Y ahora, ¿qué viene?

Doctor en sociología y Director del Máster en Humanidades de la UOC. Ha desarrollado su investigación en el campo de la sociabilidad on line y con la “domesticación” (usos y adopciones) de las tecnologías digitales. Actualmente está centrado en la sociología de las emociones.

Le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos en qué vivir.

Jorge Luis Borges

 

De repente un virus imprevisto, para el que aún no tenemos vacuna ni un tratamiento para eliminarlo, nos ha puesto el mundo boca abajo. Justo ahora cuando de la mano de la ciencia se nos prometía mejorar nuestro equipamiento biológico, hacernos más fuertes y duraderos y, quien sabe, incluso ganar la inmortalidad; justo ahora, la contingencia se ha instalado en nuestras vidas y hemos descubierto, ¡por desgracia!, que somos vulnerables. No sólo somos vulnerables, incluso somos mortales. Memento mori. Sí, sí, claro somos mortales, ¡qué descubrimiento! Pero caray a quien le gusta vivir pensando que debe morir.

Todos tenemos que morir, pero nadie vive con el convencimiento de la propia muerte. Sigmund Freud decía que, en lo más profundo de uno mismo, nadie cree que vaya a morir. Qué incomodidad, qué impertinencia vivir con este pensamiento: si todas las mujeres son mortales y yo soy mujer (como Xantipa, la mujer de Sócrates, que, por cierto, también era mortal), yo también soy mortal. ¿Quién necesita esta lógica demoledora? Parece una broma de mal gusto. Más bien queremos pensar que el virus, más pronto que tarde, será vencido, eliminado o, en el peores de los casos, lo tendremos bajo control y más o menos domesticado, como hemos hecho con tantos otros que de vez en cuando nos vienen a importunar.

La situación provocada por la COVID-19 se puede calificar de muchas maneras, pero tiene una dimensión radical e indiscutible: ha roto con la normalidad cotidiana de millones y millones de personas, ha alterado las vidas de una parte considerable de la población mundial. Un virus ha conseguido mucho más rápidamente y mejor que las Naciones Unidas mostrarnos que, a pesar de la enorme diversidad humana y cultural, tenemos también mucho en común y somos, en muchas dimensiones, parecidos. Una sola humanidad en un planeta pequeño que debemos compartir. Un reto difícil.

Esta es una situación enormemente incómoda, incluso angustiante, para muchos seres humanos. Hay quien apostaría a que se trata de una situación antropológicamente funesta porque en la normalidad de la vida cotidiana, sea esta la que sea, necesitamos certezas, necesitamos seguridad.

Es cierto que todo el mundo ha vivido circunstancias que voluntaria o involuntaria, alegre o tristemente, han roto la cotidianidad, el normal vivir diario. Un nacimiento, una muerte, un accidente, un nuevo trabajo, un despido, un nuevo amor, una ruptura… o la violencia brutal de otros humanos. Nos puede helar o hacer hervir la sangre. Por un tiempo o para siempre, la vida se transforma. En la mayoría de estas circunstancias imprevistas contamos con respuestas más o menos inmediatas y claras, experiencias previas que nos orientan, normas y criterios o, cuando menos, algún conocimiento de receta rápida y eficaz que nos permite responder a la nueva situación y reincorporarnos a la vida cotidiana.

La COVID-19 nos ha llevado a una situación, personal y social, problemática. No sólo por los efectos devastadores que está teniendo y los tanto o más demoledores que llegarán, sino porque nos sitúa en una situación vital en la que no sabemos exactamente qué se tiene que hacer, ni en el momento presente ni en el futuro próximo. Normalmente, cuando las cosas se ponen feas, digámoslo así, es difícil tener un criterio de acción claro, es complicado saber “qué tengo que hacer o que se debe hacer”. Ahora las cosas se han puesto muy y muy feas. A nadie le resulta fácil tomar decisiones.

Incertidumbre extremada

Esta es una situación enormemente incómoda, incluso angustiante, para muchos seres humanos. Hay quien apostaría a que se trata de una situación antropológicamente funesta porque en la normalidad de la vida cotidiana, sea esta la que sea, necesitamos certezas, necesitamos seguridad. La mayoría aburrimos la incertidumbre, especialmente en referencia a las situaciones vitales. Los humanos, cuando nacemos, nos encontramos un mundo, nos incorporamos a un mundo que, en aquel momento, nos guste o no y lo queramos cambiar más adelante, está terminado. No es inmutable, claro que no. Pero la experiencia que tenemos del mundo que se da por hecho, “nuestro mundo”, está llena de certezas incluso en las sociedades plurales y líquidas. Seguramente por eso nos resulta confortable la llamada “posverdad”. No es lo aquello que queremos, necesitamos confirmación.

Sea como sea, el acelerado cambio en las sociedades contemporáneas, que en estos momentos ya es intrageneracional, resulta bastante perturbador e irritante para mucha gente. La relación con el mundo se ha vuelto difícil, incómoda, llena de riesgo. Demasiadas opciones y demasiada incertidumbre para escoger y para saber qué se debe hacer. No tenemos respuestas programadas ni inmediatas. Y con la COVID-19 esta situación se ha extremado. Vendría a ser el colmo de la incertidumbre y la inseguridad. En el horizonte parece que cierne la muerte. Es perturbador tenerla delante o a tocar. Pero la situación es todavía peor, incluso diabólica: cualquiera de nosotros puede ser portador de la muerte para otro.

