El imprescindible diálogo
Empecemos por el final. Desmitificando el diálogo. Sí, en un artículo para defenderlo, desmitifiquémoslo.
El diálogo no es una poción mágica que todo lo arregla. A veces se abusa de la palabra diálogo como si fuera la salvación a todos los problemas. El diálogo no soluciona, por sí mismo, las cosas. El diálogo no nos asegura acertar con el diagnóstico, dar con las mejores soluciones o hacerlo más rápidamente. En situaciones de injusticia, además, el diálogo puede ser inútil: a menudo quién tiene un gran poder no se esfuerza para escuchar a quien está desposeído de él.
Al hablar de conflictos sociales y políticos, el diálogo no es sólo positivo. Es imprescindible. El diálogo no nos asegura nada, pero sin diálogo tenemos garantizado el bloqueo permanente.
El diálogo, sencillamente, es necesario, positivo y –podríamos decir- inevitable para un mejor funcionamiento de nuestra vida y de toda comunidad humana. El diálogo presupone una actitud humilde. Y no sólo por ética, sino por lucidez. Ir al encuentro con el otro no es una concesión altiva ni un peaje pesado, es necesario para conocer mejor la complejidad y la diversidad y poder afinar mejor en las soluciones. Estar abiertos al diálogo nos hace más inteligentes y sensibles.
Todavía domina una convicción –muy testosteronica- que aplaude tener principios fuertes y no inmutarse con los de los otros. Pero dialogar con alguien, si estamos dispuestos a que pueda cambiarnos nuestras convicciones, no es malo: ni lo sabemos todo, ni tenemos todos los matices, ni todas las miradas. Como decía Raimon Panikkar “no tenemos el criterio de todas las cosas porque siempre necesitamos del otro”.
Sin diálogo, bloqueo
Si hablamos de conflictos sociales y políticos, el diálogo no es sólo positivo. Es imprescindible. El diálogo no nos asegura nada pero sin diálogo está garantizado el bloqueo permanente.
A menudo en muchos conflictos la dificultad para encauzar el diálogo entre las partes enfrentadas es notable. Puede ser necesario una figura que acompañe y registre –actuando como un notario neutral (relator)- el proceso de diálogo o, en situaciones de mayor tensión que busque soluciones, cree espacios y marcos adecuados para facilitar el diálogo. O en fases más complejas, cuando hay un problema evidente de no reconocimiento del otro, cuando las dos partes no quieren encontrarse ni compartir espacios, hace falta la mediación: hablar con cada una de las partes por separado, identificar puntos mínimos, conseguir acuerdos básicos y, poco a poco, construir mayor confianza y solidez para ir más allá.
Aceptar la ayuda de terceros para dialogar no es sinónimo de incapacidad: es buscar soluciones cuando uno no las logra. Como cuando vamos a la doctora o al electricista. Porque ni sabemos ni lo podemos todo. Y porque una persona no implicada en un conflicto puede mirarlo con mayor distancia e identificar más fácilmente pasos y vías para avanzar.
A menudo se oyen descalificaciones absolutas del diálogo. Como si fuera una cosa ridícula, bucólica, una rendición o la actitud de gente meliflua. ¿Seguro? Hace poco un mediador me explicaba el proceso con una familia enfrentada por herencias. La mediación había quitado hierro, generado confianza y permitir acuerdos aceptados. ¿Quién es más práctico, espabilado, efectivo y resolutivo, el que se pasa años enrocado y enfrentado con parientes sin solucionar nada o quien, vía diálogo mediado o autogestionado, da con una solución satisfactoria que salva las relaciones familiares y permite pasar página?
Dialogar no presupone el contenido final de los posibles acuerdos. De un marco de diálogo puede salir nada, poco o mucho. Y en un u otro sentido.
Dialogar no es renunciar. Es sencillamente admitir que es mejor una solución fruto del diálogo compartido que de la imposición o de ignorar al otro.
Dialogar no es de débiles, es reconocer una verdad: que es bueno escucharnos. Que no toda la razón nos pertenece a nosotros. Que es mejor un pequeño acuerdo que un enorme desencuentro.
Dialogar no es una rendición: disponerse a escuchar el otro es una aceptación de la propia humildad y de la posibilidad, no intransigente, de cambiar posturas. Y de encontrar soluciones que no habíamos imaginado.
Ganar el reconocimiento
El diálogo no excluye la movilización y la lucha. A César Chávez que, con otros sindicalistas impulsó movilizaciones pacíficas en defensa de los derechos de los trabajadores agrícolas, le preguntaron si con la no violencia habían llegado al corazón de la patronal. Y respondió que, de entrada, habían llegado a su cartera, que era mucho más efectivo. Y es que para igualar posiciones desequilibradas y para que el diálogo sea útil, es muy probable que la parte desempoderada deba luchar para ser reconocida como interlocutora válida y ganar sentarse a la mesa de diálogo.
Criminalizar el diálogo o ridiculizarlo es absurdo: prácticamente todos los conflictos han acabado, tarde o temprano, en algún escenario de diálogo. Y así, han avanzado en su resolución y transformación. Parece claro: lo más sensato, racional, práctico y efectivo es ponerse cuanto antes.