El espejo de Ciudad de México

Politóloga y economista por la Universidad de Ámsterdam. Procesos de participación en el Laboratorio para la Ciudad y observadora internacional de activistas en riesgo en México.

En 1950 el Área Metropolitana de Ciudad de México ocupaba la mitad del Área Metropolitana de la Barcelona actual. Hoy en Ciudad de México caben 12 Barcelonas. El aumento de población, resultante de la migración y una alta tasa de natalidad, provocó un crecimiento territorial excepcional que hizo expandir Ciudad de México hasta treinta y cinco veces en setenta años. Esta expansión, sin embargo, no se puede entender sin un urbanismo de autoconstrucción y los asentamientos no planificados que conforman el 60% de la ciudad actual. Las llamadas colonias populares.

Esta falta de planificación causó una pérdida importante de espacios verdes y dejó en segundo plano el espacio público. En una ciudad donde hay distritos con un índice de desarrollo humano tan alto como el de Suiza y otros que tienen uno similar al del Perú o Argelia (0.74), la renta marca una diferencia radical de acceso al espacio público. En el distrito Miguel Hidalgo hay 40m2 de áreas verdes por habitante -con numerosas ramblas, paseos peatonales, parque infantiles y espacios de juego- y en Tláhuac sólo 4m2. Hay barrios pobres como Iztapalapa donde un niño tiene que caminar 45 minutos para llegar a un espacio abierto en el que jugar. La acumulación de riqueza y la inseguridad también ha derivado, en algunos casos, en una abolición radical del espacio público a partir de los llamados «fraccionamientos»: barrios blindados, concebidos desde el ámbito privado, con servicios de seguridad y espacios comunes propios.

Una de las paradojas de la pandemia es que ha permitido la recuperación, amarga y provisional, pero también extrañamente nostálgica, de espacios públicos

La falta de espacios habilitados en los barrios populares, sin embargo, no significa que no haya un uso colectivo de la vía pública. La misma calle se llena por la mañana de carretillas donde venden café y desayuno para la gente que va a trabajar, convirtiéndose al mediodía en tianguis (mercado semanal), que desmontan antes de que los niños salgan de la escuela. Por la tarde, los vecinos se congregan en asambleas, tiran desde los balcones monedas a los mariachis que circulan, se ven procesiones, por la noche cuelgan piñatas para celebrar cumpleaños o incluso instalan rings de lucha libre.

La apropiación contingente del espacio público no es la única. En el Paseo de la Reforma, la avenida más emblemática de la ciudad, en 2015 apareció un nuevo fenómeno: desde que los familiares de los 43 estudiantes desaparecidos colocaron una escultura para denunciar la violencia de estado, la apropiación del espacio público ha tomado la forma de antimonumentos: estatuas simbólicas que la ciudadanía coloca sin pedir permiso. Un ejercicio de memoria colectiva que, ante la ausencia de espacios institucionales, ocupa el espacio público como recuerdo constante de que hay víctimas y familias que todavía no han recibido justicia. El último antimonumentofue instalado por madres de víctimas de feminicidios el 8 de marzo de 2019.

Este proceso de apropiación ciudadana ha propiciado, desde los 2000, varios esfuerzos públicos y programas de intervención para recuperar, regenerar y crear espacios públicos. Se crearon avenidas peatonales en el centro histórico como herramienta de repoblación y fomento del turismo local, como la Avenida Madero. Y han nacido iniciativas como Peatoniños, en Iztapalapa y otros barrios populares, para crear calles de juego temporales como primer paso para conquistar el espacio público.

En Ciudad de México, la vida pública se abre camino sin un espacio público concebido con este objetivo. En ciudades como Barcelona – donde las ramblas y las plazas son parte estructural, espacios públicos que damos por hecho – estamos asistiendo, en cambio, a un proceso inverso. Disponemos de espacio público planificado, pero su uso ha quedado, en cada vez más zonas emblemáticas, casi reducido al uso turístico y comercial. Este es el caso de la Rambla: más de 100 millones de personas pasan anualmente por allí, pero los barceloneses la evitamos y esquivamos. De las 646 personas que hay empadronadas se calcula que no viven más de 200.

Lorca definió la Rambla como «la calle más bonita del mundo», no por las floristas y los palacetes. Tampoco por su fuente. Lo hizo por su diversidad radical, por su espíritu mestizo y por su capacidad para absorber discursos: el de la moral, el discurso del sexo, el del dinero y el de la locura. La Rambla como lugar de encuentro para reclamar derechos, para comentar el fútbol con desconocidos, para comprar rosas y diarios, para buscar juerga o sencillamente por ramblear, que no es otra cosa que distraerse, arriba y abajo, por la Rambla, sospechando que tarde o temprano nos encontraremos con el imprevisto. Así era la Rambla.

Una de las paradojas de la pandemia es que ha permitido la recuperación, amarga y provisional, pero también extrañamente nostálgica, de espacios públicos que en los últimos tiempos habían expulsado a sus usuarios naturales, en este caso los barceloneses, por la preeminencia casi absoluta los usos turísticos y comerciales. Usos que encarecen y enrarecen la vida cotidiana, que la deforman y mixtifican, convirtiendo lo que fue un centro neurálgico poliédrico, transversal, interclasista y básicamente peatonal, en un decorado para turistas.

La lucha por el derecho a la ciudad desde diferentes trincheras: unos para recuperar el espacio público existente que parece que ya no nos pertenece y otros para crear a partir de usos existentes. Mientras que en México no se puede entender el espacio público sin hablar de desigualdad, en Barcelona los usos de La Rambla son inseparables de procesos de turistificación masiva, expulsión residencial y capital global. Con el fin de que los barceloneses vuelvan a la Rambla harán falta políticas integrales -no sólo sectoriales y espaciales- que aborden estos procesos, poniendo el derecho a la vivienda y la planificación de usos en el centro.

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