Ante este panorama y espoleados por la voz de la ciencia, a la que los políticos desacreditados e instituciones tienen que apelar para reclamar obediencia, estamos encerrados en nuestras casas. Confinados en un estado de alarma alarmante y excepcional que reclama no hacer lo más característico de los seres humanos: relacionarse con los otros, hacer vida social. No exactamente así, porque la vida social sí que está permitida si se hace a través de las pantallas. La vida en la pantalla se multiplica por mucho. Se consolida la tendencia a relacionarnos con el mundo a través de las pantallas.

Además somos rápidos al instaurar rutinas. La mayoría, obedientes ante las amenazas, nos hemos instalado cómoda o incómodamente dentro de las casas esperando volver a la “normalidad”, a la injuriada rutina ahora añorada como un bien precioso. Y como seres sociales que somos, no renunciemos a la interacción. El ingenio que caracteriza la acción social de las gentes cuando se relacionan fluye y se multiplica en interacción descorporizada en la red. Múltiples propuestas cosolidarías, acciones comunicativas desinteresadas o comprometidas, y también narcisos reflejados en las cámaras, desbordan la emergente vida social.

El problema, pues, no es cómo vivir el confinamiento, por más doloroso que resulte renunciar a la libre circulación característica de los capitales, porque todos nos adaptamos rápidamente a las nuevas circunstancias. Hay una cobla que dice: “Toito se acostumbrarse, cariño le tiene el preso en las rejas de la cárcel». El principal problema no es el confinamiento, que interpretamos como el mal menor ante la amenaza de la muerte. Tampoco el virus es el problema porque todos confiamos en superar la pandemia. Otras sociedades lo han hecho, con más o menos sufrimiento. Ahora, creemos, somos más sabios, más capaces, tenemos mucho más conocimiento, estamos más preparados para hacerle frente. Ya falta un día menos, nos dicen.

No, el principal problema son las consecuencias que se derivan y la incertidumbre con la que el horizonte se nos abre. Por un momento, largo o corto, el futuro se vuelve incierto. Claro está que el futuro siempre es incierto, pero puede ser más o menos imaginable y más o menos previsible y deseable si se piensa en uno u otro sentido. De hecho, cuando pensamos el futuro lo estamos construyendo ya, acondicionamos nuestras acciones y decisiones presentes porque lo queremos en una u otra dirección. La pregunta que nos tendríamos que formular, pues, la pregunta que intriga es: ¿qué futuro queremos? Queremos recuperar la cotidianidad, claro que sí. Sin embargo, ¿queremos volver a la normalidad? ¿A cuál? ¿A la normalidad perdida?

Pensar el futuro

A lo largo de la historia, en la vida social, sabemos que no es posible salir por la misma puerta por donde se ha entrado, no se puede recuperar lo que se ha perdido, el pasado no vuelve nunca. El presente nos está hiriendo de muchas maneras y aunque nos podamos curar, el tejido cicatrizal siempre deja marca. Lo sabemos, tenemos experiencia y conocimiento. La pregunta es, sin embargo, si queremos recobrar, quizá con otros colores, el mismo paisaje, el mundo perdido… ¿momentáneamente?

No sabemos exactamente dónde estamos. Como después de un accidente, como en una situación inesperada que de repente nos cambia las condiciones del vivir diario y enturbia el futuro, se impone la reflexión. No hay rutinas. Además estamos agotados de tener que nadar constantemente y siempre más deprisa para, finalmente, estar en el mismo lugar. Y, encima, en peligro de quedar relegados o de hundirnos si no lo hacemos de manera competente. ¿Quizá ahora tenemos la oportunidad de pensar qué futuro queremos? ¿Vale la pena el esfuerzo para volver allí de dónde venimos? En caso de que fuera posible, ¿quién quiere volver al mismo lugar? ¿No es el momento de intentar algún cambio?

Un buen amigo me decía que ahora estamos en una situación intermedia, ni aquí ni allí, sino en un proceso de cambio que no tiene, o no tiene todavía, un rumbo bien definido. Podría ser la oportunidad de cambiar. Este período de tiempo indeterminado y oportuno en el que alguna cosa importante puede pasar se denomina Kairós.

Por más que pueda parecer que la pandemia-virus nos puede afectar a todos por igual, no es así. No todo el mundo ocupa, ni por edad, ni por condición social, lugares parecidos en el mundo. Por eso volver a la normalidad, por más que sepamos bien qué comporta este deseo, no tiene el mismo significado para unos y para los otros. Para unos volver a la normalidad puede significar pensar en un futuro donde mantener la situación cómoda y privilegiada que ya se tenía o mejorarla todavía más. Por otros, querría creer que para muchos, puede querer decir recuperar la posibilidad de tener una vida llena, un futuro diferente y una normalidad de lo que pase para seguir con el incremento constante de corderos y capacidades, como si eso fuera la única opción de tener una buena vida. Se trataría, más bien, de procurarnos una diferente relación, más significativa, con el mundo. Creer que otro mundo es posible.

¿Te ha gustado este articulo? Compartir