La Rambla de Diógenes

Arquitecto. Colabora desde el 2003 con el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB). Ha trabajado para el Ayuntamiento de Barcelona como responsable de la estrategia contra la gentrificación. Escribe habitualmente en la revista de arquitectura Diagonal y otros medios.

La pandemia ha cortado en seco la riada de turistas. Como un torrente del Maresme tras la llevantada de Septiembre, la Rambla tiene el cascajo vacío y las orillas repletas de restos atascados. Quioscos, farolas, asientos y pavimentos de muy diversas épocas y estilos han sedimentado a lo largo de un curso que, de forma insólita, ha quedado al margen de la masiva reurbanización de la Barcelona post-olímpica. La calle más cosmopolita de la capital catalana, quizás una de las más famosas del mundo, se ha convertido en una figura decadente, solitaria y rodeada de trastos viejos. Un caso claro del síndrome de Diógenes. No sólo por el acaparamiento compulsivo de objetos que el resto de la ciudad rechaza, sino también por un patrón de conducta claramente antisocial, que la ha llevado al aislamiento voluntario de sus vecinos más inmediatos. ¿Se trata de un trastorno transitorio o de una condición irreversible? ¿Volverán los torrentes turísticos o estamos ante el anuncio de una Barcelona más apacible, más local, más vecinal? ¿Cuál es el futuro de la Rambla?

Quizás no hace falta un concurso internacional para concluir que en la Rambla le sobran obstáculos visuales o circulatorios. Basta ejercer las competencias municipales para desatascar-la

La pregunta es un lodazal donde sucesivos gobiernos han rehuido adentrarse. Durante el segundo mandato del alcalde Hereu, el Teniente de Alcalde de Urbanismo, Ramon García-Bragado, ya anunció con solemnidad que el Ayuntamiento reformaría la Rambla. No pasó. La misma promesa incumplida haría Antoni Vives, cargo homólogo durante el mandato del alcalde Trias. Mucho ruido y pocas nueces. No fue hasta el primer gobierno de la alcaldesa Colau que por fin se convocó un concurso internacional para decidir el futuro de la Rambla. Así resolvía la concejala de Ciutat Vella, Gala Pin, el dilema sobre cuál de las dos principales urgencias de la ciudad, encarnadas en las dos principales arterias de su distrito, había que priorizar. La Via Laietana expresa el conflicto entre movilidad privada y salud pública; la Rambla, las lesiones que turismo y gentrificación infligen sobre la vida de barrio. Quizás el centro histórico es el lugar más emblemático donde emprender la segunda batalla, pero no hay duda de que hubiera sido más fácil ganar la primera.

Tal como sostenía Xavier Monteys, quizás no hace falta un concurso internacional para concluir que en la Rambla le sobran obstáculos visuales o circulatorios. Basta ejercer las competencias municipales para desatascar-la. Pero la convocatoria quería ir más allá de una limpieza de cutis convencional. Por primera vez, el consistorio se planteaba una intervención holística y participativa, más preocupada por el proceso que por el producto final. No se trataba de ejecutar un proyecto clásico de transformación física -centrado en el hardware-, sino de desplegar una estrategia innovadora para devolverle la vida -el software-. Incluso se aceptaba la posibilidad de concluir que no había que tocar nada, tal y como hicieron Anne Lacaton y Jean-Philippe Vassal en 2002, cuando ganaron el concurso para la reforma del Palais de Tokyo, en París. En realidad, la búsqueda de vida en la Rambla era casi tan ambiciosa como en Marte. Por un lado, se pretendía arraigar el vecindario con medidas de fertilización de la vivienda asequible, el pequeño comercio y los equipamientos de proximidad. Por otro, se quería mejorar la oferta cultural para volver a atraer al resto de barceloneses y la gente de comarcas. Por último, había que ordenar y templar la actividad turística, un objetivo bien quimérico cuando se quiere compatibilizar con la ampliación de la Feria, el puerto y el aeropuerto.

