político del feminismo deja de ser la mujer y su agenda deja de centrarse en los ejes principales que citaba al principio, no acabo de entender en qué consistirá exactamente el feminismo, algo parecido a “la lucha por todo”. O sea, por nada.