Para responder al reto, el equipo que ganó el concurso, kmZERO, desglosó su propuesta en dos frentes diferenciados. El de «urbanización» debe atender a las soluciones arquitectónicas -el hardware-; el de «estrategias», debe desarrollar las medidas necesarias para garantizar la mixtura social y funcional de la Rambla y su entorno -el software. El primer frente sustituirá pavimentos, renovará el mobiliario urbano, reordenará quioscos y terrazas y reducirá carriles de circulación. Ya tiene asignado un presupuesto de más de cuarenta millones de euros y está previsto que comience en breve. No es un frente nada ajeno al funcionamiento de la maquinaria municipal. El probable hallazgo de restos arqueológicos o las discrepancias entre departamentos como la Concejalía de Movilidad, el Instituto Municipal de Mercados o el Distrito de Ciutat Vella pueden causar sobrecostes y retrasos, pero ninguna pega que técnicos y funcionarios no estén acostumbrados a resolver.

Si la voluntad política no es capaz de engrasar la máquina consistorial y desviarla de sus pesadas inercias, la reforma anticipada del hardware no hará más que empeorar el software

El segundo frente, sin embargo, tiene un pronóstico menos alentador. El Ayuntamiento llega tarde, muy tarde. Apenas queda un millar de vecinos que vivan de forma permanente en la Rambla y sólo una treintena de ellos conserva alquileres de renta antigua, a precios protegidos de la especulación. Por su parte, las tiendas de proximidad han sufrido una escabechina devastadora, incluso dentro de refugios públicos como la propia Boqueria. Ya no basta con salvar el comercio y la vivienda existentes; habría que reproducirlos de nuevo. Para ello, no se puede contar demasiado con la obligación de reservar un 30% de vivienda protegida en las fincas nuevas o rehabilitadas; ha quedado tocada de muerte por el Decreto Ley 17/2019 que acaba de impulsar la Generalitat. La competencia municipal del tanteo y retracto podría servir para adquirir viviendas privadas y añadirlas al parque público, pero es una vía costosa que no cuenta con fondos asignados. También se podría delimitar el entorno de la Rambla como un área de conservación y rehabilitaciónque impediría la compraventa especulativa de inmuebles en mal estado, pero esto requiere equipos municipales de gestión que tampoco se han designado. El mismo problema de recursos humanos conllevaría imponer contribuciones especiales para grabar las propiedades y retener las plusvalías derivadas de la mejora de la calle. Por suerte, parece que se está estudiando una modificación del Plan General Metropolitano para proteger el uso de vivienda principal, pero no es fácil que esté operativa cuando comiencen las obras.

Todo ello hace pensar que la de la Rambla es una reforma de dos velocidades. El frente de «estrategias» va muy por detrás del de «urbanización». Si la voluntad política no es capaz de engrasar la máquina consistorial y desviarla de sus pesadas inercias, la reforma anticipada del hardware no hará más que empeorar el software. Una vez más, el embellecimiento ensimismado del espacio público encarecerá viviendas y comercios. Ganarán propietarios, hoteleros y restauradores, pero la vida de barrio no florecerá. Será como si, en lugar de ayudar a la persona con síndrome de Diógenes, los servicios municipales se limitaran a vaciar y limpiar su piso. Algunos lo celebrarán. El principal obstáculo para tratar este síndrome es que los afectados no suelen tener conciencia de su problema y rechazan la ayuda social. Ciertamente, habrá quien prefiera una Rambla global o «cosmopolita» antes que una Rambla apacible, local y vecinal. Vale la pena recordar que Diógenes de Sinope, el filósofo griego que da nombre al trastorno psíquico, fue el padre del cosmopolitismo. Afirmaba que era ciudadano del mundo –kosmos– antes que de una ciudad –polis– en particular. Su postura, desarrollada por los estoicos como una moral inclusiva, basada en el respeto mutuo, la tolerancia y la interdependencia, desemboca en la fraternidad cósmica y la hospitalidad universal. Y no se puede ser fraternal cuando te echan de casa. Tampoco se puede ser hospitalario cuando no se tiene un hogar.

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